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El clavo aseguraba el alambre. Del alambre pendía el puchero. Medio puchero colmado de tierra. El alhelí ocultaba el clavo en la pared. Colgaba como del aire. Donde colgaba quedó manchada la figura del puchero. Otras flores bordean el zócalo. Aparta la cortina de hule. La mujer levanta la mano defendiéndose de la claridad. La sombra del campanario cubre una parte de los tejados. La villa quedaba en silencio como si esperara. Sin los caños de la fuente no habría testigos del fluir del tiempo en el valle. La mujer viste con los colores de un lecho de guijas. Se descubre la mirada para taparse el pecho. Del bote de zinc cae un pulso de gotas. El colio. Las begoñas. El tinajillo de alegrías. El cacto con forma de pez. Entre los claveles ninguno florece. Como otras mañanas vierte partes exactas pero le sobra una parte de agua. La mujer cuenta de menos la flor anaranjada del alhelí. Ahora lleva la mano a la boca abierta para tapar el pensamiento. La sombra del campanario la cubre mientras trata de recordar. Suena una campanada de sorpresa y otra de hora. El saltamontes se descubrió cuando los tres niños cruzaron el camino. Corrían hacia la era ahogándose al respirar. Uno de los iguales abandonaba un rastro de tierra negra y pétalos de alhelí. Avanzaba como impedido por el cepo del trampero. El peso lo inclinaba. Hasta no tenerse seguro no se detuvo. Cree cortarle el alambre. El surco enrojece la piel en la mano. La emoción que viven le evita sentir dolor. Cambia de mano el puchero y vuelven a correr. Han llegado a los pastos cuando la risa prende. Tendidos sobre la hierba el golpe de sus corazones penetra la tierra. La cerca de lajas los esconde. El sol viaja hacia donde el río avanza. Los tres niños volcaron el puchero. La tierra negra cubrió la hierba. De entre el montón asoman alhelíes desflorados.

Coro: El recuerdo de la lavandera cunde como el silencio en los bosques consumidos por el fuego. El tiempo se le desvanece. El canto vuelve a exponerla ante la muerte. El recuerdo le semeja un agua más oscura cuanto más profunda.

Bajo el nido en que nazco la tierra es más roja y blanda. El talud se inclina hacia la vertiente donde crecen escaleras de pasto. El prado se enfría. El pelo de lana alivia la aspereza de las ramas. Se deshace en murmullos la respiración del valle. Tallos de silene nos encubren. Al atardecer la sombra del talud tiende la noche antes de anochecer. No tardé en presentir el momento en que dejaba de pertenecer a mi huevo. Nací entre mis hermanos. Ocupábamos el nido sin compartir esa fraternidad que los hombres ensalzan. Al tenderse la oscuridad se endurecía la tierra. Bajo ella sonaba un arañar de uñas. La noche apagaba los colores como si nunca hubieran existido. Por el borde del talud pasaba el turón.