Entornó los ojos. Lo deslumbra el cielo sin nubes. El sol se repite en cada alambre. A media mañana el vidrio se transparenta pareciendo que a la ventana falta el vidrio. Pasa un rato en que nada se escucha en el valle porque nada le acontece. La mañana nos entretiene con calmas vividas antes. Suceden horas de días pasados. El primer ladrido avisó al niño. Los perros se adelantaban al regreso del leñador. Otros más distantes llegaron interrumpidos por los desniveles de la ladera. El niño se asomó para comprobar que no lo engañaba la gana de escucharlos. Al fin la mañana mudaba a tarde. Cuando entró el leñador entraron los tejos y abedules. El abrazo del niño recogió los olores del bosque. El hacha retenía una rebaba de savia seca. Aún se demoraba el viento. Semanas atrás mi jaula descansa sobre jaulas para todos los tratos. Los pájaros que duermen debajo se guarecen en el sueño evitando saberse mirados. Vueltos hacia la lona bajo la sombra del toldo. Tan grandes que apenas los admiten las jaulas. Como si añorara otro cielo alguno se despereza con un canto extraño al valle. Luego de removerse la pluma vuelve a tenderse. Los otros lo acogen esperando su calor. No habitaban el soto pájaros tan dóciles. Por encima nos cruza un tendido de cordeles. En parejas penden pájaros muertos. A pesar de faltarles el brillo en la pluma a algunos los recordé. El garfio les pasaba el cuello. Un surco de sangre les remontaba el pecho. El trampero cantaba. La voz adquiría los olores del mercado. Cantaba a voces sus nombres. Y torcaces. Y ansares. Y chorlitos difíciles de atrapar. El trampero adorna el sombrero rojo con una pluma blanquinegra de sisón.
Y azules de metal.
Y blancos de grano.
Y arco iris difíciles de atrapar.
Cantaba el trampero sus colores.
La noche ocupa el valle a media tarde. El olor alertó a la pareja de zorzales. Volaron hasta las ramas del saúco que sombrea el cercado. No necesitaron la ayuda del viento para escuchar el rumor. De entre las lajas les llegaba. El filo de baba seca que sella la concha de los caracoles se humedeció. La premonición de la lluvia volvió a despertar en ellos. La nueva promesa los lavaba en su propia concha. Los zorzales buscaron las ramas más próximas al cercado. Pasaron la tarde con la cabeza inclinada. El rumor de los caracoles los retuvo allí. Hasta que la tormenta se confirma en ráfagas de viento y tierra. Las olas de hojarasca previenen a los pobladores bajo tierra. Las nubes se aprietan hasta formar una sola nube. La luz cede. El primer aviso salpica a uno de los zorzales. El olor a lluvia se condensa en gotas tan rojas como frutos de arándano. El otro vuelve al saúco para sacudirse. Y eligieron volar hacia la ladera. Y entraron donde más se abraza el hayedo. Y la cerca de lajas represaba el agua unas horas después. Para salvar la vida los caracoles se dejaban arrastrar por la crecida.
Como espumas de río.
Como semillas de ala.
Como verdes de musgo.
Aparecen y desaparecen los caracoles.
Coro: Cantamos en un valle originado por la primera tormenta. La lluvia inicial creció hasta hundir la tierra. El agua desnudó las montañas. Hizo que en ellas se forjara el imán que atrae el frío. Cuando terminó la tormenta el agua desembocó en el tiempo. Para sostener nuestros nidos crecieron los árboles. Pasada aquella era vivimos la era del hambre.