VI

Los días, las semanas, dos meses de vida apartada en la aldea pasaron sin que nos diésemos cuenta, según nos pareció entonces; y sin embargo, los sentimientos, las inquietudes y la felicidad de esos dos meses podrían ser suficientes para toda una vida. Mis sueños y los suyos sobre cómo organizaríamos nuestra vida en la aldea se hicieron realidad de una manera totalmente distinta de como esperábamos. Pero nuestra vida no desmerecía frente a nuestros sueños. No había que trabajar rigurosamente, ni cumplir con la obligación de sacrificarse en aras del otro como había imaginado mientras fui novia. Al contrario, lo que había era un sentimiento interesado de amor mutuo, el deseo de ser amado, una alegría constante y sin motivo y el olvido de todo en el mundo. Es cierto que a veces él se retiraba a su gabinete para ocuparse de alguna gestión, a veces iba a la ciudad por algún asunto o recorría la hacienda; pero yo veía cuánto le pesaba separarse de mí. Y él mismo confesaba que cualquier cosa en el mundo en la que yo no figurase le parecía tan absurda que no lograba entender cómo podía dedicarse a ella. A mí me sucedía lo mismo. Leía, me dedicaba a la música, a su madre, a la escuela; pero todo era únicamente porque cada una de estas ocupaciones estaba relacionada con él y merecía su aprobación; pero en cuanto él no estaba ligado a alguna cosa, los brazos se me caían, y me resultaba muy extraño pensar que hubiese en el mundo algo aparte de él. Quizá no fuera un sentimiento bueno, quizá fuera egoísta, pero era un sentimiento que me procuraba felicidad y me elevaba muy por encima del mundo entero. Sólo él existía para mí en el mundo, y para mí era el más maravilloso y el más impecable de los hombres; por eso no podía vivir para nada más que no fuese él, que no fuese ser a sus ojos lo que él creía que yo era. Y él me creía la mejor y la primera de las mujeres del mundo, dotada de todas las virtudes posibles; y yo intentaba ser esa mujer a los ojos del mejor y el primer hombre de todo el universo.

En una ocasión entró en mi alcoba en el momento en que yo estaba rezando. Lo miré y seguí rezando. Se sentó a la mesa para no molestarme y abrió un libro. Pero a mí me pareció que me estaba mirando y me volví. Él sonrió, yo me reí y no pude seguir mi oración.

—¿Tú ya has rezado? —le pregunté.

—Sí. Pero continúa, yo me voy.

—Tú rezas, espero…

Él, sin responder, quiso irse, pero lo detuve.

—Prenda mía, por favor, hazlo por mí, di una oración conmigo.

Se paró junto a mí y, bajando los brazos torpemente, con una cara muy seria, titubeando, comenzó la oración. De vez en cuando se volvía hacia mí, buscaba en mi rostro aprobación y ayuda.

Cuando terminó, me reí y lo abracé.

—¡Todo! ¡Todo es gracias a ti! ¡Como si de nuevo tuviera yo diez años! —dijo sonrojándose y besando mis manos.

Nuestra casa era una de esas viejas casas de pueblo en las que, respetando y queriendo una cosa y otra, habían vivido varias generaciones de parientes. Todos los rincones desprendían un olor a recuerdos agradables y honrados que súbitamente, en cuanto entré en la casa, parecieron volverse míos. La decoración y el orden los llevaba, a la antigua usanza, Tatiana Semiónovna. No se puede decir que todo fuese elegante y hermoso; había de todo en demasía, empezando por los sirvientes y terminando con los muebles y los guisos, pero todo estaba pulcro, era duradero, estaba bien cuidado e inspiraba respeto. En la sala, los muebles se hallaban acomodados simétricamente; también los retratos colgaban en simetría y sobre el suelo se extendían alfombras hechas en casa y esterillas. En la pieza de los divanes había un viejo piano, pequeños armarios de dos modelos distintos, divanes y mesitas con latón e incrustaciones. En mi gabinete, decorado gracias a la diligencia de Tatiana Semiónovna, se hallaban los mejores muebles de distintas épocas y modelos y, también, un antiguo espejo de cuerpo entero en el que al principio no podía mirarme de ninguna manera sin sentir vergüenza, pero al que después, como a un viejo amigo, llegué a querer. A Tatiana Semiónovna no se la oía, pero todo en casa funcionaba como un reloj, aunque había demasiada servidumbre. Pero toda esa servidumbre, que utilizaba un calzado suave y sin tacones (Tatiana Semiónovna consideraba el chirrido de las suelas y el golpeteo de los tacones la cosa más desagradable del mundo), toda esa servidumbre parecía orgullosa de su condición, temblaban frente a la vieja dama, pero a mi marido y a mí nos veían con un cariño protector y, al parecer, realizaban su trabajo con un deleite especial. Todos los sábados, sin excepción, se fregaban los suelos y se sacudían las alfombras; cada primero de mes se oficiaba un servicio religioso con agua bendita, cada día del santo de Tatiana Semiónovna, de su hijo (y mío, por primera vez ese otoño) se ofrecía un banquete para las gentes de los alrededores. Y todo esto se había realizado invariablemente desde que Tatiana Semiónovna tenía memoria de sí misma. Mi marido no intervenía en la administración de la casa y sólo trabajaba en las cuestiones relacionadas con los campos y con los campesinos, y trabajaba mucho. Se levantaba, aun en invierno, muy temprano, de manera que cuando yo me despertaba, él ya no estaba. Volvía, por lo general, para el té, que solíamos tomar a solas, y a esa hora, después de todas las gestiones y todos los disgustos relacionados con la explotación de las tierras, casi siempre se encontraba en ese alegre estado de ánimo que nosotros llamábamos «loco entusiasmo». Con frecuencia le pedía que me contara qué había hecho por la mañana, y él me contaba tales absurdos que nos moríamos de risa; a veces pedía un relato serio y él, conteniendo la sonrisa, me complacía. Yo miraba sus ojos, sus labios en movimiento y no entendía nada, sólo me complacía viéndolo y escuchando su voz.

—¿Qué te acabo de contar? Repítemelo —me decía.

Pero yo no podía repetir nada. Era tan divertido que él me contara algo que no tenía que ver ni con él ni conmigo, sino con algo más. Como si no me diera igual cualquier cosa que pasara. Sólo mucho más tarde comencé a entender y a interesarme por aquello a lo que él se dedicaba. Tatiana Semiónovna no salía hasta la hora de la comida, tomaba el té sola y nos saludaba únicamente por medio de intermediarios. En nuestro pequeño mundo, tan particular y tan extravagantemente feliz, sonaba tan rara su voz desde aquel rinconcito, distinto, maduro, ordenado, que con frecuencia no podía contenerme y reía en respuesta a la sirvienta que, con los brazos cruzados, nos comunicaba rítmicamente que Tatiana Semiónovna había ordenado preguntar cómo habíamos pasado la noche después del paseo de ayer y, sobre su persona, había ordenado informar que toda la noche le había dolido un costado y que en la aldea un perro tonto había estado ladrando y le había impedido dormir. «Y además ha ordenado que les pregunte si les han gustado las galletas de hoy, y ha pedido que reparen en que esta mañana, por primera vez y para probar, no las horneó Tarás, sino Nikolashka, y que lo ha hecho bastante bien, sobre todo las rosquillas, porque las tostadas se le han quemado». Hasta la hora de la comida pasábamos poco tiempo juntos. Yo tocaba el piano y leía sola; él escribía, volvía a salir; pero a la hora de la comida, a las cuatro de la tarde, nos reuníamos en el comedor; mamá emergía desde su alcoba y aparecían las dos o tres nobles damas venidas a menos y las peregrinas que siempre había en casa. Invariablemente, todos los días, mi marido, siguiendo una vieja costumbre, daba a su madre la mano para ir al comedor, pero ella exigía que me diera a mí la otra mano e, invariablemente, todos los días, nos apretujábamos en las puertas. La comida la presidía mamá, y la conversación se desarrollaba en un tono razonablemente sensato y hasta un poco solemne. Las sencillas palabras que pronunciábamos mi marido y yo rompían de manera agradable la solemnidad de estas sesiones a la hora de comer. Entre la madre y el hijo a veces se suscitaban discusiones y guasas del uno al otro. A mí me gustaban particularmente esas discusiones y esas guasas porque a través de ellas era como se expresaba con más fuerza el amor sólido y tierno que los unía. Después de la comida, maman se sentaba en la sala en el sillón grande y trituraba el tabaco o separaba las hojas de los libros que acababa de recibir, y los leíamos en voz alta o íbamos a la pieza de los divanes a tocar el clavicordio. Leíamos mucho juntos en esa época, pero la música era nuestra ocupación favorita y nuestro más grande placer, despertando cada vez nuevas cuerdas en nuestros corazones y haciendo que cada vez nos descubriéramos de nuevo mutuamente. Cuando yo tocaba sus obras favoritas, él se sentaba en el diván más alejado, donde casi no podía verlo, y, por pudor, intentaba ocultar la impresión que mi música causaba en él. Pero a menudo, cuando menos lo esperaba, me levantaba del piano, me acercaba a él e intentaba sorprender en su rostro las huellas de la emoción, ese brillo insólito y esa humedad en sus ojos que él en vano intentaba ocultarme. Con frecuencia, mamá tenía ganas de vernos cuando estábamos en la pieza de los divanes, pero seguramente temía molestarnos y entonces a veces, haciendo como si no nos mirara, atravesaba la habitación con una expresión indiferente y aparentemente seria; pero yo sabía que no tenía para qué ir a su alcoba y volver tan pronto. El té de la tarde lo servía yo en la gran sala, y de nuevo todas las personas que vivían en casa se reunían alrededor de la mesa. Estas sesiones solemnes frente a la armadura del samovar y la repartición de vasos y tazas me desconcertaban. Siempre me parecía que no era digna de un honor tan grande, que era demasiado joven y atolondrada para hacer girar la llave de un samovar de ese tamaño, poner el vaso en la bandeja y decirle a Nikita: «Para Piotr Ivánovich, para Maria Mínichna», o preguntar: «¿Está suficientemente dulce?», y dejar terroncitos de azúcar para el aya y las personas que los merecían. «Magnífico, magnífico —decía con frecuencia mi marido—, como si fuera mayor», y eso no hacía sino aumentar mi desconcierto.

Después del té, maman hacía un solitario o escuchaba las adivinaciones de Maria Mínichna; luego nos besaba y nos daba la bendición a los dos, y nosotros nos retirábamos a nuestra habitación. La mayor parte de las veces, sin embargo, nos quedábamos despiertos hasta más allá de la medianoche, y esos eran los momentos mejores y más agradables. Él me hablaba de su pasado, hacíamos planes; a veces filosofábamos e intentábamos hablar bajito para que no nos oyeran arriba y no fueran a contarle a Tatiana Semiónovna que estábamos despiertos, ya que ella exigía que nos acostáramos temprano. A veces, si teníamos hambre, íbamos sin hacer ruido hasta la despensa, nos hacíamos con una cena fría gracias al amparo de Nikita y nos la comíamos a la luz de una sola vela en mi gabinete. Él y yo vivíamos como extraños en esa inmensa casa donde el riguroso espíritu de otros tiempos de Tatiana Semiónovna reinaba sobre todas las cosas. No sólo ella, también los sirvientes, las viejas criadas, los muebles, los cuadros me infundían respeto, cierto miedo y la conciencia de que él y yo, de alguna manera, no estábamos en el lugar que nos correspondía y que debíamos vivir con sumo cuidado y siempre atentos. Cuando ahora lo recuerdo, veo que mucho —ese inalterable orden que nos encadenaba, ese montón de gente curiosa y desocupada que vivía en nuestra casa— era incómodo y pesado; pero entonces esa falta de libertad no hacía sino avivar nuestro amor. No sólo yo, él tampoco mostraba de ninguna manera que hubiera algo que le desagradara. Al contrario, incluso era como si él mismo se escondiera de lo que estaba mal. El lacayo de mamá, Dmitri Sídorovich, un apasionado de la pipa, invariablemente, todos los días, después de comer, cuando nosotros estábamos en la pieza de los divanes, visitaba el gabinete masculino y se hacía con tabaco de la caja; y había que ver con qué zozobra tan divertida Serguéi Mijáilich, de puntillas, se me acercaba y, amenazándolo con un dedo y guiñando un ojo, señalaba a Dmitri Sídorovich, que no sospechaba siquiera que lo estábamos viendo. Y cuando Dmitri Sídorovich se iba sin habernos descubierto, mi marido comentaba, contento porque todo hubiese terminado bien, como en otras ocasiones, que yo era un encanto, y me besaba. A veces esa tranquilidad, ese perdón incondicional y esa aparente indiferencia por todo me disgustaban; no me daba cuenta de que en mí había lo mismo y lo consideraba una debilidad. «¡Es como un niño que no se atreve a mostrar su voluntad!», pensaba.

—Ay, querida —me respondió cuando en una ocasión le dije que me sorprendía su debilidad—, ¿acaso se puede estar descontento de algo cuando se es tan feliz como soy yo? Resulta más fácil ceder que someter a los otros; hace mucho que me he convencido de esto, y no hay ninguna situación en la que no se pueda ser feliz. ¡Y nosotros estamos tan bien! No tengo razón para enfadarme; para mí ahora no existe nada malo, existe sólo lo digno de compasión y lo entretenido. Y, lo principal, le mieux est l’ennemi du bien. ¿Me creerás que cuando oigo una campanilla, recibo una carta o simplemente me despierto, siento miedo? Miedo porque la vida sigue y algo puede cambiar; y nada puede ser mejor que lo que hoy tenemos.

Yo le creía, pero no lo entendía. Me sentía bien, pero consideraba que las cosas debían ser así y no de otra manera y, además, me ocurre que siempre pienso que allá, en algún lado, hay otra felicidad, si no más grande, sí diferente.

Así transcurrieron dos meses. Llegó el invierno con sus fríos y sus tormentas de nieve y yo, pese a que él estaba conmigo, comencé a sentirme sola, comencé a sentir que la vida se repetía y que no había en mí, ni en él, nada nuevo; al contrario, era como si retornáramos a lo viejo. Él comenzó a dedicarse a sus asuntos más que antes, y yo volví a tener la impresión de que en su alma había un mundo específico que me estaba vedado. Su eterna tranquilidad me irritaba. No es que lo amara menos que antes, ni que fuera menos feliz que antes con su amor; pero mi amor se estancó, ya no crecía, y amén del amor, un sentimiento desasosegado, nuevo para mí, comenzó a infiltrarse en mi alma. Me parecía poco amar una vez conocida la felicidad de amarlo. Quería movimiento y no el fluir sosegado de la vida. Quería inquietudes, peligros y sacrificio en aras del sentimiento. Había un exceso de energía en mí que no encontraba su lugar en nuestra vida apacible. Era presa de arrebatos de melancolía que yo, como si fuera algo malo, intentaba ocultarle, y también tenía arrebatos de una desbocada ternura y regocijo, que lo asustaban. Él advirtió aun antes que yo mi situación y me propuso que nos trasladáramos a la ciudad; pero yo le pedí que no lo hiciéramos, que no cambiáramos nuestra forma de vida, que no perturbáramos nuestra felicidad. Y es que, de verdad, era feliz; pero me martirizaba que esa felicidad mía no me costara ningún trabajo, que no conllevara ningún sacrificio, cuando la energía para el trabajo y el sacrificio me atormentaban. Lo amaba y me daba cuenta de que yo era todo para él; pero quería que nuestro amor fuera visible, que me pusieran obstáculos para amarlo y seguir amándolo de todas formas. Mi cabeza, e incluso mi corazón, estaban ocupados, pero había otra disposición, la juventud, que exigía movimiento, que no encontraba satisfacción en nuestra vida apacible. ¿Para qué me habría dicho que podíamos irnos a la ciudad en cuanto yo lo quisiera? Si no me lo hubiese dicho, tal vez habría entendido que esa sensación que me torturaba era una estupidez dañina, que la culpa era mía, que el sacrificio que yo buscaba estaba ahí, delante de mí, y consistía en reprimir esa sensación. La idea de que podría librarme de aquella tristeza con sólo trasladarme a la ciudad se me ocurría una y otra vez; pero al mismo tiempo, que por mí se alejara de todo lo que quería me hacía sentir avergonzada y mal. Pero el tiempo transcurría, la nieve encalaba con una capa cada vez más alta las paredes de la casa, y nosotros seguíamos estando siempre solos, y siempre el uno frente al otro; y sin embargo, allá, en algún lugar, en medio del brillo y del bullicio, multitud de gente experimentaba inquietudes, sufrimientos y alegrías sin pensar en nosotros ni en nuestra existencia, que poco a poco iba extinguiéndose. Lo peor para mí era que sentía cómo día tras día la rutina aherrojaba nuestra vida y le daba una forma determinada, cómo nuestro sentimiento perdía libertad al someterse al acompasado e impasible fluir del tiempo. Durante la mañana estábamos contentos; durante la comida, respetuosos, y por la noche, tiernos. «¡Basta! —me dije—. Está bien hacer el bien y vivir con honradez, como él dice; pero ya tendremos tiempo de eso. En cambio, hay algo para lo que sólo ahora tengo fuerzas». Yo no necesitaba eso, necesitaba la lucha; necesitaba que el sentimiento fuese el que dirigiera nuestra vida y no la vida nuestro sentimiento. Me habría gustado acercarme con él al borde de un precipicio y decir: «Estoy a un paso, me lanzaré, un movimiento y estaré muerta», y que él, perdiendo el color junto al precipicio, me tomara con sus fuertes manos, me mantuviera al borde de este unos instantes hasta que el corazón se me helara de espanto, y luego me llevara a donde él quisiera.

Esta situación afectó incluso a mi salud, y mis nervios comenzaron a alterarse. Una mañana me sentía peor que de costumbre; él volvió del despacho de mal humor, lo que ocurría muy rara vez. Me di cuenta al instante y le pregunté qué le ocurría. No quiso responderme, arguyendo que no valía la pena. Según me enteré después, el jefe de la policía del distrito había alborotado a nuestros campesinos y, debido a que no simpatizaba con mi marido, exigía de ellos algo ilegal y los amenazaba. Mi marido no había tenido tiempo de digerir todo aquello y hacer que se convirtiera en algo anecdótico e insignificante; estaba irritado y por eso prefería no hablarlo conmigo. Pero a mí me pareció que no quería contármelo porque me consideraba una niña pequeña incapaz de entender aquello que ocupaba sus pensamientos. Le di la espalda, guardé silencio y ordené que invitaran a Maria Mínichna, que estaba de huésped en nuestra casa, a tomar el té. Después del té, que terminé particularmente rápido, me llevé a Maria Mínichna a la pieza de los divanes y me puse a hablar con ella en voz muy alta sobre no sé qué tontería que en realidad me tenía sin cuidado. Él daba vueltas por la habitación, lanzándonos de vez en cuando una mirada. No sé por qué en ese momento aquellas miradas actuaban en mí de manera que cada vez tenía más ganas de hablar e incluso de reírme; me parecía divertido todo lo que le decía a Maria Mínichna y también todo lo que ella me respondía. Sin decirme nada, se retiró a su gabinete y cerró la puerta con llave. En cuanto dejé de oírlo, mi alegría se esfumó, hasta tal punto que Maria Mínichna se sorprendió y me preguntó qué me ocurría. Yo, sin responderle, me senté en uno de los divanes y estuve a punto de echarme a llorar. «¿Por qué inventará esto? —pensaba—. Ha de ser alguna tontería que a él le parece importante, pero que me la diga y verá cómo le demuestro que se trata de una bobería. Pero no, le gusta pensar que no lo entenderé; tiene que humillarme con su augusta impasibilidad y tener siempre la razón. Pero yo también la tengo, cuando me aburro, cuando me siento vacía, cuando quiero vivir, estar en movimiento —pensaba yo—, y no quedarme en un solo lugar y sentir que el tiempo fluye a través de mí. Yo quiero avanzar, quiero cosas nuevas cada día, cada hora, y él quiere detenerse y mantenerme detenida a su lado. ¡Y qué fácil sería para él! Para eso no necesita llevarme a la ciudad, bastaría que fuese como yo, no trabajar hasta perder el aliento, no contenerse, ser sencillo en su vida. Eso es lo que él me aconseja, y sin embargo, él no es sencillo. ¡Eso es!».

Sentía que las lágrimas me inundaban el corazón y que estaba muy enojada con él. Me asustó mi enojo y fui a buscarlo. Lo hallé sentado en su gabinete, escribiendo. Al oír mis pasos, me miró un instante con indiferencia, con tranquilidad, y continuó con su escritura. No me gustó su mirada; en vez de acercarme a él, me detuve junto a la mesa sobre la que estaba escribiendo y, tras abrir un libro, me puse a contemplarlo. Él volvió a dejar lo que estaba haciendo y me miró.

—¡Masha! ¿Estás de mal humor? —me preguntó.

Le respondí con una mirada fría, que decía: «¡No tienes por qué preguntármelo! ¿Qué galanterías son esas?». Movió la cabeza y sonrió tímida y tiernamente. Por primera vez no correspondí a su sonrisa.

—¿Qué problema has tenido hoy? —le pregunté—. ¿Por qué no me lo has dicho?

—¡Una tontería! Una pequeña contrariedad —respondió—. Sin embargo, ahora ya puedo contártela. Dos campesinos se fueron a la ciudad…

Pero no lo dejé terminar.

—¿Por qué no quisiste contármelo a la hora del té, cuando te lo estuve preguntando?

—Porque te habría dicho una tontería; estaba enfadado.

—Pero yo necesitaba saberlo en ese momento.

—¿Para qué?

—¿Por qué piensas que no puedo ayudarte nunca en nada?

—¿¡Qué pienso!? —dijo, aventando la pluma—. Lo que pienso es que no puedo vivir sin ti. Tú me ayudas en todo, absolutamente en todo, y tú eres quien lo hace todo. ¡Qué ideas se te ocurren! —se rio—. Sólo vivo por ti. Me parece que todo sucede sólo porque tú estás aquí, porque tú necesitas…

—Sí, ya lo sé, soy una niña encantadora a la que hay que tranquilizar —dije con un tono tal que él me miró sorprendido, como si me mirara por primera vez—. No quiero tranquilidad; me basta con la que hay en ti, me basta y me sobra —añadí.

—Vaya. ¿Sabes qué fue lo que pasó? —comenzó a decir con prisa, interrumpiéndome, como si tuviera miedo de dejar que lo soltara todo—. A ver qué opinas.

—Ahora no quiero saberlo —respondí. A pesar de que tenía ganas de oírlo, era muy placentero para mí destruir su tranquilidad—. No quiero jugar a la vida, quiero vivir —dije— igual que tú.

En su rostro, en el que todo se reflejaba con enorme rapidez y vivacidad, aparecieron el dolor y una atención concentrada.

—Quiero vivir exactamente como tú, contigo…

Pero no pude terminar la frase: una gran tristeza, una tristeza profunda se dibujó en su rostro. Permaneció unos momentos en silencio.

—¿Y en qué no vives exactamente como yo? —preguntó—. En que yo, y no tú, tengo que entenderme con el intendente y con los campesinos borrachos…

—No sólo en eso —dije.

—Por el amor de Dios, entiéndeme, querida —continuó. Yo sé que la angustia siempre genera dolor; he vivido y me he percatado de ello. Te amo y, por lo tanto, no puedo no desear liberarte de la angustia. En eso consiste mi vida, en el amor que siento por ti: es decir, no me impidas vivir.

—¡Siempre tienes que tener razón! —dije sin mirarlo.

Me molestaba que de nuevo todo en su alma estuviese claro y sereno, cuando en mí lo que había era despecho y una sensación parecida al arrepentimiento.

—¡Masha! ¿Qué te ocurre? —preguntó—. No se trata de quién tiene razón, tú o yo, sino de algo totalmente distinto: ¿qué tienes contra mí? No me respondas de inmediato, piénsalo, y luego dime lo que hayas pensado. No estás contenta conmigo, y seguramente tienes razón, pero déjame entender en qué me he equivocado.

Pero ¿cómo podía contarle lo que tenía en el alma? Que me hubiera entendido sin la menor dificultad, que de nuevo fuera una niña pequeña frente a él, que no pudiera hacer nada que él no entendiera ni previera, me inquietaba aún más.

—No tengo nada contra ti —dije—. Lo único que pasa es que me aburro y me gustaría no aburrirme. Pero tú dices que así hay que vivir y, como siempre, tienes razón.

Dije esto y lo miré. Había conseguido mi objetivo. Su tranquilidad había desaparecido, su rostro denotaba miedo y dolor.

—Masha —comenzó a decir con una voz muy queda y alterada—, lo que estamos haciendo en este momento no es una broma. Se está decidiendo nuestro destino. Te pido que no me respondas nada y que me escuches. ¿Por qué quieres atormentarme?

Pero yo lo interrumpí.

—Ya sé que volverás a tener la razón. Mejor no hables, tienes razón —dije fríamente, como si no fuera yo sino un espíritu maligno el que estuviera hablando por mí.

—¡Si supieras lo que estás haciendo! —dijo con una voz que se quebraba.

Me eché a llorar y eso me alivió. Él estaba sentado a mi lado y guardaba silencio. Sentía compasión por él, y vergüenza de mí, y me afligía haber hecho lo que acababa de hacer. No lo miraba. Me parecía que en ese momento cualquier mirada que me dirigiera no podía ser sino severa o perpleja. Lo vi: una mirada dulce, tierna, como pidiendo perdón estaba puesta en mí. Lo tomé de la mano y le dije:

—¡Perdóname! No sé lo que he dicho.

—Bueno, pero yo sí sé lo que has dicho, y has dicho la verdad.

—¿Qué? —pregunté.

—Que debemos mudarnos a Petersburgo —dijo—. Aquí ya no tenemos nada que hacer.

—Como quieras —dije.

Me abrazó y me besó.

—Perdóname —dijo—. Soy culpable frente a ti.

Esa tarde toqué largo rato el piano para él; él caminaba por la habitación y susurraba algo. Tenía la costumbre de musitar, y yo a menudo le preguntaba qué estaba susurrando, y él siempre, tras pensarlo un momento, me lo decía: la mayor parte de las veces eran poesías, y de tanto en tanto era algo terriblemente absurdo, tan, tan absurdo que me ayudaba a saber el talante de su alma.

—¿Qué estás susurrando ahora? —le pregunté.

Se detuvo, lo pensó y, sonriendo, me respondió con dos versos de Lérmontov:

… Y él, demente, tormenta pide,

como si en la tormenta hubiese paz.[1]

«No, es más que un hombre; ¡lo sabe todo! —pensé—. ¿Acaso es posible no amarlo?».

Me levanté, lo tomé de la mano y me puse a caminar con él, intentando que nuestros pies fuesen al compás.

—¿Sí? —me preguntó, sonriendo y mirándome.

—Sí —dije yo en voz muy baja. Y de pronto nos llenamos de buen humor; nuestros ojos reían, y nuestros pasos se hacían cada vez más, y andábamos de puntillas cada vez más. Y al ritmo de ese mismo paso, para gran indignación de Grigori y sorpresa de mamá, que estaba jugando un solitario en la sala, atravesamos todas las habitaciones hasta llegar al comedor y allí nos detuvimos, nos miramos y nos echamos a reír.

Al cabo de dos semanas, la víspera de un día festivo, estábamos en Petersburgo.