Por acción del tiempo las páginas endurecieron. Tomaron el color de la resina y la fragilidad de los hilos de araña. Las tapas de cartón cerraban el libro. En el centro se colocó el cromo que paraliza una escena del valle. El petirrojo se arroja tras el insecto. El esmero del pincel se concentra en la pechera roja. Supo del libro en un momento de soledad. El niño de las botas sin cordones cumplía esa edad a la que tientan los libros. En este descubrió la vida del valle a través de los colores. Las láminas concentraban el diálogo que al niño retenía sin percibir el paso del tiempo. Tantas estampas de pájaros como instantes de vida. Tantos instantes que el libro aturdía como si el valle se le abriera en las manos. En cada lámina el trabajo del pincel repetía porciones de una realidad antes desapercibida. Una extensión de la edad se le prometió. Dispuesta en lo más inmediato como una fuente de libertades. Página a página el libro cuenta las razones con que se ordena la lengua de los pájaros. Al principio el niño de las botas sin cordones explora los colores. Ocre. Verde. Cárdeno. Azul de genciana. También azul de blanco de nieve. Poco tarda en descubrir los pájaros como una combinación de fragmentos. Las diferencias que las láminas pintan le desvelan las diferencias del valle. Rebasada la admiración por el color se rinde al aliciente que deparan los trazos. La cresta. El obispillo. El capirote. La cola escotada. La garra de cuatro dedos. El niño sintió urgencia por recordar. Como si temiera extraviarse quiere fijar el camino que tiende tras de sí. Avanza las páginas cuando se serena la exaltación que cada lámina prende en él. Pronto lo vence sentirse en el principio de una distancia sin horizonte. Colmada por el detalle de las láminas la mirada confunde rasgos y contornos. Al fin solo las palabras devinieron útiles. Descubrió en el nombre de los pájaros la forma última para recordarlos a todos. Unas páginas más adelante la memoria se abarrotaba como un posadero de pájaros al atardecer. Decidió volver atrás para aprender las palabras que los atrapaban. Chochín. Collalba. Alzacola. Esmerejón. Vencejo. Roquero. Las tapas de cartón se apoyaban en las rodillas. Levantaba las láminas con la misma levedad que el aire vuelve las hojas de los árboles. Algunas se plegaban unidas antes de separarlas con los dedos. Hasta el declinar del sol los pájaros del libro llenaban la tarde. Los nombres recién descubiertos quedaron atrás como huellas de una aventura. La sombra remonta la tapia. Hace rato que cubrió las losetas del patio. Nadie lo acompaña. Al liberarse las páginas desprendían olor a cueva. Otra lámina se desvela.
Otra lámina más señalada.
Salpicada con astros.
Con astros de humedad.
La lámina donde posa la lavandera.
La lámina me dibujaba sobre un montículo de piedras. Algunas espigas secas intentaban rebasar mi posición. Otras se vencían hacia donde apunté la mirada. Al lado se escribía el nombre que me señala. Y más al lado continuaban letras menores. Que cante el coro lo que dicen junto a mi nombre.
Coro: Vuela con la ligereza de un pensamiento. Le es propia la virtud del quiebro. Su pluma es leve como copo de nieve pero recta como tallo de martagón. Sin rozarlas atraviesa las espumas del aire. Deja atrás los lugares donde se desprecia a los árboles. Evita el cielo de los valles que carecen de azul. Cuanto ennegrece la nieve espanta su invierno. Que su menudo tamaño no rebaje el valor de su especie. La lavandera nunca necesitó la compañía de otro animal.
Lo que decían velaba el paso del tiempo. En las rodillas se marcaban las huellas del cartón. Las losetas del patio se fundían con la tierra oscurecida. Ya no quedaba luz para la tarde ni para el fragor de las láminas. El niño se rascó los ojos. Puso cuidado al cerrar el libro de todos los pájaros del valle. Las últimas páginas decían juegos de caza. También se decía un nombre junto a cada trampa.