IX

La casa de Nikólskoe, tanto tiempo vacía y sin caldear, revivió; no así lo que había vivido en ella. Ya no estaba mamá, estábamos los dos solos, uno frente al otro. Pero ahora no sólo no nos hacía falta la soledad, sino que nos incomodaba. El invierno fue todavía peor para mí porque estuve enferma y me restablecí sólo después del nacimiento de mi segundo hijo. Las relaciones con mi marido siguieron siendo amistosamente distantes, como durante el tiempo que habíamos pasado en la ciudad, pero en la aldea cada tabla del entarimado, cada pared, cada diván me recordaban lo que él era para mí y lo que había perdido. Como si hubiera una ofensa no perdonada entre los dos, como si me castigara por algo y aparentara no darse cuenta. No tenía por qué pedirle perdón, no tenía de qué pedirle el indulto: me castigaba no entregándose a mí, no entregándome su alma, como antes; pero, por otro lado, no la entregaba a nadie ni a nada, era como si no tuviese alma. A veces imaginaba que sólo fingía ser así para martirizarme, pero que en él seguía vivo el sentimiento de antes, y yo procuraba que lo dejase aflorar. Pero él se esforzaba por evitar las conversaciones abiertas, parecía creerme sospechosa de hipocresía y temía, como algo ridículo, cualquier sensiblería. Su mirada y el tono de su voz decían: «Lo sé todo, lo sé todo, no hace falta que hablemos; todo, aun eso que quieres decirme, también lo sé. Sé que me dirás una cosa y harás otra». Al principio me ofendía ese temor frente a la sinceridad, pero luego me hice a la idea de que no se trataba de falta de sinceridad, sino de la no necesidad de sinceridad. Ahora me sentía incapaz de decirle de pronto que lo amaba, o de pedirle que dijéramos juntos nuestras oraciones, o de llamarlo para que me oyera tocar el piano. Entre nosotros ya se percibían las conocidas convenciones del decoro. Vivíamos por separado: él con sus ocupaciones, en las que yo no tenía para qué participar, y ahora tampoco quería, y yo con mi ocio, que ahora no lo ofendía ni lo apesadumbraba como antes. Los niños eran todavía demasiado pequeños y no podían ser un punto de unión.

Pero llegó la primavera. Katia y Sonia vinieron a pasar el verano a la aldea; en nuestra casa de Nikólskoe comenzaron a hacerse reformas y nos mudamos a Pokróvskoe. La casa de Pokróvskoe seguía siendo la misma, con su terraza, su mesa extensible, sus pianos en la luminosa sala y mi antiguo dormitorio con cortinas blancas, donde parecían haberse quedado olvidados mis sueños de adolescente. En esa pequeña habitación había dos camas: en una, la que había sido mía, por las noches bendecía a mi despatarrado y regordete Kokosha, y en la otra, más pequeña, veía asomar la carita de Vania envuelto en sus pañales. Una vez que les había dado la bendición, me colocaba en el centro de aquel cuarto tranquilo y, de pronto, de todos los rincones, las paredes, las cortinas, comenzaban a surgir mis viejas y olvidadas fantasías juveniles. Viejas voces femeninas se ponían a cantar. ¿Dónde están hoy esas fantasías? ¿Dónde esos cantos dulces y agradables? Se ha cumplido todo aquello en lo que casi ni me atrevía a soñar. Mis sueños indefinidos, fusionados en uno solo, se han hecho realidad; y esa realidad se ha convertido en una vida pesada, difícil y carente de alegrías. No obstante, todo sigue igual: a través de la ventana se ve el mismo jardín, la misma placita, el mismo sendero, el mismo banco sigue estando allá lejos junto al barranco; desde el estanque aún llegan los cantos de los ruiseñores, las mismas lilas florecen en todo su esplendor, y la misma luna brilla sobre la casa; ¡y, sin embargo, todo ha cambiado de una manera tan terrible, tan inconcebible! ¡Todo lo que podía haber sido entrañable y querido es tan frío! Como antaño, Katia y yo, en la sala, conversamos apaciblemente y hablamos de él. Pero Katia se ha arrugado, su tez ha adquirido un tono amarillento, sus ojos ya no brillan con alegría y esperanza, sino que expresan una tristeza piadosa y conmiseración. Ya no nos extasiamos con él como antaño, ahora lo juzgamos; ya no nos sorprendemos de para qué y por qué somos tan felices, ni queremos, como antaño, decirle al mundo entero lo que pensamos; nosotras, cual conspiradoras, susurramos la una con la otra y por centésima vez nos preguntamos, la una a la otra, por qué todo se volvió tan triste. Él también sigue siendo el mismo, sólo la arruga que tiene entre las cejas se ha hecho más profunda y tiene más canas en las sienes; pero ahora su mirada atenta y profunda está constantemente velada por nubarrones. Y yo también sigo siendo la misma, pero en mí ya no hay amor, ni deseo de amor. No siento necesidad de trabajar ni me encuentro a gusto conmigo. Y mi éxtasis religioso de entonces, el amor que sentía por él y la plenitud de la vida de entonces me parecen tan lejanos e imposibles… Ahora no sería capaz de entender eso que antes me parecía tan claro y tan justo: la felicidad de vivir para el otro. ¿Qué sentido tiene vivir para el otro cuando no se tienen ganas de vivir para uno mismo?

Desde que nos trasladamos a Petersburgo había abandonado definitivamente la música; pero ahora el viejo piano y las viejas partituras volvían a despertar en mí el gusto por ella.

Un día no me sentía muy bien, me quedé sola en casa; Katia y Sonia se fueron con él a Nikólskoe a ver cómo iba la reconstrucción de la casa. La mesa para el té ya estaba puesta, bajé, y mientras los esperaba, me senté al piano. Abrí la sonata Quasi una fantasia y me puse a tocarla. No se veía ni se oía a nadie, las ventanas que daban al jardín estaban abiertas, y unos sonidos familiares y tristemente solemnes sonaron en la habitación. Cuando terminé la primera parte, sin pensarlo, movida por un antiguo hábito, volví la cabeza hacia el rincón donde él solía sentarse a escucharme. Pero no estaba. El sillón, que hacía mucho tiempo nadie había tocado, seguía ahí, en su lugar, y una ramita de lilas con una luminosa puesta de sol de fondo asomaba a través de la ventana abierta por donde entraba la frescura de la tarde. Apoyé los codos en el piano, me tapé la cara y me quedé pensando. Así estuve mucho tiempo, recordando dolorosamente lo viejo, lo que nunca volvería, e imaginando tímidamente lo nuevo. Pero era como si delante de mí ya no hubiese nada, como si no tuviese ganas de nada ni esperase nada. «¡Se habrá acabado mi vida!», pensé, levantando con terror la cabeza y, para olvidar y no pensar, me puse de nuevo al piano y de nuevo toqué el andante. «¡Dios mío! —pensé—, perdóname si soy culpable, o devuélveme todo lo que de hermoso había en mi alma, o enséñame lo que debo hacer, cómo puedo vivir ahora». El traqueteo de las ruedas se oyó sobre la hierba y frente a la escalinata, y en la terraza sonaron unos familiares pasos cautelosos que pronto dejaron de oírse. Pero el sonido de esos pasos familiares ya no provocó en mí el sentimiento que antes provocaba. Cuando terminé de tocar, oí los pasos detrás de mí, y una mano se posó sobre mi hombro.

—¡Qué buena idea la de tocar esta sonata! —dijo.

Yo guardaba silencio.

—¿Ya has tomado el té?

Negué con la cabeza y no lo miré, para no descubrir las huellas que la inquietud había dejado en mi rostro.

—Vendrán enseguida; el caballo se puso caprichoso y decidieron volver a pie desde el camino ancho —dijo.

—Las esperaremos —dije, y salí a la terraza, con la esperanza de que me siguiera: pero él preguntó por los niños y fue a verlos. De nuevo su presencia, su voz sencilla, buena, me hizo cambiar de idea y pensar que no todo estaba perdido. ¿Qué más puedo desear? Es bueno, es dulce, es un buen marido, un buen padre, ni siquiera sé qué me falta. Salí al balcón y me senté bajo el toldo de la terraza, en ese mismo banco en el que había estado sentada el día de nuestra declaración. El sol ya se había puesto, la noche estaba a punto de caer y una nubecilla espesa y primaveral se hallaba suspendida sobre la casa y el jardín. Sólo detrás de los árboles se entreveía un jirón de cielo limpio con el crepúsculo que se apagaba y un lucerito vespertino que acababa de aparecer. La sombra de la ligera nubecilla se extendía sobre todo, y todo estaba a la espera de una apacible llovizna primaveral. El viento se había detenido, no se movía ni una sola hoja, ni una brizna siquiera. El olor de las lilas y de las cerisuelas se sentía tan fuerte en el jardín y en la terraza que parecía que el aire estuviese florido; por momentos se intensificaba, por momentos disminuía, de modo que lo que apetecía era cerrar los ojos y no ver nada ni sentir nada que no fuese ese olor dulzón. Las dalias y los rosales, todavía sin flores, estirados e inmóviles en su negro arriate, parecían crecer lentamente hacia arriba sobre sus blancos soportes cepillados; las ranas, como justo antes de la lluvia que las empuja al agua, croaban con todas sus fuerzas amistosa y penetrantemente desde el barranco. Un sonido agudo y constante de agua se oía siempre sobre ese clamor. Los ruiseñores se llamaban entre sí alternativamente y se podía oír con cuánta inquietud volaban de un lugar a otro. De nuevo esta primavera, un ruiseñor quiso instalarse en el arbusto que está bajo la ventana, y cuando salí, oí cómo se iba más allá del paseo de árboles y desde ahí cantó una vez más para luego callar y quedar a la espera.

En vano trataba de tranquilizarme; esperaba y lamentaba algo.

Él volvió de la planta alta y se sentó a mi lado.

—Parece que les va a caer el aguacero —dijo.

—Sí —respondí, y ambos guardamos un largo silencio.

Pero la nube sin viento estaba cada vez más baja; todo se hacía más silencioso, más aromático e inmóvil, cuando de pronto una gota pareció saltar en el alero de lona de la terraza, otra se estrelló contra las piedrecitas del camino. Por la bardana tamborileó y salpicó una llovizna fuerte, fresca, cada vez más intensa. Los ruiseñores y las ranas guardaron silencio; sólo el agudo sonido del agua, aunque daba la impresión de haberse alejado debido a la lluvia, seguía estando en el aire y un pájaro que al parecer se había agazapado entre unas hojas secas cerca de la terraza emitía sus dos monótonas notas. Él se levantó y quiso irse.

—¿Adónde vas? —le pregunté, reteniéndolo—. Aquí se está tan bien…

—Hay que enviarles un paraguas y unos chanclos —respondió.

—No hace falta, pasará enseguida.

Él estuvo de acuerdo conmigo y nos quedamos juntos al lado del barandal de la terraza. Yo apoyé la mano sobre el resbaladizo y mojado travesaño y eché la cabeza para atrás. Una llovizna fresca me salpicó de manera irregular los cabellos y el cuello. La nubecilla, cada vez más clara y menos espesa, se derramaba sobre nosotros; el ruido regular de la lluvia pasó a ser el de unas cuantas gotas que caían del cielo y de las hojas. Volvieron a croar las ranas, de nuevo se animaron los ruiseñores, y desde los matorrales mojados comenzaron a llamarse aquí y allá. Todo se aclaró frente a nosotros.

—¡Qué bien! —dijo, sentándose en el barandal y pasando su mano sobre mis cabellos mojados.

Esta sencilla caricia, como un reproche, hizo que me dieran ganas de llorar.

—¿Qué más puede necesitar un hombre? —dijo—. ¡Estoy tan contento que no necesito nada, soy absolutamente feliz!

«No era eso lo que decías hace tiempo sobre tu felicidad —pensé—. No importa lo grande que fuese, siempre decías que querías algo más. Y ahora estás tranquilo y contento, ahora que yo tengo en el alma una especie de arrepentimiento no expresado y unas lágrimas no lloradas».

—Yo también me siento bien —dije—, y si estoy triste es precisamente por toda esta armonía que hay frente a mí. En mí todo es incoherente, incompleto, siempre quiero algo; en cambio, aquí todo es tan maravilloso, tan apacible… ¿Acaso a ti no te embarga una cierta nostalgia de disfrutar de la naturaleza, como si quisieras algo imposible y lamentaras algo pasado?

Él retiró su mano de mis cabellos y se quedó pensativo un momento.

—Sí, antes solía ocurrirme, sobre todo en primavera —dijo, como evocando—. Y yo también pasaba algunas noches deseando y esperando, ¡muchas noches!… Pero entonces todo estaba por venir, y ahora todo ha quedado atrás; ahora me basta con lo que tengo, estoy bien —concluyó con una seguridad tan indiferente que, por más doloroso que fuera para mí oír aquello, creí que estaba diciendo la verdad.

—¿Y no quieres nada? —pregunté.

—Nada imposible —respondió, adivinando lo que yo sentía—. Tú te mojas la cabeza —añadió acariciándome como si fuese una niña y pasando una vez más su mano por mis cabellos—, y envidias a las hojas y a la hierba porque las moja la lluvia. Te gustaría ser la hierba y las hojas, y también la lluvia. Yo sólo me alegro de que existan, como me alegro de todo lo que en este mundo tiene belleza, juventud y felicidad.

—¿Y no lamentas nada del pasado? —continué preguntando, sintiendo que cada vez era más y más la aflicción en mi corazón.

Se quedó pensativo y de nuevo guardó silencio. Vi que deseaba responder con toda sinceridad.

—¡No! —dijo brevemente.

—¡No es cierto! ¡No es cierto! —empecé a decir, volviéndome hacia él y mirándolo a los ojos—. ¿No lamentas nada del pasado?

—¡No! —repitió—, estoy agradecido por él, no lo lamento.

—Pero ¿no te gustaría recuperarlo? —dije.

Me dio la espalda y se puso a mirar el jardín.

—No me gustaría, como no me gustaría que me salieran alas —dijo—. ¡Es imposible!

—¿Y no enmiendas el pasado? ¿No te haces ningún reproche ni me lo haces?

—¡Jamás! Todo ha sido para bien.

—¡Escúchame! —dije rozando su mano para que se volviera a verme—. Escúchame. ¿Por qué nunca me dijiste que querías que yo viviera justamente como tú querías? ¿Por qué me diste una libertad que no supe utilizar? ¿Por qué dejaste de enseñarme? Si hubieses querido, si me hubieses conducido de otra manera, nada, nada habría sucedido —dije con una voz en la que cada vez se oía más intenso el reproche y el frío enojo en vez del amor de antes.

—¿No habría sucedido qué? —dijo sorprendido, volviéndose hacia mí—. No ha sucedido nada. Todo está bien. Muy bien —añadió sonriendo.

«¿Será posible que no entienda o, peor aún, que no quiera entender?», pensé, y las lágrimas afloraron a mis ojos.

—No habría sucedido que, sin ser frente a ti culpable de nada, me vea ahora castigada con tu indiferencia, con tu desprecio incluso —dije de pronto—. No habría sucedido que sin tener yo culpa alguna de pronto me quites todo lo que para mí era querido.

—¡Pero qué dices, alma mía! —dijo, como si aún no entendiera lo que estaba yo diciendo.

—No, déjame terminar… Me quitaste tu confianza, tu amor, incluso tu respeto; porque no puedo creer que ahora, después de lo que hemos vivido, me ames. No, tengo que soltar todo lo que desde hace tanto me atormenta —de nuevo lo interrumpí—. ¿Acaso era culpable de no saber qué era la vida?, y tú me dejaste sola para que lo averiguara… ¿Acaso soy culpable de que ahora, cuando he entendido lo que hace falta, cuando desde hace casi un año hago todo lo posible por volver a ti, tú me apartes como si no entendieras lo que quiero? ¡Y todo sucede de modo que a ti no se te puede acusar de nada y yo soy culpable e infeliz! Sí, de nuevo quieres arrojarme a esa vida que podía haber hecho tanto tu infelicidad como la mía.

—¿Y cómo te he mostrado eso? —preguntó francamente asustado y sorprendido.

—¿No eras tú quién todavía ayer decía, y sigues diciéndolo una y otra vez, todo lo que no veré aquí y que de nuevo tendremos que ir a pasar el invierno a Petersburgo, que tanto detesto? —continué—. En lugar de apoyarme, rehúyes cada momento de sinceridad, cada palabra franca, tierna, conmigo. Y cuando finalmente haya yo caído hasta el fondo, me harás reproches y te alegrarás de mi caída.

—Un momento, un momento —dijo, severo y frío—. No está bien eso que dices. Lo único que demuestra es que estás predispuesta contra mí, que no…

—¿Que no te amo? ¡Dilo! ¡Dilo! —terminé la frase y las lágrimas se derramaron de mis ojos. Me senté en el banco y me cubrí la cara con un pañuelo.

«¡Así es como me ha entendido! —pensaba yo, intentando contener los sollozos que me ahogaban—. Está acabado, el amor que nos teníamos está acabado», me decía una voz en mi corazón.

Él no se acercó, no me consoló. Estaba ofendido por lo que acababa yo de decir. Su voz era tranquila y seca.

—No sé de qué me acusas —comenzó—, si es de que ya no te amo como antes…

—¡Ya no te amo! —dije yo con el pañuelo sobre la boca, y unas lágrimas amargas cayeron en él más abundantes todavía.

—De eso es culpable el tiempo y nosotros mismos. Cada época tiene su amor… —Guardó silencio—. ¿Quieres que te diga toda la verdad? Sea, puesto que pides sinceridad. De la misma manera que aquel año, cuando acababa de conocerte, pasaba noches enteras en vela pensando en ti, y yo mismo cultivé ese amor, y ese amor no hacía más que crecer en mi corazón, de esa misma manera en Petersburgo y en el extranjero pasé noches terribles en vela rompiendo, destruyendo ese amor que me atormentaba. Al amor no logré destruirlo, pero destruí lo que me atormentaba y me tranquilicé, y sigo amándote, pero con un amor distinto.

—Sí, tú llamas a eso amor, pero es una tortura —dije—. ¿Por qué me permitías hacer vida social si te parecía algo tan dañino que por eso dejaste de amarme?

—No fue la vida social, querida —dijo.

—¿Por qué no utilizaste tu autoridad? —continué—, ¿por qué no me ataste?, ¿por qué no me mataste? Para mí habría sido mejor que verme ahora privada de todo lo que constituía mi felicidad; estaría yo bien, no estaría avergonzada.

Y de nuevo me eché a llorar y me cubrí la cara.

En ese momento, Katia y Sonia, alegres y empapadas, riendo y hablando en voz muy alta entraron en la terraza; pero, al vernos, guardaron silencio y se retiraron enseguida.

Estuvimos callados mucho tiempo después de que ellas se hubieron ido; yo lloré todas mis lágrimas y me sentí mejor. Lo miré. Estaba sentado con la cabeza apoyada en una mano y quería decir algo en respuesta a mi mirada, pero sólo suspiró penosamente y volvió a apoyar la cabeza en la mano.

Me acerqué a él y tomé su mano. Su mirada se dirigió pensativa a mí.

—Sí —dijo, como continuando sus pensamientos—. Todos nosotros, especialmente vosotras, las mujeres, tenemos que vivir las tonterías de la vida para luego volver a la vida misma; no podemos creer lo que se nos dice. Entonces tú todavía no habías vivido hasta el final esas tonterías simpáticas y embriagadoras, en las que me deleitaba viéndote; y te dejé vivirlas, sentía que no tenía derecho a coartarte, aunque para mí hacía mucho que había pasado el momento.

—¿Por qué, si me amas, viviste conmigo esas tonterías y me permitiste vivirlas? —pregunté.

—Porque aunque hubieses querido, no habrías podido creerme; tenías que descubrirlo por ti misma, y lo has descubierto.

—Mucho razonamiento, mucho —dije—, pero poco amor.

De nuevo guardamos silencio.

—Es cruel lo que acabas de decir, pero es cierto —dijo, y de pronto se levantó y se puso a caminar por la terraza—. Sí, es cierto. ¡Me equivoqué! —añadió, deteniéndose justo frente a mí—. O no debí haberme permitido amarte, o debí haberte amado de forma más sencilla, sí.

—Olvidémoslo todo —aventuré tímidamente.

—No, lo que ha pasado no volverá, es imposible hacerlo volver —y su voz se suavizó al decir esto.

—Todo ha vuelto —dije yo, apoyando mi mano en su hombro.

Él tomó mi mano y la apretó.

—No, no es verdad que no lamente el pasado; lo lamento, lloro por ese amor que se fue, que ya no existe ni volverá a existir. ¿Quién tiene la culpa? No lo sé. Ha quedado amor, pero no aquel; ha quedado su lugar, pero él ha estado muy enfermo, no tiene fuerza ni vitalidad, han quedado recuerdos y gratitud, pero…

—No hables así… —lo interrumpí—. Que todo vuelva a ser como antes… ¿Verdad que es posible? ¿Verdad que sí? —pregunté mirándolo a los ojos. Pero sus ojos eran claros, tranquilos y no miraban a los míos con profundidad.

Mientras yo hablaba, iba sintiendo que aquello que yo quería, aquello que yo pedía era imposible. Esbozó una sonrisa serena, dulce, según me pareció, de hombre viejo.

—Qué joven eres tú y qué viejo soy yo —dijo—. En mí ya no hay lo que buscas; ¿para qué engañarnos? —añadió, sin dejar de sonreír de aquella manera.

Yo estaba junto a él en silencio, y me sentía un poco más tranquila.

—No vamos a intentar repetir lo vivido —continuó—, ni vamos a engañarnos. ¡Qué bien que no existan las inquietudes y las ansiedades de antaño! No tenemos nada que buscar ni por qué inquietarnos. Ya lo hemos encontrado y nos ha tocado una buena parte de felicidad. Ahora lo nuestro es borrarnos y despejar el camino, mira para quién —dijo, señalando a la nodriza que había llegado con Vania y se había detenido en la puerta de la terraza—. Así es, querida —concluyó, atrayendo mi cabeza hacia él y besándola. No me besaba un amante, sino un viejo amigo.

Y desde el jardín cada vez se levantaba más fuerte y más dulce la aromática frescura de la noche, cada vez se hacían más solemnes los sonidos y el silencio, y en el cielo se encendían cada vez más estrellas. Lo miré, y de pronto me sentí aliviada; como si me hubiesen amputado ese nervio emocional enfermo que tanto me había hecho sufrir. De pronto entendí clara y tranquilamente que el sentimiento de aquella época había pasado de manera irreversible, como el tiempo mismo, y que hacerlo volver no sólo era imposible, sino que provocaría opresión y malestar. Y, por otro lado, ¿de verdad había sido tan buena aquella época que a mí me parecía tan feliz? ¡Había pasado tanto tiempo, tanto!

—¡Pero es hora de tomar el té! —dijo, y juntos nos dirigimos al comedor. En la puerta volví a encontrarme con la nodriza que llevaba a Vania. Tomé al niño en brazos, le cubrí las rojas piernitas que se habían destapado, lo apreté contra mí y, rozándolo apenas con los labios, lo besé. Como en medio de un sueño movió una manita extendiendo sus deditos arrugados y abrió sus ojitos empañados, como buscando o recordando algo; de pronto esos ojitos se detuvieron en mí; una chispa de pensamiento brilló en ellos. Los labios regordetes y dilatados comenzaron a abrirse esbozando una sonrisa. «¡Es mío, mío, mío!», pensé, y con una tensión muy grata en todos mis miembros lo apreté contra mi pecho, conteniéndome con dificultad para no hacerle daño. Y besé sus piernitas frías, su barriguita, sus manitas y su cabecita apenas cubierta de pelo. Mi marido se acercó a mí; yo cubrí la carita del niño y luego la descubrí de nuevo.

—¡Iván Serguéich! —dijo mi marido, pasando un dedo por la barbilla del bebé. Pero yo cubrí de nuevo a Iván Serguéich. Nadie que no fuese yo debía verlo. Miré a mi marido, sus ojos rieron cuando se toparon con los míos, y, por primera vez después de mucho tiempo, fue para mí fácil y gozoso mirarlos.

A partir de ese día el idilio con mi marido terminó. El sentimiento de antaño se convirtió en un recuerdo querido e irrevocable, y el nuevo sentimiento de amor por mis hijos y por el padre de mis hijos sentó el comienzo de otra vida, feliz de manera absolutamente distinta, una vida que aún no he terminado de vivir en este momento…

1859