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La hora marcada por la primera de las estrellas. La pedanía retira la respiración. La lechuza levanta el párpado. Cuando la savia del cedro devuelve el agua a la tierra. Hacia la noche se tiende el valle. Esa primera estrella y el vehículo verde regresan a la hora en que la lechuza despierta. El hombre que cuece el pan llega a la pedanía. Los gorriones no lo esperan hasta mañana. La mujer vive al otro lado de la señal de partida. La cama se apoya en las horas. De la frente brota una maraña de cabello. El sol resiste en el cielo para los pájaros dueños de las cimas. En esos velos de color rosa nada que pertenezca al valle se refleja ya. Esa fulguración última que tiñe el dorso de nuestras alas. La hora marcada por la primera estrella avisa a los que duermen de día. De tan débiles las luces del vehículo verde iluminan de amarillo. El ruido detiene al trampero que partió a media tarde. Echa la mano a los cordeles. Los cuerpos apresados cuelgan como frutos de un árbol sin invierno. Salta al vacío la lechuza. El hombre que cuece el pan barre la frente de la mujer. Respira en el cabello para besarlo. Evita mirar las piernas. Al final pregunta por ellas. Nada de cuanto duele al animal humano me duele. Desprecio esa voluntad que retrasa las decisiones del vivir.

Coro: Al alcotán las intenciones humanas parecen rebaños sin dueño. Al hombre atrajo este desprecio. Admiró al pájaro más certero. Le ofreció brazo y escudo. Después quiso vestirlo como él. En los libros el alcotán domina un bosque negro y áspero. El pico recoge la punta. La uña se curva como obra de compás. La pluma reta al viento. El ojo del lector sospecha en el ojo del alcotán el pavor de las presas. No hay cazador que no despierte admiración y recelo a la vez. Cuando mira al alcotán el hombre es su esclavo.

El coro lo vio. Acabada la tarde maté a la curruca de cabeza negra. Ese pájaro que ocupa los espinos. La señaló cantar en el calvero. Antes nunca se cruzó nuestro volar. Porque habitaba espesas malezas se salvó antes. Algún descuido le aconsejó abandonar la fronda. Creyó vuelto el valle. Asomó al calvero por donde la solana. En el encuentro no evité caer a tierra. La rapidez de mi herida no la libró del dolor. Al poco de levantar el vuelo noté el morir. Quedan plumas de curruca en el nido del roquedo. El viento consigue que vuelen otra vez.

Al pico amarillo bordea un filo negro.

El vientre partido en barras.

El tiempo en el ojo.

La sangre de la curruca en el filo negro.

Mi pico no se afiló para libar en las flores. Ninguna queja puede apuntarme. El vientre del valle engendró mi vientre. Ocupo lo contrario de lo hondo. Mato para que lo demás viva. La curruca vuelve a vivir. El calor de su corazón se perpetúa en mi progenie. Si me alimentara el pan volaría contra los canastos y violaría sus mimbres. Me quiero al lado del vehículo verde. Descender delante de su sombra. Dentro de su reflejo. Esa piel me refleja cuando lo deseo. Para no descubrirme lo espero. En lo que tarda el vehículo verde podría saltar desde el roquedo y beber en el río. Cuanto me deleita es obligación para su descenso. Cuento la distancia que el pinzón debe contar para descubrirme. La sangre calienta mi uña. El rostro del hombre que cuece el pan transparenta palidez y sorpresa. Lo asalta el calor. La mano en la frente. El morir en el boca. El miedo detiene a los que piensan. Si a mi progenie alimentara el pan no se curvaría nuestro pico amarillo.