Por el camino a la casa del guarda advirtió la llegada. El destino que anunciaban los pasos avisó al avefría. Mientras se disimulaba descuidó el rumor subterráneo. La lombriz desapareció abriendo galerías. Bajo tierra escapaba la oportunidad. El avefría irguió el penacho de plumas. Amagó la cabeza. El crujir de hierba advertía del hombre que pisaba el camino. Contra la tierra se delataba el bastón. La primera muesca señala la altura cuando encaña el centeno. El abuelo avanza solo mientras conversa. Con la mirada tan alta delata olvidar la distancia. En las costuras del calzado le brillan soles en racimos de rocío. Sin mayor aguardo el avefría se ocultó entre el centeno. Bajo el castaño los pasos destaparon ruidos de intruso. De niño atrajo al abuelo como si el árbol cumpliera las emociones que los niños exigen a la vida. Ninguna fuerza del valle se le habría opuesto. Aventajó al otoño en descubrir huecos y nidos. Abrazado al castaño el abuelo se dejaba arañar. Apretaba el rostro contra la corteza. El impulso de la savia le atravesaba la piel. Palpitaba sobre la mejilla el corazón del valle que alimentaba al castaño. Desde tierra los nidos de los árboles prometen secretos emparentados con el cielo. El lustre que no maltrata el paso de las estaciones se apaga en el olvido. La figura brilla en el fondo del hueco mientras la memoria la albergue. Bajo mi nido se planta el centro del valle. Detenido tiempo atrás el abuelo percibe aún el latido del castaño. Viene a él llamado por aquella palpitación. No la reconoce al llegar. De la casona salen unas voces hacia el valle. El avefría se agazapa. Asoma después para observarlo girarse hacia la espalda. El abuelo despliega un pañuelo nube. A pesar de la hora el sudor ya le enfrió la frente. El niño duerme. Aprieta la figura de plomo que arrebató a la solapa blanca. La sombra de los castaños cruza el reguero de hierba oscureciendo su rocío. Temprano para los animales que duermen durante el día. Volvieron las voces. Como si lo llamara el árbol levantó la mirada. Se apoyaba en el tronco. Al rozarlo el recuerdo lo inquietaba. El olvido donde queda el abuelo no responde a la voz de nada humano. Nada advierte cuando aparta las cañas de centeno. Ni siente el batir de las alas. En las plumas negras del avefría el sol brilla con reflejos verdes.
Coro: Antes de nacer el color ya existía el valle. Pero al valle nada pudo habitarlo hasta que el color existió. Al pájaro sirve el color para encontrar parentesco y competencia. Mejor fuente no distingue al caudal de las estrellas.
Espera como la orilla del río espera la próxima crecida del cauce. Perdió la voluntad capaz de oponerse. A nada se niega el abuelo. El día lo circunda mientras consiente que cada ocasión se aleje. La sombra del castaño gira sobre su cabeza blanca. Espera el despertar del nieto. Que se desperece envuelto en atenciones. Que lo aseen con agua tibia y lo vistan con ropas para el calor. En su orilla de la vida el abuelo se desconocía. Preguntaba a todos por sí mismo. Quería saber cuándo volvía. La casona blanca lo protege como al valor de un testimonio. Ninguno más que el abuelo recuerda los nombres que perdieron los retratos del salón. Las voces regresaron. Pero ya no distinguía con qué reclamo esas voces lo llamaban. En la casona huele a jabón. El vapor empaña la conciencia del niño. Un panal de burbujas estalla al rozarle la piel. Los párpados combaten contra la espuma. La taza ocupa el centro del tapete. Mientras al abuelo absorbe el descolgar de la gota de resina. Una pareja de mirlos ha entrado en el castaño sin molestarlo.
Un caracol se tomaba por viento.
Se soñaba amo del camino.
Se tenía por trueno.
Un hombre quería ser inmortal.
El niño cayó desde la rama cama. Un sueño lo convocó hasta el castaño. Fue mi hermano mientras compartimos nuestro nido en la oquedad. El color nos atrajo con su oleada de misterio y evocación.