Hasta la sombra de los frutales rejuvenece al volver la primavera. Cuanto brota en la huerta. El viejo de la cara rota junta oficio. De tiempo. Se abastece de soledad. Mientras poda. Cuando cava. En el cántico de la siembra que no le suena. Los aperos del pajar se intercambian historias de mellas. Luego de tanta vuelta de azada. Respira la tierra sobre la que el viejo pisa. Se aclara de aire. Como el alga que bajo la cascada respira en la espuma. A la lluvia place vencerse sobre los surcos que cava el viejo de la cara rota. Para su mal el viejo siembra una voluntad estéril.
De soledad y la soledad hiere.
La herida y a la herida nada cura.
Le nace la voluntad como herida.
Es la voluntad del viejo una herida estéril.
De ese dolor no se lamenta. Aunque la herida quema como ascua el viejo vive en una niebla fría. A nadie consiente ver hacia dentro de él. Si no lo cerrara esa herida la huerta ofrecería frutos de amistad. Harta de mañana y estremecida de calma. El viejo lo trata para que el guindo críe sin pereza. Aprendió de la estación los cuandos. Para que a la huerta le verdeara la hoja. Los tallos medidos. Se le llenan las vainas. Al final de la estación los frutos se estorban para ocupar la rama. Hasta le sobra lo que guarda.
Suya la sombra.
Suya el agua.
Suyas las guindas dice.
Y la verja también.
A la verja entierra la alianza entre el espino y la hiedra. Ni el viento puede. Se levanta por encima de las ramas. Fija los postes que la sombra cubre de musgo. Una tabla roja dice con letras rojas lo que dice suyo. También la cadena que la cuelga. Y el serrín de la carcoma.
Coro: Como las extensiones del tiempo el valle se parte en fragmentos más y más pequeños. Cada porción la invade una vida. La vida nace como si mereciera nacer. Una vez en el valle ninguna vida pregunta a quién pertenece la porción que ocupa. La vieja rama se pudre como si lo exigiera el retoño. La zarza disputa con el espino por un poste de hierro. El hombre nunca nos solicitó que compartiéramos el cielo con su humo. El camachuelo pica la guinda que el viejo cree suya. El árbol le consiente calmarse en ella. Tampoco la fruta pertenece al camachuelo. Si en nuestro canto cupieran las preguntas humanas de aquí seguiría la primera. Antes deseamos concluir este canto sin contagiarlo de queja.
En el envés de la centella se tapaba la oruga de la vanesa. De amarillo. La hoja prendía en gotas el vapor del río al amanecer. Las flores amarillas se despertaban para abrirse. Que a la vega separa del soto. La oruga se cubría bajo la hoja de la centella. De amarillo las gotas en la piel de la oruga. Quieta lo que el aire dejaba. Como si todavía durmiera el valle. Luego el aire inclinó la centella hacia el agua. Se vencieron las flores. Y la hoja volvió. Del envés saqué dormida a la oruga. Despertó en el pico. Culebreó despertándose. Comí amarillo. Antes de amanecer hoy el canto del mirlo había anunciado el amanecer.