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Ofrezco a los hombres estampa de animal bello y secreto. Del paraíso que sus tradiciones repiten evoco esa noche más estrellada que las demás. Mi figura de pájaro único ayudó a desear mi presencia. En mí se reaviva la atracción por el misterio. Admirados que ya me disfrutaron renuevan el elogio al verme en una nueva vez. Pues ninguna admiración se acostumbra a la abubilla. Convino a mi especie deshacer aquella fama. Me alié con el hedor. Hago que mi progenie nazca entre la náusea. Los cultivadores de grano recelan del árbol donde anido. Rechazan que su sombra cubra la espiga que dará de comer. Mi nido ganó la fama del olor con que evito al intruso. Pues de la vida mi nido evoca el aliento. Porque la vida comienza a pudrirse desde que nace. Pero mi pluma ofrece aspecto de animal cantado en fábulas. Vuelo de culebra y alas de mariposa. Negro en rosa de blanco. Mi nido cobija el recuerdo que tanto anhela quien olvida. Para que lo respetara el paso de las estaciones lo recubrí con el desecho del tiempo. Siempre del lado donde se revoca el viento. El rostro del niño demostraba que no lo detendría el hedor. La tormenta se adelantó a su venida. Quedó el silencio amanecer tras la última descarga del rayo. En los campos de centeno la lluvia devolvió a la tierra el fruto de la espiga. La crecida arrastraba las larvas negras del tábano en oleadas rojas. La espadaña asomaba por encima del cauce como capirote de avefría. Después que la tormenta pasara la mañana ordenó al valle. Cuando llegó el niño la orden se disponía a adelgazar las capas de lodo. Trepó al árbol a pesar de la corteza húmeda. Un rastro de musgo verdea la ropa blanca. El niño se asoma a la oquedad. Busca recordando palabras. Descubrió el reflejo del esmalte entre pelusas. Cantad si fue el hedor del nido lo que cortó la sonrisa del niño.

Coro: Dudamos si cantar la palabra sonrisa. Nos confunde la culpa que la abubilla arrastra. El intercambio de las estaciones no le corrige la extraña estampa. Como toda mutilación su aspecto de animal inconcluso turba al hombre. Una anómala influencia le atribuye. Quizá porque los lugares que la abubilla acostumbra se pueblan de ruinas humanas. Quizá porque acomode su nido con hebras de sucesos pasados. Pero cuando el niño trepa al castaño no lo aturde el hedor que difama a la abubilla. Un ansia que los pájaros evitamos lo atrae. Aupado por esa resolución que los hombres llaman corazonada sólo la eficacia que los hombres llaman realidad opuso su impulso contrario. El niño cae porque la vida siempre acaba descendiendo las laderas. Antes o después el valle nos deposita en las aguas del río que lo atraviesa. Como el vacío nunca pertenecemos al lugar ocupado. La muerte del animal que acaba de nacer adelanta horas comunes. El coro de pájaros no canta la palabra sacrificio. Las tormentas jamás regresan al mismo valle. La última fue diferente de la próxima.

La vida aún por ascender apenas vivió la altura del castaño. Aunque hombre el niño cae con la misma fatalidad que el pollo implume. Cuanto cubre la vista durante la caída todavía pertenece a la mirada. La tierra del camino recibe el cuerpo como una hoja esperada. Pues nadie hubo para escuchar no se escuchó el golpe. El silencio que sigue dura un siempre blanco. El bolsillo escondía la enseña de plomo en posición de derrota. También los tallos de centeno se tumbaban como cuerpos sin raíces que los sustentaran. Bajo los remolinos de espigas la gleba sorbía el agua última. La cola de la tormenta hostigaba el azul del cielo. El campo de centeno llamaba a la desolación. Apenas el hayedo se atrevía a brillar. El mosquitero cantó para anunciar que la vida seguía. La joven de ojos grises se retira sin evitar el sonido de los pasos. Por olvido los hojaldres se desmoronan en la bandeja. El niño columpia los pies. El abuelo duerme con la mano en el bastón. Cuando comienza a espigar el centeno alcanza la segunda muesca. La sombra de las columnas se ha fundido en la oscuridad morada. El canto del mosquitero trazó a ráfagas el camino hacia la casona. El enjambre regresaba como si lo llamara el colmenero. La noche inminente acariciaba el centeno sin que nada lo impidiera. A punto de dorar la espiga el centeno sobrepasa la cintura del niño. El recelo no pudo retenerlo. Una emergencia lo saca de la galería y del resguardo. Indaga a lo lejos donde encuentra la hilera de castaños. Semeja una pregunta que se asoma a un cultivo de horas. Vestido de blanco. Pues el abuelo duerme me descubro en el cielo. A mi paso oculto las estrellas que aún no brillan. Una estela ondulada me sigue. El hayedo queda atrás. Ni pereza. La muerte del animal humano nada inquieta al resto de animales. Alas de mariposa y vuelo de culebra.

La noche apaga los colores de la vega.

Como una vejez los ensombrece.

El recelo que despierta con la noche.

La vejez que a todos espanta.