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La calma del valle le agrava el dolor. De sauce. Al viejo de la cara rota le place ponerse en la mano una rama. La flor de los puerros le igualan la altura. Pese a la cojera avanza entre los surcos sin lastimar los tallos. La distancia entre los puerros se midió en palmos. De la próxima cosecha el viejo calcula el peso de los canastos. De la caña hasta lo tierno. Para caldo la hoja. Las flores se guardan en semilleros a oscuras. Detenido por el dolor el viejo levanta el rostro. Por la rama de sauce desciende el temblor de la mano. En lo más adentro le vuelve más intenso. Golpea la pierna con la vara amenazando al dolor. Trata de espantarlo de entre los huesos. El único ojo busca el perfil de la montaña. Duele como nunca a pesar de callarse la queja. Como no lo espanta baja la frente. El cernícalo lo siguió sin girar la cabeza. Detuvo el vuelo y la sombra del vuelo sobre la tierra. A la altura donde se apoya. Posado en el aire. Mientras la mirada del cernícalo achica la sombra bajo las piedras. El viejo de la cara rota cambia la rama a la diestra. La mano contraria aprieta la pierna por encima de la tela. Como mordisco le come el dolor. Hasta en el hueco de los huesos. Por más que se aprieta no llega. Antes de erguirse consiente maldecir. El temblor le tuerce la barbilla. La arruga más honda. Al fin echa a andar. Con la rama golpea el aire. Culpa al dolor como si enmendara una equivocación. El viejo piensa desgracia cuando quiere decirse escarmiento. Durante las noches que ahuyentaron al sueño. El tiento calentaba la dulzaina. A esa hora le vuelve la paz que espantó la jornada. Que canta como noticia para el valle. Lo retiene desde niño. Tapa y destapa los orificios en la madera. Tan de mosquitero el canto que hasta el hayedo se confunde. De la dulzaina a la noche. El aire surge hecho figuras. Cada noche más tristes. El viejo de la cara rota conserva el gesto que la tormenta alumbró en él. Una fiebre de otra niebla le empapa las sábanas. Carga la edad de los vientos que recorren el valle. Cuenta con los dedos hasta setenta. La vida le suma tantas direcciones como a la veleta. Tan alto para cubrir desde la ribera hasta el soto. Desde la veleta el cernícalo cubre la huerta donde crece la fruta del viejo. Acorazado por los colores gris y azul de los metales. En lo alto del campanario. Que devuelven el sol endureciendo el reflejo. La mirada del cernícalo penetra las sombras. Aunque me guarde entre las ramas del guindo. Entra como una luz a través de la opacidad de las hojas. Busca el color que no viste al árbol. Se afana en descubrirme. El color de mi pecho imita los reflejos de la guinda. Me libra la pluma rosa. Del color de la tierra cuando la luz no la revela. Desde la veleta hasta el guindo se adelanta al tiempo el cernícalo. El viejo de la cara rota busca mi hambre. Setenta tormentas. La primera le cruzó el gesto. Que lo acompaño sin que sepa quién le pica la guinda. Con la rama del sauce aparta las hojas. La pierna quiere doler. El viejo adelanta el único ojo. El cernícalo gira la cabeza. De ambos esquivo la mirada.

Cuanto descubre el cernícalo lo pierde el valle.

La fruta guarda su mediodía en la rama.

El canto retiene los colores del sol.

No descubra el viejo que se le pica la guinda.

La mirada alta y la pierna coja. La ladera desciende hasta los campos de esparto. El viejo de la cara rota mide su parte de la vega. Cuenta los surcos para comparar la memoria. Al paso acompaña un rumor. Entre el pisar de la tierra se acerca el enjambre. De la otra margen del río regresa la abeja. Hasta el cercado del colmenero. Después de beber la flor en granos. Hacia el soto apuntan. El enjambre vuela en la misma dirección que los surcos de tierra. Aunque el dolor lo entorpece el viejo los salta sin dañar un brote. Bajo el guindo descubre la cerraja. Le basta la punta del calzado. De raíz. La aparta al margen. La pisa. La cubre de tierra.