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A través de la noche vagan las luces de la casona blanca. Tras ellas sigue un canto de mujer. El centeno se inclina a su paso. La voz entra en el castaño. Asciende a la oquedad. Nada la detiene. No tarda en cambiar por silencio. Y aunque al valle llega el residuo de las luces ya no se escucha la voz tras la verja. El abuelo viste sin color. De ese blanco que no refleja los colores. Calza como en otra edad. También de brillo blanco los zapatos blancos. Camina como si lo orientara la lucidez. Y aparenta la fuerza de cuando era fuerte. La fecha rehabilitó vestigios arruinados por el tiempo. Pues para la celebración el abuelo se recordó de joven. Revive para los convocados el porte de los retratos. El frescor que acompaña a los arroyos se le desprende. El blanco del cabello no envidia la blancura del traje. El abuelo ha detenido la celebración. La mujer calla el canto. La calma le vuelve para anunciar al que asoma. Desde el fondo del salón lo recibe. Levanta la mano voz como si la atención lo precisara. Antes algunos abandonaron la mitad del bocado. El doctor se sacudía el polvo de azúcar. El negociante se acercaba hacia el abuelo como la primera vez que negoció con él. No se agranda el respeto cuando todos le admiran el esmero. Como en aquellas celebraciones el abuelo se mira en el espejo de quienes lo miran. A uno que lo alaba contesta como cuando la vida le preguntaba. En el abuelo parece suspenderse la huida del mirar. Más amplia se le adelanta la frente cielo. Las manos resisten un pulso rejuvenecido. Los de atrás alternan el saludo y la sorpresa. El convite se aplaza porque lo disculpa la remembranza. De cuando apretaba la hacienda entera en una sola mano. Lo mejor de la vega quedaba dentro del puño. De entre los dedos sólo escapaban los caminos. Sobre el centeno verde dominaba el paño blanco. Desde que naciera el nieto ningún hombre alumbraron las mujeres de la hacienda. El aviso del cansancio coincidió con la fecha. Se entibió el carácter. La voz decidía apagarse sin preguntar a la voluntad. El descuido despertaba donde cada animal se previene de él. Las últimas decisiones desaparecían con el mismo silencio de la nieve al caer. Entregado al olvido hasta que volvió a vestirlo el blanco. El bisel de los vidrios fragmenta el perfil del hayedo. Las luces del salón penetran la noche. El canto de la mujer regresa hacia los campos de centeno. La oscuridad se arrebata con una claridad olvidada. La demencia arraigó como la semilla traída por el viento desde un paraje donde nunca florece. El abuelo viste de blanco.

Ni en la harina.

Ni en los pétalos.

Ni en la pluma.

Ningún blanco como en la memoria que olvida.

Una figura adereza la solapa del traje blanco. A los del salón alarma verla prendida. No los confunde la imperfección sino la falta de un recuerdo que aísle su dominio. Aunque desean saber sobre el estandarte de plomo solo la mujer pregunta. Tres aspas rojas sobre un paño de oro. El esmalte de colores aún cubre el plomo. La enseña ha resistido el abandono en los cajones. El abuelo concentra una rejuvenecida savia. De alguna parte lo reclama la voz. Mira sobre las miradas de los invitados a la conmemoración. El niño recoge la respuesta que el abuelo calla. Que cante el coro de pájaros por qué calla el abuelo.

Coro: Se vuelve a la voz de las generaciones. Lo atrae una luz que aridece la visión. Mira el tiempo como a un animal de presa. El recuerdo lo incita a cerrar los ojos como si bebiera. Renace el picor en la cicatriz. La infancia provocó la herida que al abuelo vuelve a doler.