El pavo yacía servido en partes. Durante la mañana lo atrajo la oruga de la ortiguera. La niebla ocupaba la vega después del amanecer. Ortigas a punto de floración permanecían yertas como prueba de la noche vencida. El pavo siguió el ascenso de la oruga por el tallo. Las patas se le hundían en la encharcada que vertió la acequia. La oruga distanciaba las trazas negras y amarillas. El pavo se disfrazó de quietud durante un silencio. La última onda del agua ascendió a través del tallo. La oruga se detuvo alertada por el temblor. Pues el tacto del aire delataba su proximidad el pavo encogió el cuello hacia atrás. Las espinas de la oruga no lo retrajeron. Otras mañanas fue un cardador descubierto bajo la piedra. El pavo extendió el cuello en un golpe que ni el agua reflejó. Tampoco rozó la ortiga. La oruga cimbraba antes de ser devorada. Sobre la superficie negra del agua lucía blanco el cielo azul. En la mesa el pavo acompaña un charco de piñones. Los platos liberan olor a estragón. El filo de los copas brilla como un círculo iris. La entera luz acompaña el medio silencio. Un fuego arde. La cena les pertenece. El abuelo ocupa la esquina del diálogo en la mesa circular. El plato conserva la ración servida. Los demás prueban la oruga piñón en la carne del pavo. Los bocados llenan la otra mitad del silencio. La mujer atiende al plato del abuelo. Bebe sin dejar de atender. La luz de colores desaparece en el filo de la copa bajo una mancha roja. Cena en el salón la familia dueña de la cena.
Coro: Comparar errores y tormentas vulgariza nuestro canto. Pero el error que originó el hambre nos cubre como lluvia perpetua. Al valle inunda sin queja ni desacuerdo. Porque la docilidad de cuanto vive se acerca a la humillación. Porque todo lo vivo muestra una vida sumisa.
Un cuerpo se apresura por el pasillo a oscuras. Lo detiene el respeto antes de descubrirse. Solicita desde fuera del salón. La mujer contesta para todos. Al desaparecer la pregunta sombra el nieto cuenta según lo vivió. Volé desde la ladera. Rejuvenecía el hayedo gracias a la gravedad del aire. Tras el río surgía la vertiente entre haces de neblina. El sol elevaba la mitad del día. Los sobrevolé mientras seguían el camino en dirección a lo que fue el aserradero. Avanzan como caracoles. El nieto toma la mano. Al verme el abuelo levanta el bastón. Cruzo los campos de centeno como si lo cruzara para ellos. El bastón traza en el aire un rastro de ondas. A lo lejos el ascenso de la niebla desnuda la villa. Mi vuelo atraviesa el campanario recién emergido. Hacia donde se recibe el viento gira la veleta. Luego de apuntar hacia la hilera de castaños el abuelo baja el bastón. Aprieta la mano del nieto mientras le traspasa un secreto. Al concluir el relato se completó el silencio. El niño partía la cena en un antes y un después del pájaro. Miraban hacia su lado para escucharlo y para ese lado miraban aún. Un pájaro medio negro. Medio blanco. Medio pájaro.
Un pájaro de hechizo.
Un río que nace del sendero.
Un extravío y un capricho.
La abubilla vuela hacia otro tiempo.
El niño cantó el nombre. El abuelo encontró el plato. Al partir la carne recordó el olor del estragón. Un olor le despierta el sueño que el olvido le impide conciliar. Un vuelo el calor de conocerse. Un canto el propósito de vivir que perdió. Un color el salón donde se sorprende. Un niño el juego en el que celebró la fantasía. Un pájaro la presencia de rostros que rebajan la esquina donde se aparta. Y con el recuerdo del pájaro sobreviene la gana de comer. El abuelo levanta el cubierto. Les devuelve la mirada mientras recuerda para los que cenan. El nieto trae consigo la verdad. Un pájaro medio negro. Medio blanco. Medio pájaro. Despliega alas de mariposa y vuela como culebra. Aún anida en el castaño. El bastón apuntó a su nido. El pájaro guardó la infancia en el hueco del árbol. Abubilla. A pesar del temblor en la voz el nombre rompe la desconfianza de los que escuchan. La media luz se puebla de reflejos en las miradas.
Coro. A la mirada que se nos acerca en calma obsequiamos las vertientes con que se derrama la luz. Para los pacíficos componemos melodías que cosquillean en el pensamiento. El hombre que aprecia a los pájaros disfruta como niño. Los colores padecen añoranza mientras no los exhibe una pluma. Igual que todo verso suena imperfecto hasta que se escucha en la voz del poeta. Ninguna luz más agradecida que aquella retrasada en nuestras plumas. Este canto agradece al color apaciguar la palabra humana.