24

Se creían solos porque el amanecer se rezagaba. Al chascar la rama descubrieron que el valle entero los acompañaba. Como de haberse cortado la luz del relámpago. La promesa que los trajo se les oscurece. El de abajo aún apuesta. El de la rama duda sabiéndose en riesgo. La rama del guindo cruzaba al otro lado de la tapia. El cesto recoge las guindas que el furtivo lanza. Dentro cayeron las mejores. Entre la hierba se pierden unas parejas. Las desprecia el de abajo porque teme mayor pérdida. Alguna picada y otras sin el brillo del azúcar. A ninguna rechaza la hormiga. La rama quebró cuando al de arriba apetecía una guinda más alta. Más fina la piel. Más dulce la promesa. Pero la rama quebró y el aviso se extendía hasta cubrir la vega. Como el agua que rodea la piedra en el cauce. El chasquido llegó hasta el sueño. De tan viejo que no duerme. Lo levanta del catre. Que ni duda ni espera. La noche en que nacía el viejo la lluvia inundaba el valle. La madre y la tormenta concordaron los vientres. El dolor más limpio al verterse el agua. De la noche quedó el barro ahíto de semillas. Entre el lodo la mies se pudrió para las próximas cosechas. La estación vuelve sin recordar las tormentas que provocó. El guindo las cuenta como ladrones que descuelgan la fruta. De la villa llegaban guardándose el cesto a la espalda. Para no anunciarlos el camino pisaban la hierba. Imaginaban que todo también callaba. A pesar de la hora. El valle siempre tiene dispuestos sus ecos. Y el viejo de la cara rota no duerme. Cuando el de arriba pisa la rama. Como a la luna pretende la mano alzada. Que la rama rompe. El chasquido parece de hueso animal. El viejo no duda. La saña en la voz parece un viento natural. A través de los surcos la cojera no le impide. Arrastra la espalda encorvada. Como para defender la vida levanta la vara. La voz ya grito. La frente le mana. Se acabó la apuesta. El furtivo saltó. Vuelo en la misma dirección. Espantado hasta el velo del amanecer. La vara del viejo. El grito ya fiebre. Ni la garra del cernícalo en la veleta. El campanario empezaba a descubrirse. El viejo de la cara rota ha herido la madrugada buscándolos. Clava la rodilla sobre la tierra mientras recoge la fruta. Los ladrones corren hacia la villa. El centeno no los frenó. Las rodillas les suben a la cintura. El valle calla para que a todo llegue la burla. El viejo se empina para verlos huir. Promete quemar el sol. La fruta que cayó del guindo se abandona. A mediodía la descubro. La hormiga la adora. Antes que el viejo la encuentre pico la carne. El color le brota dulce. Esta frescura nutre al valle. A la soledad del viejo. La pierna dolorida. Bajo el guindo aún se tumbaba la vara de espantar.

El verano feliz sigue a la primavera más fértil.

Al camachuelo atrae la fruta caída.

No le cansan el sabor ni el agua de la guinda.

Pero el cernícalo sabe dónde cayó.

Cuando el cernícalo bebe la mirada turba el fondo del arroyo. El viejo y el cernícalo gastan un mismo ver. El iris amarillo que espanta al reflejo. El mirar sin nombre. Hábiles para quebrar la esquina. Uno por inmóvil. Otro por viejo. Por solitarios ambos. Setenta inviernos me oculté de esa mirada que acorta la altura y la calma de los descuidados.