Durante las horas sin ansia del día siguiente el padre y el hijo intercambian las edades. El leñador lo subía al brazo. El niño le rodeaba el cuello. Se acercaban hacia la jaula con los ojos a la misma altura. La mirada me perseguía hasta detenerme. Cada atardecer los tensaba una atracción renovada. Adoptaban los gestos naturales del otro. Durante el tiempo que tardaban en recorrerme ninguno dejaba traslucir quién era cual. Su interés de animales alimentados por la admiración dejó de aturdirme. La costumbre resultó tan fácil de adoptar como cualquier otra inclemencia del valle. Fuera de la ventana se adormece la luz sin ayuda de la noche. A punto de desaparecer el sol la collalba anuncia la luna. Después se inclina el cielo habilitando su amanecer. La luna asoma envuelta en un filo anaranjado. Llegado el momento la respiración de la montaña se amansa. El valle repitió el silencio en un eco sin fin. El leñador prendió la leña. Los rincones desaparecieron. Tras la ventana se confirmaba la noche. A esta hora nada de cuanto acontece fuera de la casa importa dentro de ella.
Coro: El tránsito hacia la oscuridad se inspira en la respiración de cuanto vive. Al final de la tarde el valle cede lo que le sobra. La noche recupera un firmamento donde las estrellas cambiaron de lugar.
El leñador regresa antes de la hora del regreso. El niño salió hasta el cercado cuando los perros se delataron. Después de encontrarse el leñador le prestaba el hacha. Quería subirla al hombro. Caminaron hasta el pozo por el sendero de losas. Sumergieron el hacha en un balde. El padre endurecía la memoria del niño con la propia memoria. Al niño urgía crecer para ganar el mérito capaz de tumbar los árboles. Ya sospechaba la dignidad que el hacha cede al hombro. Porque la tarde mejoraba con el descanso los perros olvidaron el cansancio. Antes de entrar en la casa me descuelga de la higuera. El leñador sopla a través del alambre. Las cascarillas de mijo aletean ante la nariz del niño. Como otros padres humanos recita al hijo nombres de pájaros. Se los describe con colores que envidian a los de nuestra pluma. De cada uno silba un remedo seco y apagado. El niño encuentra en el aliento la aspereza del bosque. Anidé en un abedul entre cuyas ramas el canto de los pájaros hacía vibrar la luz del sol. El nido que trencé acogía escribanos de todos los tiempos. Mis pollos aprendían las medidas del cielo antes de entrar en él. El soto envolvía aquel árbol con la flor violeta de las brecinas. Hasta rozar la montaña ascendían. Algunas noches el abedul se conmovía por dentro. La savia sospechaba la proximidad de la luna. El atardecer en el abedul tiembla como la fogata amenazada por la lluvia. No recuerdo ni la libertad. También la tormenta inclinó la flor de las brecinas.
El hacha en el balde.
La madera que vuelve a beber.
La sed del árbol que permanece.
Hasta el fuego en que arde.
Coro: Al volar avanzamos hacia la madrugada. Restamos a la oscuridad el tiempo que la noche obliga. En el vuelo de los pájaros se desborda el privilegio que los peces disfrutan. Vuelve a complacernos cada vez que nos ofrecemos al vacío. Los vientos que trasladan las estaciones nos ayudan a revivirlo. Disfrutar esa ventaja nos impone nacer y vivir a la vez. Luego de nuestro primer vuelo el nido en que nacemos queda vacío. El vuelo original nos dirige hacia la madrugada que siempre comienza. Cada pájaro desea un cielo donde las estrellas brillan de día.
El leñador silba melodías para que el niño aprenda a silbármelas. Y cierra un ojo. Y curva la ceja. Y en el aire prende la nota de un ruiseñor de corcho. El empeño del leñador me traspasa como la luz que atraviesa la jaula.