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También la luz de la tarde se enturbia. El júbilo se detuvo a la vez que el juego. Al perder la ilusión que los impulsaba se consintió emerger el silencio. Las primeras olas recorrían la charca. No tardó en dominar el viento. El silencio del valle comienza a pesar. Los murallones de roca aparecen más abruptos. Hacia otra vega el río arrastra un reflejo de luz roja que se desvanece con la distancia. El alerce donde amanecí encogía las ramas. Se miraban mientras la oscuridad completaba la debilidad de los colores al atardecer. El espanto cristalizó en los tres niños antes de volver en sí. Cuanto sigue parecía llegar tarde. El niño de las botas sin cordones siente bajo la bota un corazón. Como las estrellas moribundas mi corazón estalla. La libertad me condujo bajo la torpeza. Mi queja coincide con el final de su infancia. El cuidado por instinto. Las mudas de pluma. El canto en la guarda de la rama. Con el vuelo hacia el invierno retornan los lugares. Recubro nidos idénticos en taludes de ribazos con mediodías opuestos. En ninguna estación volví a volar junto a mis hermanos. Poco después de amanecer volé hacia los campos de centeno. Vuelo caminos que parten. Que vuelven. Que separan. Vuelo hacia los pastos y descanso sobre el cercado de lajas. Según duerme el pastor le sobra la mañana. La hierba ocupa al rebaño. Los perros me obligan a volar de nuevo. El sol ha cruzado el mediodía. Nubes de color morado lo amenazaban tras esa hora. Antes de regresar al alerce la sed endurecía mi pluma. Nada que atribuir al valle me orienta hacia la charca. Tres niños juegan a mayores. La trampa de esparto amuralla el agua. No preciso que cantéis por qué no la reconocí. La charca capturaba un reflejo limpio. Faltaba para que el cielo imitara el color morado de las nubes. La tarde parecía natural. Al amanecer otras lavanderas abandonaron conmigo el alerce. No cantéis cuántas regresaron a la misma rama. Tampoco el lugar donde calmaron su sed. He querido beber como si mi sed bastara para evitar el peligro. Mi corazón estalló bajo el peso del niño. La sangre me inunda el pecho. El estallido traspasa la bota sin cordón. Las nubes ennegrecen. Este último vuelo asciende sin oposición. Unas gotas de lluvia lo encuentran de frente. La arena de la orilla mancha mis alas.

Bebí donde se apacigua el arroyo.

Bebí en el charco de las hojas.

Bebí del fruto el sudor de la tierra.

En las gotas de lluvia bebe el valle para todos nosotros.

Al amanecer atusé la pluma. Al pie del alerce arraigaba como un extraño el enebro. Dormí sobre sus flores amarillas junto a lavanderas que no compartieron la mañana. Del enebral de un valle que no conocí se desprendió el enebro. El arrendajo guardó la semilla en el vientre. Voló hasta el río y la cedió a la orilla. El barro la preservaba cuando el verano dominó el valle. Las olas lamieron su escarcha durante el invierno. Antes de germinar la llevó el río hasta la acequia. Los que cultivan la vega arrastraron la semilla junto a ramas sumergidas. Mientras la semilla secaba entre la broza otro arrendajo anidaba en el alerce. De una primera trenza de ramas se descolgó la simiente. Bajo el alerce en que dormí asomaban las flores amarillas del enebro.