Aborrezco la lechuza que duerme en el cedro. Exhibe vida de pájaro humilde. Cantan animal maravilloso. Pero engaña al valle. Simula la calma en el bajar de los párpados. Habita en el disimulo. Solo más cauta que silenciosa. Ni el olor le espanta la presa. Algunos amaneceres levantó pinzones que pertenecían a mi progenie. Aborrezco la lechuza y su mirar. Mi marca domina hasta la pendiente que vierte en el río. La pedanía que alberga la montaña centra mi vuelo. Marco en el cielo un contorno azul. Que la lechuza viva sin que mi progenie la conozca. Ningún alcotán comparte las corrientes. Vuelo sobre el cedro. Hago levantar el párpado orgulloso. El alcotán nunca evita el mirar de la lechuza.
Dos miradas sin color jamás se reflejan.
Aunque se encuentren de frente.
Cualquier luz que compartan.
La noche del valle no consiente dos lunas.
La mujer sobre la cama siempre. Tendida de día en la casa que ensombrece el cedro. Una dolencia que no termina. La mujer sueña que anda. El hombre que cuece el pan sueña los pasos de la mujer. Alguna noche se complacen juntos soñando. Comparten la visión de los pasos en el soñar. Cuando deja de ascender el humo del horno el hombre abre la ventana. Llama al aire que renueva la vida de la mujer. Tendida para soportar el peso del día. Antes de marchar le extiende la ropa. Arrima el cazo. Parte pan reciente. Lo cubre con un paño. Espigas bordadas de color azul lo adornan. Granos azules incapaces de alimentar al gorrión. Bajo la tela guarda su calor el corazón de miga. No le falta oficio al hombre que cuece el pan. Tampoco eso que los hombres llaman afecto. No le falta aprecio por la mujer que sueña andar. De madrugada carga el vehículo verde. El filo de harina le bordea las manos. Canastos también cubiertos de paño. Entre el mimbre se pierden migas calientes. Sobre el empedrado de la plaza se enfrían. Pan de gorrión. Despertó bajo el alero. El paso de la madrugada le levanta el plumón del pecho. Atusa la pluma sostenido en una pata. Vuela hacia la plaza entre otros. El canto los traba como una defensa contra el desamparo. Donde descansó el canasto pica el gorrión. Pan de alcotán. En su vientre pruebo el oficio del hombre. La lechuza no abandona el cedro aunque el gorrión se confíe. El amanecer despliega bocas por donde escabullirse. Mientras la niebla retrasa al vehículo verde también el pinzón salva la vida. De la montaña bajan quebradas que consienten arroyos que atraen la niebla. De este lado del valle la ladera se torna blanca y fría. La pista que sirve al hombre obedece a los pliegues de la pendiente. La sombra de los roquedos extiende un contorno de nube sobre la niebla. El paso del vehículo verde abre la hora. Acaba con ese silencio falso como el que precede al tumulto de los ojeadores. La piel del vehículo imanta gotas más y más pesadas. El descenso desaparece en la rugosidad del reflejo. La cautela acobarda al hombre que cuece el pan. La prisa se retiene. La ventaja se desvanece en la niebla. No me quiero en el reflejo verde cuando la niebla amanece con la mañana. El final de la pista ondula en la visión. El grano mohece sobre la tierra empapada. El pinzón busca semillas cuyo corazón albergaba el calor de un pan próximo. La mujer anda entre sábanas. Los gorriones de la plaza disputan la miga. La lechuza se arrima al cedro. Todos buscan el mismo calor que arrastra la sangre antes de la muerte. Perece la espiga que la tormenta arrastró hasta la pista. Allí los pinzones esperan el sol.