En la oscuridad el cárabo ve con un solo ojo la mitad de la noche. El sentido de la paciencia le basta para penetrar la mitad restante. La tormenta lo retiene junto al tronco del árbol. Hacia lo alto los murallones de roca. En la solana se atreve a florecer la biznaga. Junto al nido de piedras del lirón. La lluvia impide al cárabo cebar a sus pollos. De puntas negras. Contra la rama aprieta la garra. Reserva la uña entre las grietas de la corteza. Para cuando escampe. El cárabo aprendió cuánto se demora el lirón durante las noches de tormenta. Devuelto del sueño del invierno. La dulzaina del viejo atempera las noches. El valle lo consiente. Que tanto atrae al cárabo. En la noche aleja su soledad. De los años que la dulzaina suena entre las tormentas. La madre del viejo apretaba una mano. Su otra mano aprieta. La tormenta se orilla a la cama instantes antes del parto. Se adentra en el vientre de la madre. La mujer se estremece con el trueno que estalla en su seno. La cama tiembla durante el estertor de la mujer. La noche en que nace el viejo de la cara rota el trueno ilumina la espera del cárabo. Con medio mirar. Que aguarda la escampada. El agua de lavar se teñía de rojo. La luz que despide la ventana no aparta la lluvia. El hombre cubre los brazos después de lavarlos. Tronó de nuevo en el vientre pero la madre ya no sentía dolor. Los pollos del cárabo se acomodan entre vellones y ramas. Por habitar en el árbol la lluvia no los empapa. Ni el resplandor del rayo penetra en la oquedad. De sábanas frías. Tan ásperas como vientos de arena. El llanto del que nació cruzaba de lado. El rostro implume se le quebró al abandonar su huevo. A este que nace le pico la guinda.
Cuando el valle se silencia.
Dormidos en el trance de la espera.
Cuando el trueno encadena llamadas.
La tormenta se apodera del sueño.
La cara que nace mira media vida. El hombre de la manga levantada. La mujer que se abraza las manos. El grito imitó una dulzaina sin agujeros. Una mala música para toda la vida. La media mirada. La media cara que la madre ya no ve. Setenta noches la tormenta se apoyó sobre el valle sin volver a inundarlo. En la salida de la primavera las lluvias se sienten derrotadas. Entre tormenta y tormenta el valle brota aún más virgen. Como si no hubieran de regresar. La tormenta vuelve a nacer luego de quebrarse la cáscara que la encierra.
Coro: Al nacer trae consigo el hijo humano la tormenta en que pare la madre humana. Rompe el hombre su huevo con eco de trueno. Ninguna hembra de pájaro padece el dolor que empuja a nacer al animal humano. Tampoco el coro de pájaros canta la palabra regazo. Ni afecto. Ni pasión.
De otro mandamiento. El valle encerró a la madre de las abejas. Un mandamiento que obedece el vientre. Que nunca bebe en las flores de la correhuela. La madre camachuelo templó mi huevo aliviada por los brotes del guindo. Setenta estaciones me cedió su calor. Y nacer porque el calor lo exige. El pecho rosa se me tiñó con el reflejo de la guinda. El colmenero asciende por la trocha del arenal cargado de su ahumador. Ha cruzado al viejo de la cara rota sin cruzarle el saludo. Hacia arriba. Hasta abajo. La trocha del arenal se cubre. La correhuela bebe en la tierra. De invisibles abejas. Atrapaban la lluvia en cavidades de polen. Agua dulce para vivir. Como el aire dulce que por el agujero de la caña escapa. Al fin la tormenta obedece. Hacia el destino del río. Huye como por orden del albor. La dulzaina calla para despertar. El valle amamanta una nueva criatura. El erizo ya no volvió tras la noche a las galerías del arenal. Apenas sobresale su cadáver entre el barro. La media mirada del recién nacido despide a la madre sin verla. Como las hijas de la madre abeja.