V

No había razón para posponer nuestra boda y ni él ni yo queríamos que se pospusiera. Es cierto que Katia deseaba ir a Moscú y comprar y encargar la dote, y su madre exigía que él, antes de casarse, se hiciera con una nueva calesa y nuevos muebles y que empapelara de nuevo todas las paredes de la casa; pero nosotros, los dos, insistimos en que todo eso se hiciera más adelante, si es que era tan necesario, y en casarnos a las dos semanas de mi cumpleaños, sin ruido, sin dote, sin invitados, sin pajes de honor, sin cenas ni champán y todos esos atributos convencionales de las bodas. Él me contaba que su madre estaba descontenta porque la boda se llevaría a cabo sin música, sin montañas de baúles y sin que se hubiesen hecho todos los arreglos a la casa, es decir, que no fuese una boda como la suya, que había costado treinta mil rublos; y que ella, absolutamente en serio y a escondidas de su hijo, rebuscaba en los baúles que había en el trastero, deliberaba con la administradora Mariushka a propósito de las alfombras, cortinas y bandejas indispensabilísimas para nuestra felicidad. De mi lado, Katia hacía lo mismo con el aya Kuzmínishna. Y no se podía bromear con ella al respecto. Estaba más que convencida de que a él y a mí, cuando hablábamos entre nosotros de nuestro futuro, todo se nos iba en zalamerías, en esas bobadas tan características de las personas en nuestra situación; pero que esencialmente nuestra felicidad futura sólo dependería del corte y de la confección correctos de las camisas y del ribeteado de los manteles y de las servilletas. De Pokrovski a Nikolski, y viceversa, cada día, varias veces al día, llegaban noticias secretas sobre lo que se estaba preparando en cada lugar, y, aunque aparentemente entre Katia y la madre de él las relaciones no podían ser más cariñosas, se percibía entre ellas cierta hostilidad, velada por la diplomacia más fina. Tatiana Semiónovna, su madre, a la que ahora conocía más de cerca, era un ama de casa severa, rigurosa, y una dama a la usanza del siglo pasado. Él la amaba no sólo como un hijo, por ser ese su deber, sino porque así lo sentía, considerándola la mejor, la más inteligente, la más buena y la más cariñosa de las mujeres del mundo. Tatiana Semiónovna siempre fue buena con nosotros y conmigo sobre todo, y estaba contenta de que su hijo se casara, pero cuando fui a su casa ya como novia tuve la impresión de que quería hacerme sentir que, como partido para su hijo, podría yo ser mejor y que no estaría de más que lo tuviera siempre presente. Y yo la entendía perfectamente y estaba de acuerdo con ella.

Durante esas dos semanas nos veíamos a diario. Él llegaba a comer y se quedaba hasta medianoche. Pero, pese a que decía —y yo sabía que decía la verdad— que sin mí no tenía vida, nunca pasaba el día entero a mi lado e intentaba seguir dedicándose, sin mí, a sus asuntos. Nuestras relaciones exteriores, hasta el día mismo de la boda, no variaron; seguimos hablándonos de usted, él no besó ni siquiera mi mano, y no sólo no buscaba quedarse a solas conmigo, sino que evitaba cualquier oportunidad de hacerlo. Como si tuviera miedo de permitir que esa ternura exagerada, dañina, que había en él, de pronto aflorara. No sé si fue él o yo, pero ahora me sentía su par; ya no encontraba en él esa fingida sencillez que antes tanto me disgustaba, y a menudo me deleitaba viendo frente a mí no ya a un hombre que me infundía respeto y miedo, sino a un niño dócil y desconcertado de felicidad. «¡Eso es lo que había en él! —pensaba yo a menudo—. Es una persona como yo, nada más». Ahora me parecía que estaba íntegro frente a mí y que ya lo conocía a fondo. Y todo aquello de lo que me iba enterando era sencillo y estaba en concordancia con mi ser. Hasta sus planes a propósito de cómo viviríamos juntos eran mis planes, pero más claros y mejor expresados en sus palabras.

El clima esos días no era bueno, y pasábamos la mayor parte del tiempo dentro de casa. Las conversaciones más sinceras y mejores tenían lugar en el rincón entre el piano y la ventana. En la negra ventana se reflejaban las llamas de las velas, y de vez en cuando tamborileaban y chorreaban las gotas sobre el reluciente cristal. También se oía el golpeteo en el techo; el agua chapoteaba en el charco que había debajo del canalón y desde la ventana se dejaba sentir la humedad. Pero en nuestro rincón todo parecía más luminoso, más cálido y más alegre.

—¿Sabe? Hace mucho que quería decirle una cosa —me dijo él en una ocasión en la que nos habíamos quedado hasta tarde en ese rincón—. Mientras usted tocaba, no pensaba más que en eso.

—No diga nada, lo sé todo —respondí.

Él sonrió.

—Sí, tiene razón, no digamos nada.

—¡No! Dígame, ¿en qué?

—Pues en esto: ¿se acuerda de la historia de A y B que le conté?

—¡Cómo no iba a acordarme de esa historia tan tonta! Suerte que acabó así…

—Sí, un tris y toda mi felicidad la habría arruinado yo mismo. Usted me salvó. Pero lo principal es que le estaba yo mintiendo, y me siento avergonzado y ahora quisiera terminar la historia.

—¡Ay!, no, por favor, no hace falta.

—No tenga miedo —dijo él, sonriendo—. Sólo necesito justificarme. Como comencé a decirle, quería razonar.

—¡Razonar! —exclamé—. ¡No, eso no hay que hacerlo nunca!

—Sí, razonaba mal. Después de todas mis desilusiones, de todos los errores que he cometido en la vida, cuando hace poco llegué a la aldea me dije, decididamente, que el amor se había acabado para mí, que lo único que me quedaba eran las responsabilidades de la edad madura, que durante mucho tiempo no había querido darme cuenta de lo que sentía por usted y a lo que eso podría llevarnos. Tenía y no tenía esperanzas. A veces me parecía que usted coqueteaba; a veces la creía y no sabía qué hacer. Pero después de aquella tarde, ¿recuerda?, cuando por la noche estuvimos paseando por el jardín, me asusté. Mi felicidad me parecía demasiado grande y demasiado imposible. Porque ¿qué pasaría si me permitía albergar alguna esperanza y resultaba en vano? Pero, por supuesto, sólo pensaba en mí; porque soy un egoísta asqueroso.

Guardó silencio y se quedó mirándome.

—Y, sin embargo, no fue del todo una tontería lo que dije entonces. Es que podía, y debía, tener miedo. Tomo tanto de usted y le doy tan poco… Usted es todavía una niña, es un botón que aún tiene que florecer, usted ama por primera vez, y yo…

—Sí, dígame la verdad —dije yo, pero de pronto me aterró lo que pudiera responder—. No, mejor no —añadí.

—¿Si he amado antes? ¿Es eso? —dijo él, adivinando de inmediato mi pensamiento—. Se lo puedo decir. No, nunca. Nunca había tenido un sentimiento semejante a este… —Pero de pronto fue como si un penoso recuerdo atravesara su mente—. No, pero me hace falta su corazón para tener derecho a amarla —concluyó tristemente—. Y así, ¿acaso no tenía que haberlo pensado bien antes de decirle que la amo? ¿Qué le doy? Amor, es cierto.

—¿Y le parece poco? —dije yo, mirándolo a los ojos.

—Es poco, querida, es poco para usted —continuó—. ¡Usted es bella y joven! Ahora, a menudo, la felicidad me impide dormir por las noches y no hago sino pensar en cómo viviremos juntos. Yo he vivido mucho, y creo que sé lo que hace falta para la felicidad. Una vida apacible, recogida, en la lejanía de nuestra provincia, con la posibilidad de hacer el bien a esas personas a las que es tan fácil hacer un bien al que no están acostumbradas; luego, el trabajo…, un trabajo que, según parece, es de provecho; luego, el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo; esa es la felicidad para mí y no pienso que haya nada superior a ello. Y ahora, por encima de todo esto, una persona amada, una familia, quizá, todo lo que un hombre puede desear.

—Sí —dije yo.

—Para mí, que ya he vivido la juventud, sí, pero no para usted —continuó—. Usted no ha vivido todavía, puede que quiera buscar la felicidad en algo más y, tal vez, la encuentre en ese algo más. Ahora le parece que esto es la felicidad porque me ama.

—No, yo siempre he anhelado y he amado una vida familiar apacible —dije—. Usted ha puesto en palabras justamente aquello que yo había pensado.

Él sonrió.

—Eso es lo que le parece, querida. Pero será poco para usted. Es usted bella y joven —repitió, pensativo.

Pero yo me enfadé porque él no me creía y parecía reprocharme mi belleza y mi juventud.

—Pero, entonces, ¿por qué me ama? —dije, enojada—. ¿Porque soy joven o porque soy yo?

—No sé, pero la amo —respondió, mirándome con esa mirada suya atenta y atractiva.

No respondí nada y, sin querer, lo miré a los ojos. De pronto me ocurrió algo extraño. Primero dejé de ver lo que me rodeaba; luego su rostro se desdibujó y sólo quedaron sus ojos resplandecientes, me pareció, frente a los míos, luego tuve la impresión de que esos ojos eran parte de mí, todo se confundió; no veía yo nada y necesitaba entornar los ojos para apartarme del sentimiento de placer y de terror que me producía esa mirada…

La víspera del día señalado para la boda, antes de que cayera la noche, el tiempo se despejó. Y tras las lluvias que habían comenzado con el verano, llegó la primera tarde fresca y resplandeciente del otoño. Todo estaba mojado, frío, reluciente, y en el jardín, por primera vez, se vislumbraban las extensiones ilimitadas, el abigarramiento y la desnudez otoñal. El cielo estaba claro, frío y pálido. Me fui a dormir feliz pensando en que al día siguiente, el día de nuestra boda, haría bueno.

Me desperté con sol y la idea de que hoy… pareció asustarme y sorprenderme. Salí al jardín. El sol acababa de levantarse y brillaba a trozos a través de las alamedas amarillentas de unos tilos que habían comenzado a perder el follaje. El sendero estaba cubierto de hojas crujientes. Los arrugados racimos del vistoso serbal rojeaban en las ramas con unas cuantas hojas torcidas que las heladas habían quemado; las dalias estaban arrugadas y ennegrecidas. La primera helada yacía como una capa de plata sobre la pálida hierba verde y las desgajadas bardanas que crecían junto a la casa. En el cielo claro y frío no había ni podía haber una sola nube.

«¿Será posible que sea hoy? —me preguntaba a mí misma sin poder creer en mi felicidad—. ¿Será posible que mañana ya no despierte aquí, sino en Nikólskoe, en una casa ajena, con pilares? ¿Será posible que ya no vuelva a esperarlo y a recibirlo, ni vuelva a pasar las tardes y las noches conversando de él con Katia? ¿Que no vuelva a sentarme con él al piano en la sala de Pokróvskoe? ¿Que no vuelva a acompañarlo a la puerta y a temer por él en las noches oscuras?». Pero recordé que la víspera él había dicho que llegaba por última vez, y Katia me había obligado a probarme el vestido de novia y había dicho: «Para mañana»; y entonces, por un instante, conseguí creerlo y luego dudé de nuevo. «¿Será posible que a partir de hoy vaya a vivir allá, con una suegra, sin Nadezhda, sin el viejo Grigori, sin Katia? ¿Que ya no vaya por la noche a dar un beso al aya y a oír cómo ella, siguiendo una vieja costumbre, después de darme la bendición, me dice: “Buenas noches, señorita”? ¿Será posible que no vuelva a ayudar a Sonia a estudiar, ni a jugar con ella, ni a golpear con los nudillos su pared por las mañanas y a oír sus sonoras carcajadas? ¿Será posible que hoy me convierta en una persona ajena a mí misma y se abra frente a mí una nueva vida en la que mis esperanzas y mis deseos se realicen? ¿Será posible que esta nueva vida sea para siempre?». Y esperaba su llegada con impaciencia, y qué difícil era para mí estar sola con estos pensamientos. Llegó temprano y sólo a su lado logré convencerme de que ese día me convertiría en su esposa, y la idea dejó de ser para mí terrible.

Antes de la comida fuimos a nuestra iglesia a oficiar un réquiem por papá.

«¡Si él estuviese vivo!», pensé cuando volvíamos a casa, mientras en silencio me apoyaba en el brazo del hombre que había sido el mejor amigo de aquel en quien pensaba en ese momento. Durante la plegaria, cuando rozaba con la frente la piedra fría del suelo de la capilla, imaginé tan vivamente a mi padre, sentí hasta tal punto que su alma me entendía y bendecía mi elección, que ahora tenía la impresión de que su alma estaba aquí, volando encima de nosotros, y sentía su bendición. Y los recuerdos, y las esperanzas, y la felicidad y la tristeza se fundieron en mí en un sentimiento solemne y placentero que armonizaba con el aire fresco y quieto, el silencio, la desnudez de los campos y el pálido cielo del que se derramaban sobre todas las cosas unos rayos brillantes pero impotentes que intentaban encender mis mejillas. Me parecía que el hombre que me acompañaba entendía y compartía ese sentimiento. Él iba tranquilo y en silencio, y en su rostro, al que de vez en cuando miraba, se expresaba esa misma grave no sé si tristeza o alegría que había en la naturaleza y también en mi corazón.

De pronto se volvió hacia mí, vi que quería hablarme. «¿Y si de pronto dice algo que no tiene nada que ver con lo que estoy pensando?», se me ocurrió. Pero me habló de mi padre, sin mencionarlo siquiera.

—Y en una ocasión, bromeando me dijo: «¡Cásate con mi Masha!» —dijo.

—¡Qué feliz sería ahora! —dije yo, apretando con fuerza su mano.

—Sí, usted era todavía una niña —continuó, mirándome a los ojos—. Entonces yo besaba sus ojos, y los amaba sólo porque se parecían a los de él, sin pensar que algún día me serían queridos por sí mismos. Entonces la llamaba Masha.

—Hábleme de «tú» —dije.

—Se me acababa de ocurrir hablarte de «tú» —dijo—; sólo ahora me parece que eres completamente mía. —Y su mirada serena, feliz, una mirada que despertaba simpatía, se detuvo en mí.

Caminábamos apaciblemente por un sendero no trazado del campo a través del rastrojo estropeado y pisoteado; y no oíamos sino nuestros pasos y nuestras voces. Por un lado, a través del barranco y hasta el lejano bosquecillo desnudo, se extendía el rastrojo rojizo grisáceo, por el que a un costado nuestro un campesino con un arado abría una brecha negra cada vez más ancha. La manada de caballos esparcida por el cerro parecía no estar lejos. Al otro lado y frente a nosotros, hasta el jardín y la casa, y aun detrás de ella, negreaba el campo sembrado antes del invierno y que ahora se descongelaba dejando al descubierto algunas delicadas franjas verdes. Un sol templado brillaba sobre todo aquello. Había telarañas de largas hebras aquí y allá, pero también volaban por el aire alrededor de nosotros y se posaban sobre el rastrojo seco por el frío, se nos pegaban en los ojos, en los cabellos, en la ropa. Cuando hablábamos, nuestras voces sonaban y se quedaban suspendidas encima de nosotros en el aire inmóvil, como si en el mundo entero no existieran sino ellas y nosotros bajo esa bóveda azul en la que, encendiéndose y parpadeando, retozaba un sol templado.

Yo también quería tutearlo, pero me daba vergüenza.

—¿Por qué vas tan rápido? —dije precipitando las palabras y con una voz apenas audible, y, sin querer, me ruboricé.

Él aminoró el paso y me miró con más ternura, más alegría y más felicidad.

Cuando volvimos a casa ya estaban allí su madre y aquellos invitados a los que no habíamos podido eludir, y hasta el momento en el que, después de la iglesia, nos sentamos en la calesa que nos llevaría a Nikólskoe no estuve a solas con él.

La iglesia estaba casi vacía, yo miraba de reojo a su madre, que se había situado en la alfombra junto al coro, a Katia con su cofia de cintas violetas y lagrimones en las mejillas, y a dos o tres sirvientes que me miraban con curiosidad. A él no lo veía, pero sentía ahí, a mi lado, su presencia. Ponía toda mi atención en las palabras de las oraciones, las repetía, pero nada repercutía en mi alma. No podía rezar y miraba estúpidamente los iconos, las velas, la cruz bordada en la parte posterior de la casulla del sacerdote, el iconostasio, la ventana de la iglesia, y no entendía nada. Sólo sentía que algo extraordinario me estaba ocurriendo. Cuando el sacerdote se volvió con la cruz hacia nosotros, nos felicitó y dijo que él me había bautizado y que Dios lo había llevado también a casarme, cuando Katia y su madre nos besaron y se oyó la voz de Grigori que llamaba la calesa, me sorprendí y me asusté de que todo hubiese terminado y de que nada extraordinario, nada que concordara con el sacramento que había recibido, hubiese ocurrido en mi alma. Nos besamos, y fue un beso muy extraño, ajeno a lo que sentíamos. «¿Y eso es todo?», pensé. Salimos al atrio; el traqueteo de las ruedas se dejó oír con fuerza bajo la bóveda de la iglesia, el aire fresco nos sopló en la cara. Él se puso el sombrero y me dio la mano para ayudarme a subir a la calesa. A través de la ventana vi la luna helada con un halo. Él se sentó a mi lado y cerró la puerta tras de sí. Sentí una punzada en el corazón. Como si me hubiera parecido ofensiva la seguridad con la que lo había hecho. La voz de Katia gritó que me cubriera la cabeza, y las ruedas retumbaron sobre los adoquines; luego tomamos el camino mullido y nos fuimos. Yo, pegada al rincón, miraba por la ventana los lejanos campos iluminados y el camino que huía bajo el resplandor frío de la luna. Y, sin mirarlo, lo sentía ahí, a mi lado. «¿Y qué?, ¿qué me dio este momento que tanto había esperado?», pensé, y fue como si me resultara humillante y ofensivo estar con él a solas y tan cerca. Me volví hacia él con la intención de decirle algo. Pero las palabras no salían, como si el sentimiento de ternura que había habido en mí hubiese sido sustituido por el de la ofensa y el miedo.

—Hasta este momento no creía que esto fuera posible —respondió, apacible, a mi mirada.

—Sí, pero tengo mucho miedo, no sé por qué —dije.

—¿Miedo de mí, querida? —preguntó él, tomando mi mano e inclinando hasta ella su cabeza.

Mi mano yacía sin vida en la suya, y el corazón me dolía de frío.

—Sí —susurré.

Pero en ese momento mi corazón se puso a latir con más fuerza, mi mano tembló y apretó la suya, tuve calor, mis ojos buscaron los suyos en medio de la penumbra y de pronto sentí que no era miedo, que ese terror era el amor, un amor nuevo y todavía más tierno y más intenso que antes. Sentí que toda entera era suya, y que me hacía feliz la autoridad que él tenía sobre mí.