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El día no quiere interrumpir el último eco de la noche. La madrugada despierta en otro valle. Al este lado de la montaña aún se retrasa la hora. Ni el cárabo regresó a la caverna del árbol. El viejo se incorpora como si lo llamaran. De la pierna. No lo detiene el silencio. De la pierna aprieta la parte del dolor. Se viste por encima de la piel templada. El roce de la tela suena a crujir de hoja seca. La ropa le devuelve el frío de la madrugada. Entre los labios aplasta la punta del cigarro. Que tomó el frío de la noche. Prende luego las astillas del fogón. La llama se agita bajo la tapa de hierro. Pronto lo siente la loza. Si se cumpliera la costumbre templaría el café. El viejo de la cara rota aviva la brasa del cigarro. Se acoda sobre la tabla. Conserva los cansancios de antes de dormir. Al presente no acude la mañana. Aún padece en el pasado de ayer. Un cesto recogió las guindas picadas. Recogidas como hijas muertas. A pesar del único ojo ninguna dejó de ver. Si la costumbre se cumpliera el café se templaría. La cucaracha remonta la viga. Que debiera amargar. La espera apagó el tabaco. El viejo toma el tazón y lo maldice. El café abrasa. El cigarro amarga. La ventana le mostraría que el resplandor embellece la montaña. Si volviera la espalda. Al viejo de la cara rota abandonó la noche en medio del tiempo. Aguarda que amanezca. Mientras recorre con la cuchara el círculo del tazón. Con el ojo ahogado en el remolino del café. De la guinda picada recuerda el mal sabor. Entonces le sucede aunque ni tarda ni ocupa. Lo alivia. Lo detiene en medio del círculo. Porque siente el remedio se alivia el viejo. Bebe un sorbo y sale. Le arde una idea.

Coro: Cuando el valle alumbra una idea todo el valle la comparte.

El viejo de la cara rota sale. La idea arde en la frente. El frío no la contiene. Al cobertizo sin volver la vista. Se entretiene allí. Los ruidos dañan la débil claridad. Cuando asoma carga el hombre de paja. De forros y maromas entre los que anidar. La cara desbocada por la gana de vivir. Ese saco de retales. Que esos haces de dedos para recibir la lluvia. De todas las primaveras. Sin esperar la mañana. La cruz de palos no cabe a otro animal. Hasta toma la postura de rezar.

Coro: En nuestras pesadillas los hombres de paja se adueñan de nuestros colores. En sueños de pájaros arde la paja que los llena.

El viejo lo clava en la tierra. Más cerca del guindo que del puerro. Recta la cruz de brazos. Lo medio vuelve para medio mirarlo. Un solo ojo para verse ambos. El viejo de la cara rota saca un cigarro distinto al primero. Lo prende con más luz que el amanecer. Le respira el humo. Entre los surcos de los puerros se vuelve. La cojera no lo aprieta. El tabaco nuevo le sabe a triunfo.

Ahora todo se detiene.

La gana de fruta se guarda.

Unos días se hace el miedo.

Hasta que el hambre lo aparta.

Coro: Al pájaro no espanta el miedo sino el malestar que el desorden levanta. El camachuelo no teme pavores que no aprendió de su especie. No lo espantan figuras dislocadas. No lo aparta del árbol la mirada que ve sino la que sospecha entre la sombra. El viejo olvida que los pájaros no rechazan lo deforme sino lo nuevo. Presentimos en la novedad la prueba de una amenaza. Dejad que la noche cunda y le siga la mañana. Entonces el hombre de paja ya es parte del amanecer. Parte del valle y parte de la vida del valle. Su sombra sigue el círculo de todas las horas. El camachuelo predice su cansancio. El hombre de paja pierde la atención que ganan las guindas.