VII

Nuestro viaje a Petersburgo, la semana que pasamos en Moscú, sus parientes y los míos, nuestra instalación en el nuevo apartamento, el camino, las nuevas ciudades, los rostros, todo transcurrió como en un sueño. Todo era tan distinto, tan novedoso, tan divertido, todo era tan cálido y estaba tan nítidamente iluminado por su presencia y su amor que la apacible vida en la aldea me pareció algo muy lejano e insignificante. Para mi gran sorpresa, en vez de la soberbia y la frialdad mundanas que yo esperaba encontrar en la gente, fui recibida con una ternura y una alegría tan sinceras (no sólo por parte de los parientes, también de los desconocidos) que parecía que sólo pensaran en mí, que sólo me hubieran estado esperando a mí para sentirse bien ellos. Lo mismo pasaba, también para sorpresa mía, en el círculo social que a mí me parecía el mejor. Mi marido trabó muchas nuevas relaciones, de las que nunca me hablaba, y con frecuencia me resultaba extraño y desagradable oír la severidad de sus juicios sobre algunas de esas personas que a mí me parecían tan buenas. No podía entender por qué su trato con ellos era tan seco, ni por qué intentaba evitar que yo entrara en contacto con muchas personas cuya amistad me parecía halagüeña. Yo creía que cuanta más gente buena se conozca, mejor, y toda esa gente era buena.

—Quiero que sepas cómo será nuestra vida en la ciudad —dijo antes de que dejáramos la aldea—. Aquí somos pequeños acaudalados, pero allá seremos muy pobres; por lo tanto, no podremos quedarnos sino hasta la Semana Santa, y no podremos hacer vida social o nos enredaremos; además, es algo que no me gustaría para ti…

—¿Qué falta me hace la vida social? —respondí—. Sólo iremos al teatro, visitaremos a nuestros parientes, escucharemos alguna ópera y algo de buena música y antes de Semana Santa estaremos de regreso en la aldea.

Pero en cuanto llegamos a Petersburgo, nuestros planes cayeron en el olvido. Me encontré de pronto en un mundo tan nuevo, tan dichoso, tantas alegrías me embargaron el ánimo y tantos nuevos intereses surgieron frente a mí que de inmediato, aunque inconscientemente, repudié mi pasado y me retracté de los planes hechos en ese pasado. «Hasta ahora todo había sido así, como un poco en broma; la vida verdadera no había comenzado todavía, pero ¡hela aquí! ¡Y lo que falta!», pensaba yo. El desasosiego y ese principio de melancolía que tanto me habían inquietado en la aldea, de pronto, como por arte de magia, se desvanecieron. El amor por mi marido se hizo más sereno y no se me ocurría pensar que pudiese quererme menos. Tampoco podía dudar de su amor: cualquier pensamiento que yo tuviera, él lo comprendía de inmediato, cualquier sentimiento lo compartía, cualquier deseo lo cumplía. Su impasibilidad, o bien desapareció, o bien ya no me causaba irritación. Además, yo sentía que él, amén del amor que me profesaba, aquí se complacía mirándome. Cuando después de alguna visita o tras haber entablado alguna nueva relación o luego de alguna velada en nuestra casa durante la cual, temblando de miedo de cometer un error, cumplía yo la función de ama de casa, él decía: «¡Ah, jovencita! ¡Espléndido! ¡No te sientas incómoda! ¡Lo has hecho muy bien, de verdad!», y yo no podía ser más feliz. Poco tiempo después de nuestra llegada a la ciudad le escribió una carta a su madre y cuando me llamó para que yo también la firmara, no quería que leyera lo que había escrito. La consecuencia natural fue exigirle que me permitiera leerla y, finalmente, la leí. «No reconocería usted a Masha —escribía—; yo mismo no la reconozco. ¿De dónde ha salido esta seguridad en sí misma tan llena de salero y de gracia, esta afabilidad, incluso esta mente mundana y esta amabilidad? Y todo se le da con sencillez, donaire y finura. Todos están fascinados con ella y yo mismo no me canso de admirarla, y si fuese posible, la querría aún más».

«¡Vaya! ¡Conque así soy!», pensé. Y qué feliz y qué bien me sentí; incluso llegué a creer que lo amaba más todavía. El éxito del que yo gozaba entre todos nuestros conocidos era para mí totalmente inesperado. Por todos lados me llegaba que en tal sitio le había yo gustado especialmente a un señor, que en tal otro una señora había perdido la cabeza conmigo, alguien me decía que en todo Petersburgo no había una mujer como yo, alguien más me aseguraba que me bastaba con desearlo para ser la mujer más refinada de la sociedad. Pero sobre todo era la prima de mi marido, la princesa D., una mujer de mundo ya entrada en años que de buenas a primeras se enamoró de mí, la que más que nadie solía decirme cosas tan halagadoras que la cabeza me daba vueltas. Cuando por primera vez esa prima me invitó a ir a un baile y se lo pidió a mi marido, él se volvió hacia mí y, de manera apenas perceptible, sonriendo con picardía, me preguntó si quería ir. Yo hice un movimiento afirmativo con la cabeza y sentí que me ruborizaba.

—Confiesa que le gustaría ir como si se tratara de un crimen —dijo él riendo con bondad.

—Porque tú dijiste que no podríamos hacer vida social y, además, sé que a ti no te gusta —respondí yo, con una sonrisa y mirándolo con ojos suplicantes.

—Si tienes muchas ganas, iremos —dijo.

—No, mejor no.

—Tienes ganas, ¿muchas? —volvió a preguntar.

Yo no respondí.

—La vida social no es el mayor de los males —continuó—. Lo que es feo y malo son los deseos irrealizables que esa vida mundana despierta. Hay que ir, no cabe duda, e iremos —concluyó, decidido.

—Si he de decirte la verdad —dije—, nada me gustaría tanto en el mundo como asistir a ese baile.

Fuimos, y el placer que experimenté superó todas mis expectativas. En el baile, de manera más viva que antes, tuve la sensación de ser el centro alrededor del que todo giraba. Sentía que el gran salón había sido iluminado sólo para mí, que la música sonaba para mí y que esa multitud de gente ahí reunida se extasiaba sólo conmigo. Parecía que todos, desde el peluquero y la camarera hasta los bailarines y los ancianos, todos los que pasaban por el salón se dirigieran a mí haciéndome sentir que me querían. La opinión general que de mí se formó en ese baile y de la que me enteré por la prima fue que no me parecía en nada a las otras mujeres, que en mí había algo especial, provinciano, sencillo y encantador. Este éxito me halagó hasta tal punto que con toda franqueza le dije a mi marido lo mucho que me gustaría asistir a lo largo del año a dos o tres bailes más «para quedar bien satisfecha de ellos», añadí, en contra de lo que me dictaba la conciencia.

Mi marido aceptó de buen grado y al principio me acompañaba con gusto, se alegraba de mis éxitos y parecía haber olvidado o, quizá, haberse retractado de lo que había dicho antes.

Sin embargo, poco a poco, tal era mi impresión, comenzó a aburrirse y a sentirse cansado de la vida que llevábamos. Pero yo ya no tenía tiempo para ocuparme de ello, y si de vez en cuando me percataba de su mirada atenta y grave dirigida a mí, no intentaba desentrañar su significado. Estaba tan ofuscada por ese súbito amor que por mí se había despertado de pronto en tanta gente extraña, por ese aire de elegancia, de placer y novedad que ahora respiraba por primera vez, había desaparecido tan repentinamente esa su influencia moral que tanto me oprimía, y me resultaba tan agradable en este nuevo mundo no sólo ponerme a su altura sino situarme por encima de él y de ese modo amarlo más y de forma más independiente que antes, que no lograba entender qué era aquello, tan dañino para mí, que él veía en la vida social. Yo experimentaba un nuevo sentimiento de orgullo y vanidad cada vez que, al entrar en un baile, todos los ojos se dirigían a mí, y él, como avergonzándose de reconocer frente a la multitud que yo le pertenecía, se apresuraba a dejarme y se perdía en medio de la negra multitud de fracs. «¡Espera! —pensaba yo con frecuencia, buscando con los ojos al final del salón esa figura suya que no destacaba y que a veces parecía mortificada—, ¡espera!; cuando volvamos a casa verás y comprenderás para quién quise estar tan elegante y tan bonita, y qué es lo que amo de todo lo que esta noche me rodea». Creía sinceramente que mis éxitos me alegraban únicamente por él, únicamente para él, para poder sacrificárselos a él. Lo único por lo que la vida social podría ser dañina para mí, pensaba, era por la eventualidad de que llegara a sentirme atraída por alguna de las personas con las que me cruzaba y que mi marido sintiera celos; pero él tenía tanta confianza en mí, parecía tan tranquilo y tan indiferente, que todos los jóvenes me parecían insignificantes comparados con él, de modo que el único peligro, en mi opinión, que podía entrañar la vida social para mí acababa por no parecerme terrible. Sin embargo, el galanteo de muchas personas con las que me cruzaba yo en los actos sociales me producía placer, halagaba mi vanidad y me obligaba a pensar que había cierto mérito en el amor que sentía por mi marido, haciendo que mi trato con él fuese más seguro y, tal vez, más descuidado.

—No creas que no me di cuenta de qué manera tan animada estuviste conversando con N. N. —le dije en una ocasión al volver de un baile, amenazándolo con un dedo y pronunciando el nombre de una conocida dama de San Petersburgo con la que él, efectivamente, había estado conversando esa noche. Lo dije para sacudirlo; estaba especialmente callado y aburrido.

—¿Qué sentido tiene decir una cosa así? Y eres tú quien la dice, tú, Masha —dijo entre dientes y contrayendo el rostro, como si fuera presa de un dolor físico—. ¡Esto no nos va, Masha, ni a ti ni a mí! Déjaselo a otros; esas falsas relaciones pueden acabar con nuestras verdaderas relaciones, y yo aún tengo esperanza de que las verdaderas vuelvan.

Sentí vergüenza y guardé silencio.

—¿Volverán, Masha? ¿Qué crees tú? —preguntó.

—No se han estropeado ni se estropearán —dije, y en ese momento lo creía así.

—Ojalá —pronunció—. De otra manera, ya iría siendo hora de volver a la aldea.

Pero esto sólo me lo dijo una vez. El resto del tiempo tenía la impresión de que disfrutaba tanto como yo, y eso me hacía sentir contenta y feliz. «Quizás a veces se aburra —me decía para consolarme—, pero yo ya me aburrí lo mío por él en la aldea»; y si nuestras relaciones habían cambiado un poco, todo volvería a ser como antes en cuanto en verano nos quedáramos solos con Tatiana Semiónovna en nuestra casa de Nikólskoe.

El invierno transcurrió sin que me percatara, y nosotros, a pesar de nuestros planes, incluso la Semana Santa la pasamos en Petersburgo. La primera semana después de la Pascua, la de Santo Tomás, cuando ya nos disponíamos a marchar, cuando ya todo estaba empacado y mi marido, tras haber comprado regalos, diversos objetos y flores para la vida en la aldea, se hallaba en una disposición de ánimo particularmente alegre y cariñosa, llegó la prima a visitarnos y nos pidió que nos quedáramos hasta el sábado para poder asistir a la recepción que ofrecía la condesa R. Nos dijo que la condesa me invitaba muy especialmente, que el príncipe M., que se encontraba en Petersburgo, se había quedado con ganas de conocerme desde el baile anterior, que sólo para esto iría a la recepción, y que, además, decía que yo era la mujer más bonita de Rusia. Toda la ciudad asistiría y, en una palabra, estaría pésimamente mal que yo no fuera.

Mi marido estaba al otro lado de la sala conversando con alguien.

—¿Qué me dice, Marie, irá? —preguntó la prima.

—Teníamos planeado volver a la aldea pasado mañana —respondí indecisa, y miré a mi marido. Nuestros ojos se encontraron, pero él rápidamente desvió la vista.

—Lo convenceré para que se queden —dijo la prima—, y el sábado iremos a marearlos a todos. ¿Sí?

—Esto destruiría nuestros planes, y ya hemos hecho las maletas —dije, comenzando a ceder.

—¿Y por qué no va esta misma noche a hacerle una reverencia al príncipe? —espetó mi marido desde el lado opuesto de la sala con un tono de irritación y enojo que yo no le había oído hasta entonces.

—¡Vaya! Está celoso, es la primera vez que lo veo —rio la prima—. No es por el príncipe que trato de convencerla, Serguéi Mijáilich, sino por todos nosotros. ¡No se imagina cuánto ha pedido la condesa R. que asista!

—Depende únicamente de ella —comentó gélido mi marido, y salió.

Vi que estaba más alterado que de costumbre; eso me atormentaba y no le prometí nada a la prima. En cuanto ella se despidió fui hasta donde estaba mi marido. Él iba de un lado a otro pensativo, y ni me vio ni me oyó cuando entré de puntillas en la habitación.

«Sueña con la apacible casa de Nikólskoe —pensé cuando lo vi—, con el café de la mañana en la sala luminosa, con sus campos y sus campesinos, con las tardes en la pieza de los divanes, y nuestras cenas a escondidas más allá de la medianoche. ¡No! —decidí para mí misma—. Todos los bailes del mundo, todas las lisonjas de todos los príncipes del universo no valen su gozoso desconcierto ni su tierno cariño». Y quise decirle que no iría a la recepción, que no quería ir, cuando de pronto se volvió y, al verme, frunció el ceño y la expresión dulce y pensativa de su rostro cambió. De nuevo, la sagacidad, la cordura y la entereza paternal aparecieron en su mirada. No quería que yo lo viera como una persona sencilla; necesitaba erguirse frente a mí como un dios en un pedestal.

—¿Qué ocurre, querida? —preguntó, y se volvió hacia mí con negligencia y tranquilidad.

No respondí. Me dolía que buscara ocultarse de mí, que no siguiera siendo tal y como yo lo amaba.

—¿Quieres ir el sábado a la recepción? —preguntó.

—Quería —respondí—, pero sé que a ti no te agradan esas cosas. Además, ya están hechas las maletas —añadí.

Nunca antes me había mirado con tanta frialdad, nunca antes me había hablado con tanta frialdad.

—No me iré antes del martes y ordenaré que deshagan el equipaje —dijo—; por lo tanto, puedes ir, ya que eso es lo que quieres. Hazme el favor, ve. No me iré.

Como siempre que estaba alterado, se puso a pasear de forma irregular por la habitación sin mirarme.

—Decididamente no te entiendo —dije sin moverme y siguiéndolo con los ojos—. Dices que siempre estás tranquilo —jamás lo había dicho—. ¿Por qué hablas de esa forma tan extraña conmigo? ¡Por ti estoy dispuesta a sacrificar este gusto y tú me hablas como con ironía, como nunca antes lo habías hecho, y encima me exiges que vaya!

—¡Vaya, vaya! Tú sacrificas —puso un acento especial en esa palabra— y yo sacrifico. ¿Acaso puede haber algo mejor? Una lucha de generosidades. ¿No es eso la felicidad conyugal?

Nunca antes lo había oído pronunciar unas palabras tan encarnizadamente burlonas como esas. Pero su burla, en vez de hacerme sentir avergonzada, me ofendía, y su encarnizamiento en vez de asustarme, se me contagiaba. ¿Era él, una persona siempre temerosa de las frases que tuvieran que ver con nosotros, una persona siempre sincera y sencilla, era él quien pronunciaba esas palabras? ¿Y por qué? Porque yo quería, honestamente, sacrificar por él un gusto en el que no veía nada malo, y porque apenas un minuto antes de todo aquello yo lo había entendido y amado tanto. Nuestros papeles se invirtieron: él evitaba las palabras directas y sencillas; yo las buscaba.

—Has cambiado mucho —dije suspirando—. ¿De qué soy culpable frente a ti? Si no hubiese sido la recepción, habría sido otra cosa, algo hay en tu corazón, y desde hace tiempo, contra mí. ¿Qué sentido tiene la falta de sinceridad? Antes tú mismo la temías. Dímelo directamente: ¿qué tienes contra mí?

«Algo dirá», pensaba yo recordando, ufana, que en todo el invierno no había habido nada que pudiera reprocharme.

Me coloqué en el centro de la habitación de manera que él tuviese que pasar cerca de mí, y lo seguí con la mirada. «Se me acercará, me abrazará, y ahí acabará el problema», pensé, e incluso lamenté que no hubiera necesidad de demostrarle lo equivocado que estaba. Pero él se detuvo al fondo de la habitación y me miró.

—¿Sigues sin entender? —dijo.

—Sí.

—Pues entonces te lo diré. Me resulta repugnante, por primera vez me resulta repugnante lo que siento y no puedo dejar de sentir. —Se detuvo, al parecer, asustado por el brusco sonido de su voz.

—¿Qué pasa? —pregunté con lágrimas de indignación en los ojos.

—Me resulta repugnante que un príncipe te haya encontrado bonita y que por eso corras a su encuentro, olvidándote de tu marido, de ti misma y de la dignidad de la mujer, y que no quieras entender lo que está obligado a sentir por ti tu marido, ya que en ti no existe el sentimiento de dignidad. Al contrario, vienes a decirle a tu marido que «haces un sacrificio», es decir, «mostrarme ante Su Excelencia es para mí una felicidad mayor, pero la sacrifico».

Cuanto más hablaba, más lo exacerbaban los sonidos de su propia voz, y esa voz sonaba venenosa, cruel y brutal. Nunca lo había visto, ni había imaginado verlo así; se me agolpó la sangre en el pecho, tuve miedo, pero al mismo tiempo la sensación de vergüenza inmerecida y de amor propio agraviado me alteraba y tuve ganas de vengarme de él.

—Hace mucho que esperaba esto —dije—. Habla, habla…

—No sé lo que esperabas —continuó—, pero yo podía esperar lo peor al verte día a día en esta mugre, en este ocio, en el lujo de una sociedad estúpida; y ha llegado… Ha llegado el momento en que siento una vergüenza y un dolor como no había sentido nunca; dolor por mí cuando tu amiga, con sus manos sucias, se introduce en mi corazón y habla de celos, de los celos que yo siento, ¿por quién? Por una persona a la que ni tú ni yo conocemos. Y tú, como ex profeso, insistes en no entenderme y pretendes sacrificarme ¿qué?… Y vergüenza por ti, ¡me avergüenza tu humillación!… ¡Sacrificio! —repitió.

«¡Vaya!, ahí está, ese es el poder del marido —pensé—. Ofender y humillar a la mujer que no es culpable de nada. Ahí está, esos son los derechos del marido, pero yo no me someteré».

—No, no sacrificaré nada por ti —dije, sintiendo de qué manera tan poco natural se me ensanchaban las aletas de la nariz y la sangre abandonaba mi cara—. El sábado iré a la recepción; iré pase lo que pase.

—Y ojalá te diviertas, pero entre nosotros todo se acabó —gritó en un arrebato de locura incontenible—. Ya no me torturarás más. Fui un estúpido al… —empezó de nuevo, pero sus labios se pusieron a temblar y, haciendo evidentemente un esfuerzo, se contuvo para no terminar la frase que había comenzado.

Tuve miedo y lo odié en ese momento. Quería decirle muchas cosas y vengarme de todas las ofensas; pero si hubiese abierto la boca me habría echado a llorar y eso habría sido mi ruina frente a él. Salí de la habitación en silencio. Pero en cuanto dejé de oír sus pasos, me aterró lo que habíamos hecho. Me aterró que fuera a romperse para siempre esta relación que era toda mi felicidad, y quise volver. «¿Se habrá tranquilizado lo suficiente para entenderme cuando en silencio le tienda la mano y lo mire? —pensé—. ¿Comprenderá mi generosidad? ¿Y qué si llama hipocresía a mi sufrimiento? ¿O si con la conciencia de estar en lo correcto, arrogante y tranquilo, acepta mi arrepentimiento y me perdona? ¿Y por qué, por qué él, a quien tanto he amado, me ha ofendido de esta manera?…».

No fui a su habitación; me recogí en la mía, donde estuve largo rato sentada sola llorando, recordando con terror cada una de las palabras de la conversación que habíamos tenido, cambiando unas por otras, añadiendo nuevas palabras, palabras buenas, y otra vez recordando con terror y con una sensación de ofensa lo que había ocurrido. Cuando a media tarde salí para tomar el té y delante de S., que estaba en casa, me encontré con mi marido, sentí que todo un abismo se había abierto entre nosotros. S. me preguntó cuándo nos iríamos a la aldea. No tuve tiempo de responder.

—El martes —respondió mi marido—, pues aún tenemos que ir a la recepción de la condesa R. Porque vas a ir, ¿no es cierto? —se dirigió a mí.

Me asustó el sonido de esa voz sencilla y miré tímidamente a mi marido. Sus ojos estaban puestos en mí. Su mirada era feroz y burlona; su voz, uniforme y fría.

—Sí —respondí.

Por la noche, cuando nos quedamos a solas, se me acercó y me tendió la mano.

—Olvida, por favor, cuanto te dije —me pidió.

Yo tomé su mano; una sonrisa temblorosa se esbozó en mi cara, y las lágrimas estaban a punto de derramarse de mis ojos, cuando él retiró su mano y, como temiendo una escena sensiblera, se sentó en un sillón bastante alejado de mí. «¿Será posible que siga creyendo que tiene razón?», pensé, y toda la explicación que había preparado, junto con la súplica de no ir a la recepción, se me quedaron en la punta de la lengua.

—Hay que escribirle a mamá que hemos retrasado la salida —dijo—, para que no se preocupe.

—¿Y cuándo tienes pensado que nos vayamos? —pregunté.

—El martes, al salir de la recepción —respondió.

—Espero que no lo hagas por mí —dije, mirándolo a los ojos. Pero sus ojos sólo miraban, no expresaban nada, como si algo los hubiese velado. De pronto su rostro me pareció viejo y desagradable.

Fuimos a la recepción, y parecía que entre nosotros de nuevo hubiese una buena relación amistosa, benevolente; pero era una relación sumamente distinta de como había sido.

En la recepción, me hallaba yo sentada entre las damas cuando el príncipe se me acercó, de modo que tuve que levantarme para hablar con él. Mientras me levantaba, busqué con los ojos a mi marido y vi que me miraba desde el otro extremo del salón; me dio la espalda. De pronto fui presa de tanta vergüenza y tanto dolor que me sentí enfermizamente desconcertada, y mi cara y mi cuello se ruborizaron ante la mirada del príncipe. Pero no tenía más remedio que seguir ahí, de pie, oyendo lo que él me decía mientras me miraba desde arriba. Nuestra conversación no duró mucho; no tenía donde sentarse a mi lado y también, seguramente, percibió que me sentía muy incómoda con él. La conversación versó sobre el baile anterior, sobre dónde transcurrían mis veranos, etcétera. Al despedirse de mí, manifestó su deseo de conocer a mi marido, y luego vi cómo en el otro extremo del salón se encontraron y estuvieron conversando. El príncipe, seguramente, debió de comentarle algo a propósito de mí porque en plena charla, sonriendo, miró hacia donde yo estaba.

Mi marido de pronto se encendió, hizo una profunda reverencia y se alejó del príncipe. Yo también me ruboricé; me avergonzaba la idea que el príncipe pudiera hacerse de mí y sobre todo de mi marido. Me pareció que todo el mundo se había dado cuenta de mi embarazosa timidez cuando hablaba con el príncipe, que se habían percatado de su curioso proceder; Dios sabe cómo podrían explicarlo: ¿estarían enterados de la conversación entre mi marido y yo? La prima me llevó de regreso a casa, y por el camino hablamos de mi marido. No me aguanté y le conté todo lo que esta desgraciada recepción había provocado entre nosotros. Ella me tranquilizó diciendo que se trataba de una riña común y corriente, sin importancia, y que no dejaría huella alguna; me explicó, desde su punto de vista, el carácter de mi marido, y encontró que últimamente se había vuelto muy poco comunicativo y orgulloso; yo estuve de acuerdo con ella, y me pareció que había comenzado a entenderlo con más serenidad y mejor.

Pero después, cuando nos quedamos solos él y yo, el juicio que le habíamos hecho me punzaba en la conciencia como un crimen y sentía que el abismo que nos separaba se había hecho más hondo.