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Porque el sol iluminaba dentro. El reflejo en la ventana extiende un cielo y una nube en la nada. El azul del cielo brilla como el azul que tapa el fondo del lago. De la nube se imita un blanco menos blanco y más transparente que en el cielo. La cochinilla entra en la nube. Volando. Al poco sale al azul del vidrio. Quizá ha sentido la dureza del aire que no se traspasa. Y se posa en el cerco sin golpear el vidrio de la ventana. Y el sol brilla con un cerco oscuro. Y el cielo se diluye en la oscuridad de dentro de la casa. Cuando la cochinilla decidió volar de nuevo la red de la araña rayada vibró en el reflejo. Como otras mañanas se abría la higuera cubriendo la propia sombra. Algunas porciones de sol doraban las primeras brevas. Si fuera cochinilla escaparía entre el alambre. Volando. Tampoco habría entrado en la red de haber nacido con la desconfianza del lagarto. Porque apreció mi pluma me perdonó la vida el trampero. Siempre atrajo a la mirada el escribano del soto. Antes de perder la libertad me conocí en la superficie del arroyo. Distinguí a mis iguales. También aprendí a evitar los pájaros que miran con el fulgor de la luz amarilla. Vuelvo a conocerme. Reaparezco en los ojos del niño. Me sé en su reflejo aunque la mirada humana ensombrece mis colores. De tanto mirarme se le descubren los misterios de su especie. El desamparo del niño brota de sus ojos como una condición natural. Reside en la infancia con la misma docilidad con que acepta el miedo a la noche. En lo que hace vuelca tiempos que no pretenden motivos. No ha disfrutado aún la lenta emergencia del valle al amanecer. No le ha congelado la sangre la resignación del bosque cuando arde. Le falta vivir el paso de la tormenta para aprender que nada en el valle resiste a la muerte. Duerme mientras el leñador apila troncos en la leñera. El hacha contra la madera no lo despierta. El sueño lo arropa. Y sueña colores que ningún valle enciende. Y canto mientras duerme el tiempo con él. Y adorno su sueño con cantos que reviven la libertad en el soto. Los golpes del hacha no despertaban al niño.

Jaulas de aire.

Bosques sin noche.

Árboles de frutos perennes.

Cielos como nidos calientes.

Coro: El escribano canta para esparcirse en el soto. Cada pájaro del valle se recuerda como un lugar del valle. Se siente centro y orilla. Ocupar la vida lo impulsa. La jaula retiene al escribano mientras canta cuánto pesa la araña.

El peso de la araña tensó los hilos más largos. Avanza sobre ellos marcando los puentes de la red. Apenas notarlo la cochinilla quiere regresar al cielo. El azul del vidrio se ensombrece antes. La red y la araña rayada reflejan la misma tensión. La cochinilla se curva sobre sí. Demasiado tarde pretende escapar. Ya no lo consiente la red. La envolvió en un solo hilo. Después la araña recompuso el dibujo. En un principio la tormenta apenas mide lo que el corazón del niño. Pero ya late con el ansia de lo inevitable. A algunos lugares la arrastra un viento que invade las madrigueras. Y como si la empujara la vida tampoco la tormenta se detuvo. Y llegó a la orilla del valle como un amanecer más. Y en el centro de la tormenta despertaban torbellinos de barro. La frente se le humedece. El niño se vuelve buscando alivio al otro lado del catre.