Uno de esos vientos que endulzan el frambueso arrastró la niebla. Al otro lado de la montaña el cielo se insinúa con vigor de días atrás. Amanece una claridad espesa pero azul. Cuando el sol recupera la ocasión. El valle respira como si lo abrigara el aire. Para alivio del hombre que cuece el pan la niebla se deshizo antes del alba. La lechuza regresó al cedro. Los pollos se removieron. Blanco el plumón como la luz del mediodía. La carne de lechuza que alimentara mi progenie. Algún último vapor arrastra residuos de ceniza. La propia tormenta sofocó el incendio que provocaron los rayos. El olor a árbol quemado se mezcla con el olor del lodo. El agua vertida durante la noche se embalsa bajo la tierra. Vista desde el cielo la lluvia sin sumergir se concentra en balsas con forma de gota. El vehículo desprende humo gris. El frío de la mañana lo blanquea antes de deshacerlo. El hombre que cuece el pan arrastra inquietud desde la cama. Se descubrió en la plaza sin calor en la frente. Cargó el vehículo de desgana. Lo fatigaba el presentimiento del cansancio. Pliego las alas. Penetro en la corriente que enfría a la ladera. Alcanzo el vehículo verde. El hombre que cuece el pan conversa mientras desciende solo a la villa.
Al sol no afecta la fiebre del hombre.
Al árbol no se le pudre el aliento.
Al alcotán no lo delata el sudor.
A la niebla se le ablanda el canto.
Esa prisa. Esa ventaja. Al descender el vehículo verde la pista se estremece. Hasta piedras como huevos despide a su paso. Las mayores ruedan pendiente abajo. Capas de hojas muertas las detienen. El hombre que cuece el pan desconoce el malestar de la pendiente. El brío que empuja al vehículo verde no se debe a un peso natural. La imagen reflejada sobre el metal desvirtúa la realidad que atraviesa. Su ruido de cascada seca engaña al bosque. Que la montaña expulse su paso conforma los deseos de la pendiente. Pero esa prisa me aventaja. Al agotarse la pista me quiero parte de ella. Que el coro de pájaros no me culpe si busco entrar en el descuido del pinzón. Tampoco los gorriones de la pedanía tardan en abatirse sobre la miga recién cocida. Ese corazón caliente. Esa ventaja caída de entre el mimbre de los canastos. El empedrado de la plaza retiene el color verde de la niebla gris. Sobre las piedras el gorrión pica la miga. Al concluir la pista pica también el pinzón. El grano que la tormenta sedimentó. La prisa del hombre que cuece el pan me adelanta. Si a la prisa obliga el infortunio humano a mi ventaja ese infortunio sirve. Ninguno desconocéis la necesidad del alcotán. Quiero herir sin recordar a quién de vosotros hiero.
Coro: Durante la vida se autoriza la conveniencia de la muerte. Que el alcotán apunte al pecho del pinzón. Que el pinzón se obligue a descuidarse. El coro de pájaros no canta la palabra arrepentimiento.
En la muerte del pinzón lamento la mía.
En la caza del alcotán temo a la vida.
Envidio la uña del alcotán para ser temido.
Quiero abandonar la página donde canto.
Coro: En el libro de los pájaros volamos un cielo de azules que ningún mediodía despliega. Con torpeza los pintores de pájaros imitan las luces del valle. El alcotán carga en su dorso el color del frío. El libro de los pájaros lo pintó con un rasgo pobre. El pecho del pinzón se mancha con un rojo para el que no existe tinta. La uña del alcotán lo vierte.