VIII

A partir de entonces nuestra vida cambió radicalmente, y también cambiaron nuestras relaciones. Ya no estábamos tan bien a solas como antes. Había cuestiones que evitábamos, y nos era más fácil hablar cuando había una tercera persona con nosotros que cuando estábamos frente a frente. En cuanto la conversación versaba sobre la vida en la aldea o sobre algún baile, era como si un tropel de chiquillos se nos pusiera a correr en plenos ojos y nos resultara incómodo mirarnos. Como si los dos sintiéramos dónde estaba el abismo que nos separaba y tuviésemos miedo de acercarnos a él. Yo estaba convencida de que él era orgulloso y explosivo y que había que tener cuidado para no rozar sus puntos débiles. Él estaba seguro de que yo no podía renunciar a la vida social, de que la aldea no era lo mío y que no quedaba más remedio que resignarse a este malhadado gusto. Y ambos evitábamos las conversaciones directas a propósito de estas cuestiones, y ambos nos juzgábamos erróneamente. Hacía mucho tiempo que habíamos dejado de ser el uno para el otro los únicos seres en el mundo, y nos comparábamos con otros y en secreto nos juzgábamos el uno al otro. Yo me puse enferma antes de la partida, y en vez de ir a la aldea, fuimos a la dacha, desde donde mi marido decidió ir a visitar a su madre. Para ese momento yo ya estaba lo suficientemente repuesta y habría podido acompañarlo, pero él me convenció de que me quedara, arguyendo que temía por mi salud. Yo sentí que no era mi salud por lo que temía; tenía miedo de que nos encontráramos mal en la aldea; no insistí demasiado y me quedé. Sin él me sentía vacía, sola, pero cuando volvió me di cuenta de que ya no le daba a mi vida lo que antes le había dado. Nuestra relación anterior, cuando todo pensamiento o impresión que no le comunicara me atormentaba como un crimen, cuando cada una de sus acciones, cada una de sus palabras me parecía un modelo de perfección, cuando de pura alegría teníamos ganas de reír por cualquier cosa al mirarnos, esa relación se había ido transformando en otra de manera tan imperceptible que ni siquiera nos dimos cuenta de que había dejado de existir. Para cada uno de nosotros fueron surgiendo nuevos intereses, nuevas preocupaciones propias que ya no intentábamos hacer comunes. Dejó de inquietarnos que cada uno de nosotros tuviese un mundo propio, ajeno al mundo del otro. Nos hicimos a esa idea, y antes incluso de un año el tropel de chiquillos había dejado de corrernos en los ojos cuando nos mirábamos. Desaparecieron definitivamente sus accesos de alegría conmigo, sus niñerías; desapareció también su eterno perdón y su indiferencia por todo, eso que antes tanto me había molestado. Tampoco volvió a aparecer su mirada profunda que antes me desconcertaba y me alegraba; desaparecieron las plegarias juntos, los éxtasis compartidos, e incluso nos veíamos con poca frecuencia: él siempre estaba de viaje y ni se inquietaba ni se afligía por dejarme sola; yo llevaba una vida social muy intensa en la que él no me hacía falta.

Dejaron de producirse escenas y riñas entre nosotros; yo intentaba no contrariarlo, él cumplía mis deseos, y parecía que nos amáramos.

Cuando nos quedábamos a solas, lo que ocurría rara vez, no experimentaba con él ni alegría ni inquietud, ni turbación o desconcierto; era como si estuviera a solas conmigo misma. Yo sabía muy bien que era mi marido, y no una persona nueva, desconocida, y sabía que era un hombre bueno; era mi marido, al que conocía como a mí misma. Estaba segura de saber todo lo que haría, qué diría, cómo y qué miraría; y si de pronto él miraba o hacía algo distinto de lo que yo había imaginado, mi sensación era que se equivocaba. No esperaba nada de él. En una palabra, era mi marido y nada más. Sentía que así debía ser, que así eran todas las relaciones y que la relación entre nosotros siempre había sido de esa manera. Cuando él se ausentaba, sobre todo al principio, me sentía sola, atemorizada; sin él sentía más intensamente lo que su apoyo era para mí; cuando volvía, corría a abrazarle de alegría, aunque al cabo de dos horas esa alegría quedase olvidada y no tuviese nada de qué hablar con él. Sólo en los momentos de ternura apacible y moderada que había entre nosotros tenía la sensación de que algo no andaba bien, de que había algo que me oprimía el corazón, y creía leer lo mismo en sus ojos. Notaba ese límite de la ternura que él ahora no quería, y que yo no podía, sobrepasar. De tanto en tanto, esto me entristecía, pero no tenía tiempo para ponerme a reflexionar a propósito de nada y, mediante las diversiones que siempre estaban prontas para mí, intentaba olvidar esa tristeza generada por un cambio que apenas percibía. La vida social, que al principio me había ofuscado la razón con su brillo y los halagos a mi vanidad, pronto se enseñoreó definitivamente de mis gustos, se tornó costumbre, me puso sus grilletes y ocupó en mi alma todo el lugar disponible para los sentimientos. Ya nunca me quedaba a solas conmigo misma y temía entrar a fondo en mi situación. Todo mi tiempo, desde avanzada la mañana hasta avanzada la noche, estaba ocupado y no me pertenecía, aun si no iba yo a ningún lado. Ya no era ni divertido ni aburrido; simplemente me parecía que así, y no de otra manera, tenía que ser.

Así transcurrieron tres años, durante los cuales nuestras relaciones permanecieron intactas, como si se hubiesen detenido, como si se hubiesen congelado y no pudieran ni mejorar ni empeorar. Durante esos tres años, en nuestra vida familiar acaecieron dos sucesos importantes, pero ninguno de los dos modificó nuestra vida. Uno fue el nacimiento de mi primer hijo, y el otro la muerte de Tatiana Semiónovna. Al principio, el instinto maternal se apoderó de mí con tanta fuerza y me produjo un entusiasmo tan grande que pensé que una nueva vida comenzaría para mí; pero al cabo de dos meses, cuando empecé a salir de nuevo, esa sensación, que cada vez se reducía más, acabó por convertirse en un hábito y en el frío cumplimiento de la responsabilidad. Mi marido, por el contrario, a partir del momento en que nació nuestro primer hijo volvió a ser el mismo, un dulce y apacible hombre casero, y toda su ternura y su alegría de antaño las volcó en el bebé. A menudo cuando, ya vestida de baile, entraba en el cuarto del niño para darle la bendición antes de dormir y encontraba ahí a mi marido, notaba algo como una mirada de reproche atenta y severa dirigida a mí, y me sentía avergonzada. Por momentos me horrorizaba mi indiferencia por el crío y me preguntaba: «¿Seré peor que las otras mujeres? ¿Qué puedo hacer? —pensaba—. Quiero a mi hijo, pero soy incapaz de encerrarme con él los días enteros, me aburro; y no estoy dispuesta a fingir por nada del mundo». La muerte de su madre le produjo un dolor muy grande; le resultaba terriblemente difícil, según decía, seguir viviendo en Nikólskoe ahora que ella ya no estaba, y aunque yo lo compadecía y compartía el dolor con mi marido, ahora me sentía mucho más contenta y más tranquila en la aldea. Los últimos tres años pasamos la mayor parte del tiempo en la ciudad; a la aldea iba yo sólo una vez cada dos meses, y el tercer año nos fuimos al extranjero.

Pasamos el verano en los balnearios.

Yo tenía entonces veintiún años; nuestra situación, pensaba, era floreciente, y de la vida familiar no exigía nada que no fuera lo que me daba. Estaba convencida de que todos mis conocidos me querían; gozaba de buena salud, mi vestuario era mejor en los balnearios, sabía que era bonita, el clima era espléndido, vivía rodeada de una atmósfera de belleza y elegancia, y me sentía francamente contenta. No como solía estarlo en Nikólskoe, cuando sentía que era feliz por mí misma, que era feliz porque había merecido esa felicidad, que mi felicidad era enorme, pero que podía ser más grande todavía, cuando siempre quería más y más felicidad. Era distinto; pero ese verano me sentí bien. No quería nada, no esperaba nada, no tenía miedo de nada, y mi vida, creía yo, era plena, y mi conciencia, pensaba, estaba en paz. De entre todos los galanes de esa temporada no había uno solo que a mis ojos se distinguiera de los demás por algo, ni siquiera del viejo príncipe K., nuestro embajador, que me cortejaba. Uno era joven, el otro viejo, el tercero un inglés de tez muy blanca, el otro un francés con perilla, y todos me daban igual, pero todos me resultaban indispensables. Todos eran personajes igualmente indistintos, pero capaces de crear una atmósfera alegre en la vida que me circundaba. Sólo uno de ellos, un italiano, el marqués D., me llamaba la atención más que los otros por su osadía en la admiración que demostraba por mí. No perdía oportunidad de estar conmigo, bailar, montar a caballo, reunirse conmigo en el casino, etcétera, y decirme que era bonita. A veces lo veía desde las ventanas de nuestra casa, y con frecuencia la mirada fija de sus ojos brillantes hacía que me sonrojara y tuviera que mirar alrededor. Era joven, guapo, elegante y, sobre todo, se parecía a mi marido en la sonrisa y en la expresión de la frente, aunque era mucho mejor que él. Me sorprendió este parecido, aunque, en vez del encanto de la expresión de bondad y serenidad ideal que tenía mi marido, en sus labios, su mirada y su larga barbilla había algo torvo, animal. Yo suponía entonces que me amaba apasionadamente, y en ocasiones pensaba en él con una especie de arrogante condolencia. A veces intentaba tranquilizarlo, llevarlo al tono de una apacible confianza semiamistosa, pero él rechazaba violentamente estas tentativas y continuaba haciéndome sentir desagradablemente incómoda con esa pasión contenida que siempre parecía a punto de desbordarse. Aunque yo no me lo confesaba, le tenía miedo y, contra mi voluntad, pensaba con frecuencia en él. Mi marido lo conocía, y con él, más que con otros de nuestros conocidos para los que él era sólo el marido de su esposa, se mostraba frío y altanero. Al final de la temporada caí enferma y durante dos semanas me quedé en casa. Cuando por primera vez después de la enfermedad salí por la noche a oír música, me enteré de que durante mi ausencia había llegado la muy esperada y afamada por su belleza lady S. Se formó un corro a mi alrededor y fui recibida con alegría, pero un corro mejor se había formado alrededor de aquella loba recién llegada. No se hablaba más que de ella y de su belleza. Me la mostraron y, en realidad, era encantadora, pero me sorprendió desagradablemente la insolencia de su rostro, y lo dije. Aquella noche todo lo que antes me parecía divertido me resultó aburrido. Al día siguiente lady S. organizó una visita al castillo, a la que yo no quise ir. Casi nadie se quedó conmigo, y a mis ojos todo cambió de manera radical. Todo y todos me parecieron tontos y sosos, tuve ganas de llorar, de terminar cuanto antes el tratamiento y volver a Rusia. En mi alma había un mal presagio, pero no me atrevía aún a confesármelo. Dije que me sentía débil y dejé de mostrarme en la alta sociedad; únicamente por las mañanas salía sola de vez en cuando a beber las aguas, o daba alguna vuelta por los alrededores con L. M., una conocida rusa. Mi marido no estaba; se había marchado unos cuantos días a Heidelberg en espera de que terminara mi tratamiento para poder volver a Rusia, y rara vez venía a visitarme.

En una ocasión, lady S. atrajo a toda la alta sociedad de cacería, y L. M. y yo fuimos, después de comer, al castillo. Salimos en calesa a trote lento por el tortuoso camino entre castaños milenarios, a través de los cuales se abrían más y más lejos los elegantes alrededores de Baden, iluminados por los últimos rayos del sol, y nos pusimos a conversar muy seriamente, tanto como no lo habíamos hecho hasta entonces. L. M., a la que conocía desde hacía mucho tiempo, por primera vez me dio la impresión de ser una mujer buena, inteligente, con la que se podía hablar de todo y con la que era agradable tener amistad. Hablamos de la familia, de los niños, de la vacuidad de la vida de aquí; ambas añorábamos Rusia, la aldea, y de pronto nos sentimos tristes pero bien. Entramos en el castillo todavía bajo la influencia de ese grave sentimiento. Entre las murallas, la atmósfera era sombría, fría; arriba, en las ruinas, el sol retozaba, se oían pasos y voces. A través de la puerta, como si fuese un marco, podía verse el cuadro precioso, pero frío para nosotros los rusos, de Baden. Nos sentamos a descansar y a mirar en silencio la puesta de sol. Las voces se distinguieron con más nitidez, y me pareció que se mencionaba mi apellido. Puse atención y sin querer oí cada palabra. Las voces eran conocidas: la del marqués D. y la del francés, su amigo, al que yo también conocía. Hablaban de mí y de lady S. El francés me comparaba con ella y analizaba la belleza de una y de la otra. No decía nada ofensivo, pero la sangre se me agolpó en el corazón al oír sus palabras. Explicaba con lujo de detalles qué era mejor en mí y qué en lady S. Yo ya tenía un niño, y lady S. tenía diecinueve años; mi trenza era mejor, pero el talle de ella tenía más gracia; lady S. era una gran dama, mientras que «la suya —dijo— no lo es tanto, es una de esas pequeñas princesas rusas que tan a menudo aparecen ahora por aquí». Concluyó diciendo que hacía yo muy bien en no intentar competir con lady S., y que para Baden estaba definitivamente enterrada.

—La compadezco.

—Quizá quiera consolarse con usted —añadió con una risa jovial y descarnada.

—Si se va, iré tras ella —dijo zafiamente la voz con acento italiano.

—¡Mortal feliz! ¡Aún es capaz de amar! —rio el francés.

—¡Amar! —dijo la voz, y guardó silencio—. ¡Acaso es posible no amar! ¡Sin amor no hay vida! Hacer de la vida una novela es lo único que vale la pena. Y mis novelas jamás se quedan inconclusas; esta también la llevaré hasta el final.

Bonne chance, mon ami —dijo el francés.

Después no oímos más porque dieron la vuelta en una esquina y sus pasos se oyeron al otro lado. Bajaron por la escalera y al cabo de unos minutos salieron por la puerta que había a un costado nuestro y se sorprendieron terriblemente al vernos. Yo me ruboricé cuando el marqués D. se me acercó y tuve mucho miedo cuando, al salir del castillo, me ofreció su mano. No pude rehusarla y, caminando detrás de L. M., que iba con el amigo del marqués, llegamos hasta la calesa. Me sentía ofendida por lo que el francés había dicho de mí, aunque en el fondo de mi alma me daba cuenta de que no había dicho sino lo que yo misma sentía; pero las palabras del marqués me habían sorprendido e irritado por su grosería. Me torturaba la idea de que no se sintiera intimidado, pese a que yo había oído sus palabras. Me repugnaba sentirlo tan próximo a mí; y sin verlo, sin responderle, intentaba tomar su mano de tal modo que no pudiera yo oírlo y apresuraba el paso detrás de L. M. y el francés. El marqués decía alguna cosa sobre lo bello del paisaje, sobre la inesperada felicidad de haberme encontrado y algo más, pero yo no lo escuchaba. En ese momento pensaba en mi marido, en mi hijo, en Rusia; había algo que me avergonzaba, algo que me lastimaba, algo que anhelaba y me urgía volver a casa, a mi solitaria habitación del Hôtel de Baden, para reflexionar en libertad sobre todo lo que en ese momento estaba sucediendo en mi alma. Pero L. M. iba despacio, la calesa aún estaba lejos, y mi caballero, me pareció, aminoraba obstinadamente el paso, como intentando detenerme. «¡No puede ser!», pensé, y, decidida, avivé la marcha. Pero él, no cabe duda, me retenía e incluso apretó mi mano. L. M. se perdió al dar la vuelta en el camino, y nos quedamos solos. Sentí terror.

—Disculpe —dije con frialdad, y quise liberar mi mano, pero el encaje de la manga se enganchó en uno de sus botones. Él, inclinando su pecho hacia mí, se puso a desengancharlo, y sus dedos, sin guantes, rozaron mi mano. Un sentimiento nuevo, no sé si de terror o de placer, me recorrió, gélido, la espalda. Puse mis ojos en él para, con una mirada fría, expresarle el desprecio que me infundía; pero en vez de eso, lo que mi mirada expresó fue miedo e inquietud. Sus ojos vehementes y húmedos, justo al lado de mi cara, me miraban apasionados; miraban mi cuello, mi pecho, sus dos manos tocaban mi mano por encima de la muñeca, sus labios abiertos decían algo, decían que me amaban, que yo era todo para él, y esos mismos labios se acercaban a mí, y sus manos apretaban con más fuerza las mías y me abrasaban. El fuego recorría mis venas, la vista se me nublaba, todo mi cuerpo temblaba y las palabras con las que quería detenerlo se secaban en mi garganta. De pronto sentí un beso en mi mejilla y, tiritando y congelada, me detuve y lo miré. No tenía fuerza ni para hablar ni para moverme y, aterrorizada, esperaba y anhelaba algo. Todo esto no duró sino un segundo. ¡Pero ese segundo fue terrible! Lo veía tan bien en ese momento. Entendía tan bien su rostro: esa frente baja y en declive que asomaba por debajo del sombrero de paja, parecida a la frente de mi marido, esa hermosa nariz recta con las aletas abultadas, esos largos y muy ungidos bigotes y esa perilla, esas tersas mejillas afeitadas y ese cuello bronceado. Yo lo odiaba, le tenía miedo, me era del todo ajeno; pero ¡con qué fuerza resonaron en ese momento en mí la inquietud y la pasión de ese hombre ajeno y detestado! ¡Qué irresistible era el deseo de entregarme a los besos de esa boca grosera y hermosa, a los abrazos de esas blancas manos surcadas de finas venas y anillos en los dedos! ¡Qué ganas tenía de lanzarme sin pensar en nada a ese abismo de placeres prohibidos que de pronto se abría frente a mí y me atraía!…

«Soy tan infeliz —pensé—. ¡Sea!, que se acumule más y más la infelicidad sobre mi cabeza».

Él me abrazó con una mano blanca y se inclinó hasta mi rostro. «Que se inclinen sobre mi cabeza más y más la vergüenza y el pecado».

Je vous aime —susurró con una voz que se parecía a la voz de mi marido. Recordé a mi marido y a mi hijo como a dos personas antaño muy queridas con quienes ya no tenía nada que ver. Pero de pronto, en ese momento, desde el recodo del camino se oyó la voz de L. M. que me llamaba. Recuperé el sentido, arranqué mi mano y, sin mirarlo, casi corrí en pos de L. M. Nos sentamos en la calesa y sólo entonces lo vi. Se quitó el sombrero y preguntó algo sonriendo. Él no entendía el asco indescriptible que sentía yo por él en ese momento.

¡Mi vida me parecía tan desgraciada, el futuro tan falto de esperanzas, el pasado tan negro! L. M. hablaba conmigo, pero yo no atinaba a comprender sus palabras. Me parecía que hablaba conmigo sólo por compasión, para ocultar el desprecio que despertaba en ella. En cada una de sus palabras, en cada una de sus miradas creía ver ese desprecio y esa compasión insultante. El beso de la deshonra me abrasaba la mejilla, y me resultaba insoportable pensar en mi marido y en mi hijo. Cuando me quedé sola en mi cuarto, quise reflexionar sobre mi situación, pero tuve miedo de permanecer allí, sola. No me acabé el té que me trajeron y, sin saber para qué, con una prisa delirante me puse a prepararlo todo para tomar el tren nocturno a Heidelberg e ir al encuentro de mi marido.

En el momento en que mi sirvienta y yo nos sentamos en el vagón vacío, la locomotora se puso en marcha y un aire fresco me llegó desde la ventana, comencé a recuperar el sentido y a ver con un poco más de claridad mi pasado y mi futuro. Toda mi vida conyugal desde que nos habíamos mudado a Petersburgo se me apareció de pronto iluminada por una luz distinta, y el reproche anidó en mi conciencia. Por primera vez recordé vivamente el tiempo que habíamos pasado en la aldea, nuestros planes, y por primera vez me vino a la mente una pregunta: ¿cuáles han sido sus alegrías durante este tiempo? Y me sentí culpable frente a él. «Pero ¿por qué no me detuvo, por qué obró con hipocresía, por qué evitó las aclaraciones, por qué me ofendió? —me preguntaba—. ¿Por qué no utilizó la autoridad de su amor conmigo? ¿O no me quería?». Pero por más culpable que él fuera, yo llevaba aquí, en la mejilla, el beso de un hombre ajeno, y lo sentía. Cuanto más me acercaba a Heidelberg, más nítidamente me imaginaba a mi marido y más miedo me daba el encuentro inminente con él. «Se lo diré todo, todo; lo lloraré todo frente a él con lágrimas de arrepentimiento —pensaba—, y él me perdonará». Pero yo misma no sabía qué era ese «todo» que le diría, ni creía que fuese a perdonarme.

Sin embargo, en cuanto entré en la alcoba de mi marido y vi su expresión tranquila, aunque sorprendida, sentí que no tenía para qué contarle nada, que no tenía nada que confesar ni nada por qué pedir perdón. Mi pena no confesada y mi arrepentimiento no debían salir de mí.

—¿Qué haces aquí? —dijo—. Pensaba ir a verte mañana.

Pero cuando vio de cerca mi rostro, pareció asustarse.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —respondí, conteniendo las lágrimas con dificultad—. He vuelto para siempre. Vayámonos a casa, a Rusia, mañana mismo, si es posible.

Guardó silencio un buen rato y me observó con atención.

—A ver, cuéntame, ¿qué te ha ocurrido? —dijo.

Me ruboricé involuntariamente y bajé la vista. En sus ojos brilló un sentimiento de humillación e ira. Yo me asusté de las ideas que pudieran ocurrírsele y con la fuerza de un disimulo que yo misma no esperaba tener, dije:

—No ha ocurrido nada, sólo que me aburría y me sentía triste estando sola, y he pensado mucho en nuestra vida y en ti. ¡Hace tanto tiempo que soy culpable frente a ti! ¿Por qué vas conmigo a donde no quieres ir? Sí, hace mucho que soy culpable frente a ti —repetí, y de nuevo las lágrimas afloraron a mis ojos—. Vayámonos a la aldea, para siempre.

—¡Ah, querida!, déjate de escenas sensibleras —dijo con frialdad—. Me parece magnífico que quieras ir a la aldea, porque tenemos poco dinero; pero que sea para siempre, es un sueño. Sé que no te acostumbrarás. Bébete un té, te sentirás mejor —concluyó mientras se levantaba para llamar al criado.

Imaginé todo lo que podía pensar de mí, y me ofendían las ideas terribles que yo le adjudicaba cuando me encontraba con su mirada, poco segura y como vejada, fija en mí. ¡No! ¡No quiere y no puede entenderme! Dije que iba a ver al niño y abandoné la habitación. Tenía ganas de estar sola y de llorar, llorar, llorar…