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Por el camino del aserradero ascienden. La villa dista lo que el sol tarda en desprenderse del horizonte. A trechos se ceden el ato. Sólo por necesidad de compartir se lo ceden. El juego empezó con una atracción. Hasta entonces los tres niños habitaban un páramo al que nada se atrevía a llegar. El libro de los pájaros les reveló el fragor latente en la luz. Coincidían el descubrimiento de las láminas y la verdadera edad que descubre en el color un gozo de la vida. El señuelo de los pájaros los citó. Como un juego entendieron la fatalidad que se urde en los engaños de cazar. Consintieron brotar la atracción que en el animal humano suscita la boca de las cuevas. Cuerda. Navaja. Caja de mimbre. Varas de esparto. Libro de pájaros. Al ato lo envuelve el trapo de lana. El cordel lo ciñe en una sola vuelta. Para que no filtrara la brea los niños guardaron el esparto en el retal de cuero. Mantenía calor y fluidez cuando extendieron la brea. Cubrieron hasta la mitad de las varitas. El cuero retiene manchas de óxido por el envés. El libro aprieta alguna lámina doblada. Como le ordena la premonición de la tormenta la libélula busca otras libélulas. Durante la tarde formaron enjambres avisadas por el peso de las nubes. Los tres niños ascienden sin advertir la nube de resina que desciende del aserradero. El sol iluminaba la villa. Hasta los farallones que aprietan el río alcanzaba el sol. Remolinos de viento propiciaron la sed. Al paso de la estación menguaba la orilla. A media tarde los pardillos cruzan sobre la charca. El vuelo ondulado atrae la mirada de los niños tendidos sobre la hierba. En ellos se confirma la expectación que los trajo. Desataron el ato con el orden de un cortejo. Como el caparazón de los escarabajos brillaba la brea. Una a una el niño de las botas sin cordones despegó las varitas. Al separarlas se descolgaban hilos negros más y más finos. Una a una se las cedía a los otros. Evitan rozarlas con los dedos. Clavan el esparto donde la orilla oscurece el color. Obran sin concebir la responsabilidad de las obras. Aunque el libro no cuenta distancias ellos intuyen el orden más eficaz. Tardan porque el esmero promete una mayor conquista. Donde más suave es la pendiente la brea ha cercado la charca. La hilera de aspas augura resistir. Huele a aceite junto al agua. El bando de pardillos volvía como el polen abandonado en el viento. Disueltos en los prados buscaban semillas de milenrama. Para llegar a la charca la sed guía a los pardillos. El agua refleja la nube verde que anticipa la tormenta.

Siempre una nube verde.

Verde que cae marrón.

Luego el azul ensombrece la tierra.

Luego la tierra muda a verde.

Coro: Aunque inertes los pájaros del libro viven una existencia propia. El tiempo merma en la lámina el contento de los colores verdaderos. Los parajes que los retienen se lavan en una niebla seca. En algunos el rasgo se deshace en pluma agradecida al pincel. Sólo los nombres albergan una nítida distinción. Gracias a la palabra los pájaros del libro adquieren la certeza que tanto ansía el animal humano. Porque la palabra los señala se tornan más reales que los lugares del valle donde jamás se ha posado un nombre. Hasta nos fuerzan a distinguirnos entre nosotros. Pero a los pájaros se nos impide distinguir entre lo verdadero y lo imaginado. El eco que devuelve la montaña nos parece otra voz. Del miedo nos cubrimos contra el tronco del árbol. Damos a cuanto sucede el valor de lo que hemos probado. El coro de pájaros no canta la palabra ficción. El libro dice cuanto sucede. Ninguno distingue el engaño. El pájaro se roza con la brea y se traba sin daño. Si pretende el vuelo no lo permite la vara. Luego de intentarlo se rinde. Una vez preso ocúltesele la luz. Algunos pájaros se lastiman contra la jaula.

Los tres niños habían jugado a ser felices. La tormenta se forjó sin ánimo de culpa. La tarde se enfriaba según se enfriaba la sangre de todo animal. El viento agitaba mis plumas esparcidas sobre el barro. Voló sobre mi cuerpo el cordel que desataron los niños. Sobre el libro olvidado caían gotas de lluvia.