El resplandor del sol sobre el centeno anuncia la señal. La joven de cabellos rojos descorre la tela. Abre la ventana y canta al valle las horas de la mañana. El valle responde aceptando su canto. La collalba vuela sobre las olas del río. La cojugada arrastra una porción de estiércol. El bisbita acorta la distancia hasta el hayedo sin dejar de cantar. La casona blanca despierta. A la oquedad del castaño aún no asoma la luz que despierta a la casona y al valle. A nuestra mañana se consiente retrasar la vida. Mi especie escogió el privilegio de la pereza. El día de la abubilla llega con retraso. Se demora a través de los conductos de la noche como una savia espesa. Al nieto contenta el enfado. Más satisfecho cuanto más lo reprende la joven. Se tapa bajo la sábana. Se esconde bajo los párpados cerrados. Solo cede abrirlos cuando las cosquillas lo vencen. En un golpe la joven levanta la sábana descubriéndolo. El azul ha huido de la estancia. La luz se rompe contra la pared en porciones blancas. En este ímpetu más se escucha dentro el canto de los pájaros de fuera. Del bisbita el sabor a escarabajo. De la cojugada el sabor a grano. De la collalba el sabor a ciempiés. La joven de cabellos rojos cantaba con dulzor de fruto. El privilegio del niño imitaba el de la abubilla. Con los ojos abiertos retenía la desgana. Durante el despertar alargaba la orilla del alba. Hasta que pisó descalzo sobre la madera no sintió el día. Entre los rebujos se olvida la figura de plomo. La joven levanta la enseña. El nieto la reclama con enfado.
Los deseos se endurecen con la fuerza del soñar.
De los sueños escriben cantos los más despiertos.
Despiertan los locos cuando sueñan.
Escriben sueños los que velan horas de espera.
El canto aurora de la mujer iluminaba el convite. El niño recogía la luz del salón. Como años atrás hasta que apareció el abuelo. Tan alto blanco el traje. Tan viento muro que no parecía senil. Hasta que los convocados destacan la enseña en la solapa. La mujer calla el canto. La ternura falsea el aprecio. A punto de derrotarlo. Lo rescata el niño que apura la edad antes de olvidar el color. El abuelo consiente que desclave la figura. En esa concesión se envidian los demás. La manos pequeñas hacen más grande el estandarte. No lo supera mejor reclamo. El niño olvida las promesas. Rechaza los halagos. Se le enfrían los besos nada más rozarle la mejilla. El niño se dispone para conquistar la madurez. Antes lo llamó el misterio del castaño. La mancha de musgo se asomaba hasta el borde de la oquedad. Por la tormenta revivieron sus verdes. La sombra protegía el nido oculto en el fondo. Sólo el esmalte se atrevía a descubrirse a una claridad curvada. Desde donde nace la abubilla. Cayó con la ropa manchada.
Coro: Nuestro primer vuelo arrastra deseo y temor. La hora del intento señala una sola dirección. El pájaro que abandona su nido iguala la determinación con que avisan los sueños. La palabra y el vuelo ahondan el riesgo de vivir. Al cielo ascienden propósitos. Cuanto toca tierra se muda en realidad. Ninguna consistencia iguala la del vacío. La creación del valle separó medidas y secretos. Una estación los funde para siempre en la forma de certezas. Este coro de pájaros no canta la palabra suerte.
Rojo de gleba roja. Oro de espiga dorada. La enseña se enfrenta al jabón. Pues las preguntas lo inquietan el nieto araña el reflejo. La espuma le ablanda las uñas. Ni la tierra ni el oro prende con ellas. El color triunfa bajo el esmalte. El niño llama ya a la edad humana que olvida los colores para siempre. Hoy el baño inaugura la mañana. La luz aviva las flores pintadas en las paredes. La joven de cabellos rojos canta entre los pasillos. El valle responde devolviendo el canto de los pájaros.