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Y el brillo del hacha untada de aceite. Y la mirada hacia lo alto midiendo la distancia de la caída. Y la piel de corteza sobre la corteza del árbol. Por donde asciende el sendero de la hormiga roja apoya la mano. Palpa la vertical que se dispone a tumbar. El leñador acerca el oído. Calla una fracción mientras encuentra el corazón del abedul entre los sonidos que completan el bosque. Un latido le llega de anillo en anillo. La onda ha durado lo suficiente para que el leñador midiera espesores y durezas. Se aparta y eleva de nuevo la mirada. Las copas se enredan como hebras de vapor. El leñador rodea el árbol. Al detenerse demuestra descubrir la inclinación que facilita a su hacha. Esta vez se apoya con fuerza y lo empuja. El temblor recorre la vida que habita el árbol. De la galería huye la abeja de la madera. A la crisálida del escarabajo se le agita la incipiente coraza. El pulgón olvida calmarse en la savia. Hasta la tierra bajo el abedul se resiente cuando el leñador apoya la mano. Otra mañana abatió el nido más alto. Se apoderó del fuego que duerme en el árbol. El fragor de las ramas no lo avisaba. El leñador no imaginaba que el valle entero percibía su apoyo en el árbol. Su sangre calentaba la corteza. Penetraba en el abedul el calor humano. Teñía de rojo la savia blanca. Lo recorrió hasta alcanzar las ramas bajo el cielo y la tierra. Ningún animal del valle muestra la fuerza capaz de abatir la fuerza del hombre.

El escribano añora la mansedumbre de los árboles.

El escribano añora la protección del soto.

El reflejo azul de la endrina.

Añora que el viento le peine la pluma.

La atención del niño se opuso al trasiego del mercado. El leñador cruza indiferente a nuestro bulto y a nuestro tiempo. Ni la sombra del toldo lo atrae. Sigue al pensamiento que se le adelanta. Le cuelga sobre la espalda una hatería recién sumada. El niño se le sujeta a la mano que en el bosque levanta el hacha. Al leñador la mancha del sol le corta la frente. Se han detenido cuando uno de los pájaros grandes ha cantado para que todo el valle atienda hacia nuestras jaulas. El momento anterior a ese momento desapareció como una espiga sin fruto. El viento había cruzado bajo el toldo. A la vuelta me levantó la pluma del pecho. A pesar de la prisa que lo arrastraba la mirada del niño se demoró en mi jaula. Creyéndolo perdido el leñador se detuvo. El niño levantaba el brazo. Me señaló como si me hubiera encontrado. Mi pluma verde y amarilla guardaba la luz del soto. Y lo pide con gana emergida de un descubrimiento. Y me dispara una mirada más certera. Y me da nombre como si me compartiera desde siempre. Después de descolgarme el trajín del mercado volvió a escucharse.

Coro: Los niños y los pájaros comparten el secreto que reduce el valle a una emanación de la luz. A ambos los despierta la mañana con la promesa que compensa la noche pasada. Las ramas donde se buscan el niño y el pájaro se enlazan en primaveras comunes.

Detrás queda el mercado. Hacia delante se curvaba el camino. Los murallones de roca se deshacían sobre la vega en una pedriza gris. La ribera se hundía justo al rodear la villa. Según el camino ascendía se callaba el martillar en los tablones. Los villanos levantaban un campanario en torno al cual centrar la vida. La obra dispuso la sombra de marcar las horas. Por el eco que se devuelve supongo la largura del puente. El agua del arroyo suena a batir de metales. El álamo le bebe en el talud de tierra. La casa del leñador aparece protegida por una cerca. La pendiente del bosque baja hasta la leñera. El niño pasa un dedo a través de la anilla. Le apetece que la jaula balancee al paso del ascenso. Una rama pobre ofrece un balancín más pobre. El puente ennoblece tan poco arroyo. Nada denuncia la amenaza que lo desciende. Las guijas brillan bajo el agua como una apuesta del sol. La umbría bajo el álamo les devuelve sus colores de pastizal. La cuerda aún abrazaba el árbol días después de la tormenta.