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La fragilidad de nuestras vidas hermanaba nuestras especies. Cuando el leñador marcha el niño duerme. El quejido del gozne no lo despierta. Ni el golpe al caer la aldaba le cambia la postura. Horas después la mañana lo tienta como a un animal más. La ventana no consigue detener al valle. El clarear de la pared ilumina los rincones. Acude a la casa el apuro de los cantos. A ratos el fuego arde con estallidos de piñas. Hasta que despierta. Apenas tarda el niño en apartar el rebozo en que ha pasado la noche. El correr de la mañana iguala la espera de los pollos en el nido. Y los riesgos del valle viven para todos los animales. Y el hijo del leñador anida entre ramas descolgadas. Y los ratos de la mañana le transcurren sostenidos en un balanceo. Su impulso lo eleva sobre la soledad.

Coro: En otra era habitaban el valle animales de blancos brazos y alas blancas. Pájaro y hombre eran uno. El error entrañaba la vergüenza de las caídas. El mal se arrastraba por la tierra. Lo alado recogía y hacía suya la imagen de lo verdadero en un valle de ficción. La bondad carecía de peso. Ni por inocencia. Ni por hermosura. De entre todo lo vivo sólo lo alado se apoya sobre la nada. Por el peso de la verdad los ángeles dejaron de volar. El pensamiento separó al hombre y al pájaro. Desde entonces aquel envidia nuestras alas creyéndolas refugio de libertades. Con los hombres ya solo compartimos corazones que baten sangre caliente.

Al leñador la coloración rosa del alba iluminaba la espalda. Detrás queda la casa y detrás de la casa el camino regresa a la villa. Antes de partir hacia el bosque el leñador aviva el fuego. Aguarda a que la leche hierva y luego le aparta la nata. Sirve dos cuencos y toma uno. Asegura la puerta desde fuera. El hacha enfría la mano del leñador. La hierba que tumban sus botas conserva la rigidez de la noche. El niño sueña como si un arrullo lo defendiera de la soledad. La villa despertó al punto. En el campanario se disponían a entablar nuevos sillares de piedra. Los primeros golpes de obra levantaron la pareja de palomas. Volaban en círculo hasta comprender que los canteros llegaron para quedarse. Las palomas siguieron el curso del río. Salpicado de estiércol reciente el prado las atrajo. Golpes de mazo remontaban las vertientes. Golpes de hacha descendían hacia la vega. En las encrucijadas del valle se anillan las ondas que fabrican los golpes.

Que cortejan a las voces.

Que mantienen vivas las veletas.

Que amedrentan a las torres.

Todos los vientos habitan en la tormenta.

El niño dormía ajeno a la caída del árbol. Tampoco cuenta la altura que gana el campanario. Las mañanas sorprenden al niño sin propósito. Tan despoblada retención me atrapa. Nuestra compañía crece como la pareja de cipreses nacida de la misma semilla. Por compartirlo entre ambos el sosiego que disfrutamos retrasa el tiempo. Para sentirnos cómplices nos basta abrir la ventana y reclamar la llegada del valle. El viento anulaba entonces la orfandad. Se acompañaba del impulso de las chicharras que desesperan por una hembra. Quería hacernos sentir el aroma desprendido de los racimos azules de la verónica. Reveló que la espiral del helecho se desenvolvía al ritmo de nuestra respiración. Sólo el viento traspasaba el alambre. La jaula simuló que lejos del soto el miedo al gavilán disminuía hasta desaparecer. La tarde en que muero azota la casa un viento cargado de olas diminutas. Se arremolinan en el interior como granos en el harnero. El niño que llora bajo la lluvia se hizo hermano de mi especie. Aprieta la jaula contra el pecho. El agua quiere separarnos. Todos los vientos que habitan en la tormenta nos apuntan. Y de adulto el niño recuerda las decisiones del leñador. Y comprende por qué derribó la cerca de lajas. Y le satisface recordar que liberara los perros. Porque me cubría del gavilán supuse que la jaula amparaba mi vida.