Aunque aún nos separan estaciones el viento que anega el valle ya partió hacia nosotros. Una costra de hielos tan profundos como blancos lo engendró. En un principio lo retuvo el peso del propio frío. El sol de mañanas sucesivas lo volvió ligero y nítido. Actuaba en él la atracción de los lugares desocupados. Mientras viajó el viento rozaba la superficie de mares a los que nunca llegamos los escribanos del soto. Acarreaba espumas que se edificaban unas sobre otras en capas de desigual espesor. Al llegar hasta el valle el viento giró sobre sí y mostró su perfil de colores azules. Y la lluvia. Y el trueno. Y el presagio. Por la mañana el leñador saca la jaula al sol. Colgó la anilla en el desgarro de la higuera. Se asomó al cajoncillo de semillas y lo sopló. Luego marchaba como si le apeteciera la soledad que el bosque esconde. La jaula se balanceó mientras sus pasos marcaban la distancia de losa en losa. En el cerco de la ventana la red conserva la dureza de la noche. La araña rayada prefiere no descubrirse. Al silencio sólo lo turba el paso del leñador. Antes de alcanzar la cerca de lajas se inclina hacia el pozo. Mide la hondura en el reflejo del cielo. Se sirve la cantidad que vale de provisión. Después de respirar en su boca cubre el brocal. Va con el hacha al hombro. Por la vereda que asciende la montaña ascendía el leñador.
Cuando un hombre entra en el bosque.
Cuando un hombre abandona el camino.
Cuando un hombre vela la noche.
Cuando un hombre se muestra a la lluvia.
Coro: El hombre que entra en el bosque hunde la huella de un animal extraño. El hombre que abandona el camino inaugura en el valle un nuevo camino. El hombre que vela la noche olvida que el amanecer no lo espera. El hombre que se muestra a la lluvia desea florecer tras el cercado que protege su locura.
El niño dormía en la casa. Sin anuncio el herrerillo hace suya la higuera. Aunque sacude el aire consigo trae silencio. El intenso azul de las alas lo engrandece. El herrerillo se descuelga por un brote joven. Lo atrae el envés de una hoja. Por un instante desaparece tras ella. Cuando vuelve aprieta en el pico una larva de pulgón. Mientras la devora me descubre. Su extrañeza rechaza abandonar la rama. Lo confunde la jaula y mi resignación a habitarla. Al crujir la puerta el herrerillo se previene. La salida del niño lo espanta. De la cola a la cabeza le brillaban todos los azules del agua cuando el agua brilla azul. Ni la rama de la higuera sintió haber perdido su peso. Cantó mientras volaba. El herrerillo cantó que el valle es tan extenso que despliega varios crepúsculos antes de oscurecer. Cantaba de una mujer que recogía los higos antes de reventarlos el dulzor. Más lejos cantaba que no lo atraen los árboles que ceden la hoja al invierno. El niño camina descalzo sobre las losas de piedra. Porque no me alcanza se le cambia la sonrisa por una mueca de fastidio. Un último canto del herrerillo llega en intervalos más débiles. El valle se dispone para la mañana. Y ocupo lo que la sombra del musgo. Y me distingo como una llama en la cueva. Y el brillo de la pluma me hace más ligero. Rozando el alambre bato mis alas para recordar el primer vuelo en el soto.
Coro: Por imposible el canto del escribano se vuelve recuerdo. Agita las alas y pretende volar. Pero el aire que traspasa el alambre no lo impulsa. El escribano regresa al nido que lo acogió.
El hijo del leñador se adiestraba en distinguirme los colores. Alentado por el asombro me mira como la primera vez. Más atento que nunca recorre con la mirada mi ceja parda. Los ojos reflejan la luz como lunas negras. La nariz roza el alambre. Todas las tardes cuando la hora se oscurece con el mismo presagio se oscurece la casa. La desaparición del valle enfría el vidrio. La red de la araña cede su tensión. Al principio de la noche los árboles permiten que los cubra el reposo.