De regreso alcanza a los tres niños la lluvia. Más deprisa corren cuanto más próxima la villa. El golpe de la zancada oculta el golpe del agua sobre los pastos. Junto a la charca el viento levanta el trapo de lana. La caja de mimbre voltea marcando un rastro de huellas falsas sobre la orilla. Las restantes varas de esparto permanecen envueltas en el cuero. El niño de las botas sin cordones me buscó debajo de la bota. Sacó mi cuerpo del barro. Temblaba la mano como si le pesara la muerte que sostenía. Miró a los otros. Los tres comprobaron faltarles el refugio al que acudir. La soledad tampoco los acogió. Uno de los iguales recordaba qué lejos despertó la mañana. Sin avisar empezó a correr.
Coro: Al conocer la muerte comprueban que viven. Saberse en la vida les infunde nuevas preguntas. Cada certeza humana invade una causa natural. El conocimiento de nuestra propia existencia jamás afectó a los pájaros.
La tormenta se dispone en capas de irregulares densidades. Las capas ligeras deshacen los bordes. Las más sólidas concentran surcos oscuros. El viento encaja a través de ellos siguiendo la dirección del valle. Aunque la superficie tiembla la charca se agita desde su profundidad. Una ola le nace. Las que siguen invaden la orilla. El esparto resiste aún clavado en el barro. Los tres niños obedecieron al hundimiento de las nubes. Corrían como animales urgidos por salvar la vida. La lluvia les confirmó la urgencia de llegar a alguna parte. El campanario parecía marcar el único punto cardinal. Antes de penetrar la villa una primera capa de tormenta alcanzó la charca. El viento arrastra el retal de cuero. La caja de mimbre rueda. La detiene el barro a punto de entrar en la charca. La montaña se vela tras la lluvia verde. La villa recibe al viento como a un enemigo al que nada puede herir. Bajo el alero aún los empapaba lo vivido. Al niño de las botas sin cordones se le adelantaba el corazón. Nadie los vio lamentarse en voz baja. De su último pavor nada pudo lavarlos. La charca ocupa la orilla aunque nada vivo queda allí para dar cuenta. Al libro de los pájaros lo alcanza la crecida. Una primera lámina se empapa. Os cantaría qué pájaro se ahogó si mi sed lo consintiera.
Si la lavandera pudiera beber en la lluvia.
Si pudiera anidar en la nube.
Donde el arroyo no salpica la pluma.
En la libertad del pájaro sin sed.
Al juego de los tres niños penetraba una admiración desprovista de lástima. Tampoco lo atraía la fidelidad al valle. Con colores de polvo y agua el libro de los pájaros pretendía imitar el deleite que la vida no concede. Ni una página cantaba las medidas que se habitan dentro de las jaulas.
Coro: El libro que traduce nuestro canto se torna fuente de revelación. El canto del pájaro se estima atributo de perfección. El intento de emularlo es tan antiguo como las palabras. Hombres con disfraces de plumas hablaron cantos indignos de nosotros. Hombres pájaros de colores innaturales. De uña chata. De patas calzadas. De cola sin giro. De alas rematadas en cinco dedos. Con el pico de madera apoyado sobre la frente.
Buscan la hierba alta para ocultarse. Callan la emoción mirándose. El niño de las botas sin cordones encadena los nombres escuchados en el libro. Cigüeña. Autillo. Esmerejón. Abejaruco. La corneja sobrevuela la charca. El reflejo del agua se parte en mitades durante un instante que sobrevive al vuelo. Antes de cansarlos la postura a los tres niños les viene un cantar. El bando de pardillos aparece en el cielo como una sombra de humo aparece. En el mismo golpe de cola el bando desciende. Toma la orilla donde el esparto ronda la charca. Como si la voz de la fatalidad los avisara. El valle no toma partido en esta decisión. El aviso los levanta antes de beber. El canto les impulsa el vuelo. El bando desaparece como una sombra de humo desaparece. La distancia repite el canto que los trajo. Todo calla después. Apartaría esta sed que me impide no desear el agua.