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El pozo de nieve alberga un dormidero de currucas. La dulcamara que trepa las paredes del foso lo resguarda del escrutinio del cárabo. A este pájaro que eligió la noche para vivir urge el sueño de otros pájaros. Mientras duermen las currucas acecha el soto entre gemidos. El ojo negro no le parece sino el vacío del ojo. Pocas profundidades se ocultan al cárabo. Pero la oscuridad de la dulcamara del pozo supera a toda otra oscuridad. La curruca duerme entre sus hojas con la paz de las piedras. Nada turba su noche hasta el contagio con que despierta. A la vez que el alba la dulcamara se agita como si la savia ardiera en sus tallos. Las currucas abren las hojas cerradas. Huyen hacia la mañana. A la hilera de castaños asciende el fragor que escapa del pozo de nieve. De tanta urgencia la bandada acobarda al valle. Según el abuelo a las currucas que duermen entre la dulcamara las despierta la ronquera del pozo. Durante el invierno la nieve se depositaba sobre el foso sin tiempo para el deshielo. Con el peso del sedimento el hielo blanco se convertía en hielo azul. En el centro de la estación el sol apenas se asomaba a la boca. Entre las paredes del pozo la sombra helaba la respiración. Que la casona blanca prescindiera de las virtudes del pozo consintió el ascenso de la dulcamara. Después llegaron las currucas. La última vez que el abuelo descendió al foso aún disponía de la eternidad que los niños creen disponer. Los recogedores rompían el hielo en fragmentos azules. Las manos violaban la nieve y la nieve quemaba la piel de las manos. Orzas colmadas se abrigaban en la nieve. Mientras los recogedores descendían al foso cantaban los escalones que penetran la tierra. El frío se entendía como un ciclo de ausencias. Durante la acometida del verano nadie en la casona blanca deseaba el fin del acopio helado. Mis pollos sacuden el castaño al avisarlos el albor. Restos de cáscara permanecen en la oquedad. El valle extrema a sus pobladores mediante ocasos y albores. La última de las currucas abandonó la dulcamara. Cerca del senderillo de entrada al pozo se acompañan el niño y el abuelo. Lindera al paso arraiga la aguileña. Vistas desde lo alto sus flores esparcen junto al centeno una ceniza malva. Pues no cargan recuentos ambos superan el repecho. El sol se asoma por la boca del foso hasta iluminar las hojas altas de la dulcamara. De camino el abuelo exageraba los frutos de la vega y el poder de los murallones. Al asomarse a la boca revive proezas que nunca vivió. La explicación del misterio helado queda atrapada en la profundidad. La memoria del abuelo alterna ausencias y silencios. Del foso recuerda la visión que lo penetró. Recuerda de la nieve el blanco de azul. Del hielo recuerda el azul de sombra. Al final otorga al pozo una parte de la voluntad del invierno. Alguna vez al abuelo le brotan algunas verdades.

Fábulas con sosiego de respuesta.

Preguntas solventadas en la tarde.

Remedios para que retoñe la memoria.

Intentos de recordar las ganas de vivir.

Coro: Como al olvido se asoma el abuelo cuando se asoma al pozo. El recelo hacia la oscuridad no se iguala en otro animal. Al hombre pertenece el miedo a no reconocerse. De ese temor se nos libró a los pájaros. Nos espanta la lluvia. La sed nos detiene. Tememos que se agoten los vientos donde volar.

De vuelta a la casona el nieto se desprende de la mano. Se agacha para ofrecerse una espiga de grama. Por descuido ha rozado la ortiga. La queja manifiesta parte de la quemadura. La piel enrojece. El abuelo echa tierra en la palma de la mano. Escupe sobre ella. El parche de barro al menos distrae. El nieto consiente y confía. Mientras el abuelo habla la sangre arde bajo la piel. Como si deseara aliviarlo mediante secretos pregunta por la cresta del pájaro. El nieto tarda. Escucha la pregunta cuando el escozor se cambia por interés. La cresta de la abubilla. Repite la voz del abuelo con la prudencia que acompaña a las palabras desconocidas. El niño levanta la frente devolviendo la pregunta. El abuelo bendice la ignorancia como una oportunidad para la memoria. Pero un nuevo extravío lo arrastra mientras contesta. Las palabras giran atrapadas en el remolino de una corriente que asciende desde la infancia. El nieto tienta bajo la tela el estandarte de plomo. Escucha y guarda la respuesta en el bolsillo. Que el valle comenzó a desfallecer se probaba en los sonidos del valle. El vigor del enjambre menguaba. También los colores de la vega se sofocaron. El ciclo del hayedo acortaba sus verdes. El niño y el abuelo vuelven a la casona blanca teñida de rosa al atardecer. En su regreso al pozo una pareja de currucas vuela por encima de ellos.