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Para evitar la tarde me escondo de la madrugada. Los tiempos que faltaban para el amanecer se marcaban en la extinción de los rescoldos. Vuelto hacia la pared el cuerpo del leñador dejó de agitarse. Del niño no existía ni el respirar. Gracias al silencio la casa parecía parte del valle. Tampoco la noche albergaba aquella consistencia con que emergió tras las montañas. La hora que el día retrasa deja atrás la última hora de todas mis noches. Antes que el amanecer se anticipe recuento libertades de aquel soto junto al que nací. En todas direcciones el canto de las chicharras se adueñaba del aire. La promesa floreció en las piñas del cantueso. Al sol se doraba el estiércol. El valle distraía las llamadas. Antes de sobrar el grano en el cajón de la jaula. Con la admiración de los animales sin alas supongo el vuelo de los pájaros que cruzan al otro lado de la ventana. Cuanto pervive fuera del alambre me alcanza como un vacío sobre el que aprender a volar. Cuando no puedo extender las alas y acortar con ellas la ida hacia atrás. Intenté escapar cuando el trampero me desató de la red. Entonces me tocó la piel de la que tanto oímos cantar en el valle. Es cierto que bajo ella retumba el flujo de la sangre. Porque la vida se encarna en la sumisión de cada especie acepté habitar la jaula. Y sin esperarlo se me brindó el grano en montones. Y el balancín cuelga para ocupar los días. Y el niño se ocupa de entretener mi vida con la mirada. Como la azulada claridad que apacigua la noche al comenzar el albor.

El haz de madera.

El hacha del leñador.

El hambre en el cajón.

El calor que duerme al niño.

Se retrasa la tormenta. Al despertar me dedicaba la primera atención. Esa osadía ganaba viveza en el niño. Con los días comprobé en él una fuerza natural que obedecía a la voluntad. El hijo del leñador se bastaba para iluminar la mañana.

Coro: El niño retiene una emanación también presente en los pájaros. En esa edad el hombre renuncia a la confianza. La altura lo tienta. Se entiende el afán de los niños por trepar a los árboles. El vuelo de rama en rama los enardece. Para saciarnos en ese mismo sentimiento el coro de pájaros tratamos de cantarlo. Tan extraño por contrario a la alarma que late en cada animal. Que el hombre le otorgara una de sus palabras confirmó el remanso que ofrece. También este coro la canta. La osadía que el escribano canta la llaman felicidad.

Una fulguración anaranjada encierra el círculo del sol. La luz encontraba frágiles los vidrios de la ventana. La grandeza del valle disminuía la jaula. El sol llegaba para ambos como llamado a calentar la soledad. Tentándolo la prueba no lo asustó aprender. El hijo del leñador pronto acortó la altura que nos separaba. Elige el arcón de madera. Aparta la antigua cuna revestida de cinturones. Lo arrastra a través de la casa. Lo arrima a la pared. La jaula cuelga arriba. Antes de hacer pie el niño se arrodilla sobre el arcón. Al fin se afirma. Y buscaba la altura del clavo. Y se instaba el cuidado al bajarme. Y en el alféizar descansó la jaula. La nariz le rozaba el alambre. Aún olía a sueño. Conservaba en la piel el despertar común en todos los animales. Hacia este lado del alféizar la distancia amaneció empañada por un residuo de niebla. En el rincón del cerco extiende su red la araña rayada. Vuelven hacia la ventana las ramas bajas de la higuera. Una pareja de currucas se disputa la mejor. Tras medirse el canto vuela aparte la más joven. El ansia que agita al valle se serena al traspasar la ventana. Otra mañana igual como las demás. El sol también atravesó la higuera. El niño se alegraba porque la luz despertó mi pluma. De entre los demás se guardaba amarillos que le recordaran la infancia. Los colores le adelantaban la respiración. El soto esperaba que lo desvelara la solana. Nada parece necesitar nada tras el vidrio.