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Los campos de centeno. El hayedo que ennegrece la ladera. Los caminos a los que se abre la verja. Los castaños que se orillan a la casa del guarda. El pozo de nieve. Las márgenes del río. El cauce entre las márgenes. Las sombras de la espadaña que al mediodía apuntan hacia la casona blanca. El cielo que cubre la hacienda le pertenece. Al abuelo lo detuvo una tos. Pues lleva la mano a la boca demuestra un vestigio de lucidez. El gesto derriba el bastón marcado por tres muescas. De la villa llega una campanada. De nuevo el viento divide la mañana en fragmentos. Hacemos parte los pájaros que anidan en la hacienda. El nido también pertenece a quien la posee. A pesar de tanto el nieto parecía feliz. Cabalga sobre las piernas del abuelo jugando a escuchar. Un brillo le embellece la frente. Ríe como ríen los hombres niños pues aún son hombres dignos de sí. El contento le vive mientras la cabalgada le dura. Recibe sin preguntar a la vida lo que no sabe pedir. No atiende a las promesas pues no las exige. La memoria barro del abuelo lo envuelve sin encerrarle la inocencia. Un niño y un anciano celebran la prontitud con que el valle se desentiende de sus pobladores. Desde el castaño vi cabalgar al abuelo sobre rodillas igual de cansadas. A la vida de aquel también endulzaba una fuente de savia. El niño y el anciano esquivan el tiempo. Ocupan las extensiones de la vega antes de compartirlas. Las palabras nadaban sobre las espigas del centeno. El enjambre hacia la ribera del río se apresuraba. La sombra bajo la galería de columnas ha lamido su arco durante el paso de las estaciones. En aquella calma la voz sonaba a premonición. Y tuyo desciende el río. Suyos los campos de centeno. El hayedo que ennegrece la ladera. Los caminos a los que se abre la verja. Los castaños que se orillan a la casa del guarda. El pozo de nieve y la voluntad de quienes bajaban a su fondo de sombra helada. Sobre las rodillas el niño se estremece de alegría. El galope lo sacude. Ni guarda el recuento de la hacienda ni prevé la caída que lo amenaza. Solo un nuevo golpe de tos tiene poder para detenerlos. La indiferencia hacia las horas los hermana más que la sangre. Sin dolerles la vida nube que se deshace mientras viven. El abuelo y el niño se ceden ratos que ninguno mide. Sentir el valle antes de conocerlo los aísla de cuanto no pertenece al valle. Mi nido en el castaño guarda el testigo que vigilaron las estaciones. Aún lo ennoblecen los colores. Entre plumas descansa el recuerdo esperando enfrentarse al presente. Pertenece a quien lo guarda. Lo disfruta quien lo encuentra. La vereda separa en mitades los campos de centeno. El río corta el descenso del hayedo. El agua refleja ramas caídas. De vuelta a la colmena el furor de las abejas agita el castaño. El abejaruco dejó pasar el enjambre. La luz afilaba las columnas tendidas como sombra.

El más oscuro escogió la abubilla.

Acordó con sus ramas.

Anidó en la oquedad que evita el viento.

A quién pertenece su sombra no pregunta el castaño.

Polvo de colores desprendía el abejaruco al atusar la pluma. Cambió de rama para seguir con la mirada el regreso del enjambre.