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La tormenta en que nace el viejo. Entre los roquedos se congrega una manada de vientos. Nada se aparta en el giro. Un centro y su equilibrio sobrevienen. La roca imanta la nube. De tan iguales las fuerzas. La montaña aprieta el vapor contra sí. Después se encadenan. Se enciende el resplandor del relámpago sin callar el trueno. En su caída el agua arrastra las laderas. Cuando el río sorprende a la ribera. Que vierten la tierra que ocupaba las cimas. El valle se hunde bajo el cauce. Salvo el viejo de la cara rota toda vida aplazaba su vivir. Nació como el presagio que se sospecha en el agua negra. Justo un rayo esparcía luz. El resplandor reveló la sangre varada en el fondo del vientre. La madre alumbró un animal con el rostro cruzado. Desde la última tormenta. El viejo de la cara rota cree que entre dos no cabe la concordia. A este le pico la guinda. Setenta veces la veleta le apuntó el principio de las estaciones. En la villa nadie le prueba la fama. A nadie consiente auparse al guindo. Fruta parida por la estación. La noche en que nace el viejo toda criatura se apartaba. En soledad encontrábamos suficiente alivio. Hasta que la tormenta cede. Luego la mañana desvelaba la desolación alumbrada durante la noche. El sol iniciaba la fiebre del barro. El valle despertó con el último recuerdo. Dormí en una rama que la luz hacía temblar. Cada rayo perfilaba de plata la fruta. Dos guindas colgaban como lunas gemelas.

El agua que sacia tristezas.

El día que duerme bajo la tierra.

El árbol incuba la guinda.

Al camachuelo desespera picar el color.

Un desquite se anuncia al viejo de la cara rota. Por picada la fruta le sabe menos dulce. El sol no ve qué se oculta bajo la sombra de la hoja. El viejo no sabe qué le come la guinda. Antes de rodar en la cesta. La fruta abierta le siembra un resquemor. Se descuelga la guinda. La eleva hasta el ojo. Comprueba la falta. La vuelve en la mano. Con la diestra se rasca el mentón. Entre los puerros se vuelve el viejo de la cara rota. Arrastra la pierna y la rabia. Aprieta la guinda como piedra causante de la herida. Ayer fue mejor día para recolectar. Hasta que el brote crece la tierra retiene el azúcar. A la cesta sólo gustan las frutas maduras. El viejo salva los surcos hasta detenerse. Cavila de mala gana. Peor gana se anuncia. Mira el cielo pero lo visto no lo aviva. El viento giraba la veleta del campanario. El cernícalo cambió de postura. Tendía una línea atada al ojo. La pluma rosa se me levantó. Que se curvaba evitando las sombras. Cuando el viento y la línea entraron en el guindo. En el valle gusta a pocos el cernícalo. Lo evita el grillo a pesar de la coraza negra. El lagarto abandona el sol. El saltamontes muda el color para disminuirse en el aire. El cernícalo vigila tras el párpado cerrado. La fama del viejo afloja la fama de la noche. Al miedo pido adelantar la madurez de la guinda. El viejo y el cernícalo levantan las hojas. Gracias al miedo ninguno me descubre.

El viento anhela veletas donde acariciarse.

El cernícalo peina el ala con la punta del Sur.

El viejo desdeña la guinda picada.

A la fruta sabe a agua el sol.

Coro: El azúcar de la tierra endulza sabrosas lombrices. Para calmar su hambre el cernícalo espera la satisfacción del camachuelo. La vida salta de vientre en vientre. Tormentas que anegaron el valle en últimas estaciones lo sembraron de renovadas semillas. Para todos fue luego ocasión. La fruta que el camachuelo espera no le pertenece. Tampoco al viejo cuyo alumbramiento se cantó. A quién pertenece no cabe buscar en nuestro canto. Ninguno de nosotros recuerda qué hambre fue la primera que maldijo al valle.