Próximo a la charca pasa el camino que sube hasta el aserradero. Lejos de la villa lo inclina el repecho adelantado a la ladera. Tampoco alivia al camino hundirse entre los taludes de tierra que siguen. En una de las orillas cunde en hilera el cornejo. Las flores más tempranas asoman como anuncio de la estación nueva. Bajo las flores del cornejo anidó el chotacabras. La pareja de huevos se manchaba como si los cubriera el musgo seco. Los pollos del chotacabras los rompieron antes que el cornejo floreciera. Crecieron envueltos por nubes de serrín. El viento que resbala por la pendiente los cubría con el olor de la resina. Al atardecer el ruido del aserradero se detiene. El chotacabras baja hacia los pastos donde pace el ganado. Con el ansia que les nace por volar los chotacabras jóvenes se entorpecen. Después de agotar el vacío conquistan saltos incapaces de levantarlos. Les falta descubrir las capas que sostienen el aire. Las paredes del talud los salvaron cuando el camino hacia la villa se volvió cauce.
Cuando la lluvia empapa la tierra.
Cuando la lluvia inclina la hoja.
Ni la piedra.
Ni el árbol se opone al agua.
Al cambiar de estación la charca mengua y oscurece. Durante el retroceso la grama se cobra la orilla. Algunos veranos desaparece. Una costra blanca de greda ocupa el lugar. El círculo de verdín recuerda dónde se hundía el agua. Con las lluvias nuevas la charca recrece. A todos se ha probado que la charca no cuenta edad. Nace y muere con el ciclo de las estaciones. En tanto el agua permanece sirve de aliviadero al pastor. El barro retiene el paso del ganado hasta que la lluvia desfigura las huellas. Hasta que el viento deshace la orilla en polvo de greda.
Coro: Entre todas las hambres la del agua se padece como fuego.
La sed que me atrae hacia la charca nos pertenece a todos. Antes de mi llegada el pardillo también bajó a beber. Tantos que el bando ensombreció el agua. La ladera. El bosque de hayas. Los murallones de roca. La copa de los tejos arraigados sobre capas de cal. También se refleja la cornisa de nubes que asomaba tras la montaña. Los tres niños se tendieron en el herbazal. Apretándose contra la tierra se ocultaron. Al tábano excitaba la cercanía del agua. La tarde adelantó su despedida como si evitara cuanto iba a acontecer más tarde. Según el libro de los pájaros conviene el declinar de la tarde. Bandos de pájaros frecuentan bebederos antes de ocultarse para la noche. El niño de las botas sin cordones descansa la barbilla sobre el brazo. Los otros dos niños son iguales como los pollos del chotacabras. Se hablan con la voz retenida. El zumbido se detiene por un instante. El silencio que sigue acoge la grandeza del valle. Uno de los iguales siente quemarle la corva. Grita de dolor y de rabia. El manotazo aplastó al tábano. Cayó a la hierba quebrado por la mitad. La picadura ardía en su punto de fragor. El niño de las botas sin cordones escupió a la rojez. La hinchazón los asombraba antes de asustarlos. Pero la voz mandó callar. El dolor desaparece porque lo calma la emoción. Los pardillos bajan a beber. La charca refleja el quiebro del bando. Canta mientras vuela como si lo compusiera un solo pájaro. El sol traspasa aún la superficie del agua. Del aserradero desciende el olor de los abedules recién cortados. La resina viaja en invisibles velos. La respiración se detiene mientras beben. Cuando se sienten colmados un pardillo levanta a los demás. El bando nada sobre las nubes del agua en su retorno a los cultivos. La tarde aceptaba cuanto sucedía.