Estábamos en el ayuno de la Asunción y, por lo tanto, mi propósito de guardar el ayuno a lo largo de todos esos días no extrañó a nadie.
Durante toda esa semana él no vino a visitarnos ni una sola vez y yo no sólo no me sorprendía, ni me inquietaba, ni me enojaba con él, sino que, por el contrario, estaba contenta de que no llegara porque lo esperaba para el día de mi cumpleaños. En el transcurso de esa semana, cada día me levantaba temprano y, mientras enganchaban los caballos, sola, paseando por el jardín, hacía memoria de los pecados que había cometido el día anterior y pensaba en lo que debería hacer para terminar contenta con mi día sin haber cometido ni un pecado. Entonces me parecía que era muy fácil no pecar. Me parecía que sólo había que hacer un pequeño esfuerzo. Nos traían los caballos. Katia y yo, o la niña y yo nos sentábamos en el coche y viajábamos las poco más de tres verstas que nos separaban de la iglesia. Al entrar en la iglesia cada vez me acordaba de que hay que rezar por todos, entrar «temeroso de Dios», y con ese sentimiento intentaba subir los dos escaloncitos cubiertos de hierba del atrio. En la iglesia, a esa hora, no había más de diez personas, campesinas y siervos, que guardaban el ayuno; intentaba responder a sus reverencias con una celosa humildad, y yo misma, lo que me parecía toda una hazaña, me llegaba hasta el cajón de las velas para pedir mis velas al anciano stárosta, un soldado, y las encendía. A través de las puertas centrales del iconostasio se podía ver la carpeta del altar que mamá había bordado; encima del iconostasio había dos ángeles de madera con estrellas, que a mí me parecían inmensos cuando era pequeña, y una palomita con un resplandor amarillo, que entonces me llamaba mucho la atención. Por detrás del coro se veía la deteriorada pila a la que tantas veces había llevado a bautizar a los hijos de nuestros sirvientes, y en la que yo misma había sido bautizada. El viejo sacerdote aparecía con su casulla, hecha con el paño mortuorio del ataúd de mi padre, y decía la liturgia con esa misma voz con la que, desde que tengo memoria, se habían oficiado las liturgias en nuestra casa: el bautizo de Sonia, el réquiem de papá, los funerales de mamá. Y la misma voz temblona del sacristán retumbaba en el coro, y aquella misma ancianita que recuerdo desde siempre en la iglesia, en todas las liturgias, encorvada de pie junto a la pared, miraba con ojos llorosos el icono en el coro, mientras rozaba con las puntas de los dedos de entrambas manos su pañuelo descolorido anudado debajo de la barbilla, y con su boca desdentada susurraba alguna cosa. Y todo esto ya no era curiosidad, ni me era cercano por algún recuerdo, no; ahora todo era grandioso y sagrado a mis ojos y me parecía lleno de un significado profundo. Oía con atención cada una de las palabras de la oración que se leía, intentaba responder a ella con el sentimiento y, si no la entendía, mentalmente le pedía a Dios que me iluminara o inventaba ahí mismo una plegaria para suplir la que no había entendido. Cuando se decían las oraciones del arrepentimiento, yo evocaba mi pasado, y ese cándido pasado infantil me parecía tan negro en comparación con el estado luminoso de mi alma, que lloraba y me horrorizaba de mí misma; pero al mismo tiempo sentía que todo me sería perdonado y que si tuviera más pecados, más dulce me resultaría el arrepentimiento. Cuando por fin el sacerdote decía «Que Dios os bendiga», me parecía sentir por un momento que se me transmitía una sensación física de bienestar. Como si una especie de luz y de calor hubiese penetrado de pronto en mi corazón. Terminada la liturgia, el padre salía a verme y me preguntaba si necesitábamos y cuándo necesitábamos que viniera a oficiar a casa las vísperas; pero yo le agradecía conmovida la atención que él, según me parecía, tenía conmigo, y le decía que yo misma iría a la iglesia, a pie o en calesa.
—¿Quiere hacer el esfuerzo? —preguntaba.
Yo no sabía qué responder para no pecar contra el orgullo.
Si Katia no estaba conmigo, después del servicio despachaba a los caballos y volvía a casa a pie, inclinándome con humildad frente a todas las personas con las que me encontraba e intentando hallar cualquier pretexto para prestar ayuda, dar algún consejo, sacrificarme en aras de alguien, ayudar a levantar el heno caído de una carreta, arrullar a algún niño, ceder el paso en el camino y acabar siempre enlodada. Una vez, por la tarde, oí que el intendente, cuando daba a Katia el informe, decía que Semión, un campesino, había ido a pedir una tabla para el ataúd de su hija y un rublo para el entierro y que él se lo había dado. «¿Acaso son tan pobres?», pregunté. «Muy, muy pobres, señorita, no tienen ni sal», respondió el intendente. Sentí que algo me oprimía el corazón, pero al mismo tiempo como que me alegré al oírlo. Le dije a Katia la mentira de que iría a dar un paseo, y subí a mi cuarto corriendo, saqué el dinero que tenía (era muy poco, pero era todo lo que tenía) y, santiguándome, atravesé sola la terraza y el jardín, y me dirigí a la aldea. La isba de Semión estaba en un extremo de la aldea y, sin que nadie me viera, me acerqué hasta la ventana, puse el dinero en el alféizar y toqué. Alguien salió de la isba haciendo rechinar la puerta y me llamó. Yo, temblando y sintiendo frío de miedo, como si fuera una delincuente, corrí a casa. Katia me preguntó dónde había estado, qué me ocurría. Pero yo ni siquiera entendí qué era lo que me preguntaba, y fui incapaz de responderle. Así de insignificante y mezquino me pareció de pronto todo. Me encerré en mi cuarto y durante mucho tiempo estuve caminando de un lado a otro; no estaba en condiciones de hacer ni de pensar en nada, y aún menos de darme cuenta de lo que sentía. Imaginaba la alegría de toda la familia, las palabras que utilizarían para nombrar a la persona que había dejado ahí el dinero, y me apenaba no habérselo dado yo misma. También pensaba en lo que diría Serguéi Mijáilich cuando se enterara de esa acción, y me alegraba el hecho de que nunca nadie supiera nada más. Y esa alegría estaba dentro de mí, y todos —incluida yo misma— se me figuraban tan malos, y me miraba a mí misma y a los demás con una dulzura tan grande que se me ocurrió la idea de la muerte como un sueño de felicidad. Sonreía y rezaba y lloraba, y en ese momento amaba a todos los seres de este mundo y a mí misma calurosa y apasionadamente. Entre liturgia y liturgia leía el Evangelio, y cada vez me resultaba más y más comprensible ese libro, más conmovedora y sencilla la historia de esa vida divina y más terribles e impenetrables las honduras de sentimiento y pensamiento que encontraba en su doctrina. Pero, en cambio, qué claro y sencillo me parecía todo cuando, recién leído ese libro, de nuevo miraba y pensaba en la vida que me rodeaba. Parecía tan difícil vivir mal y tan fácil amarlos a todos y ser amada… Todos eran tan buenos y tan dulces conmigo; hasta Sonia, a la que seguía dando clases, era completamente distinta; intentaba comprenderme, complacerme y no mortificarme. Todos eran conmigo tal y como yo era con ellos. Haciendo memoria de mis adversarios, a los que debía pedir perdón antes de confesarme, sólo recordé, fuera de nuestra casa, a una señorita, una vecina de la que me había burlado hacía un año delante de nuestros huéspedes, por lo que a partir de entonces había dejado de visitarnos. Le escribí una carta reconociendo mi falta y pidiéndole perdón. Me respondió con otra en la que ella misma me pedía perdón y me perdonaba. Lloré de alegría al leer esas sencillas líneas, que me parecieron llenas de un sentimiento muy profundo y conmovedor. El aya se echó a llorar cuando le pedí que me perdonara. «¿Por qué son todos tan buenos conmigo? ¿Qué he hecho para merecer un amor así?», me preguntaba. E involuntariamente me acordaba de Serguéi Mijáilich y me quedaba pensando largo rato en él. No podía hacer otra cosa y no consideraba que aquello fuese un pecado. Pero ahora pensaba en él de una manera muy distinta de la de aquella noche, cuando por primera vez me di cuenta de que lo amaba. Ahora pensaba en él como en mí misma, uniéndolo sin querer a cada pensamiento que tenía sobre mi futuro. La influencia abrumadora que ejercía en mí cuando estaba presente desaparecía del todo en mi imaginación. Ahora me sentía su par y, desde la altura del estado anímico en el que me encontraba, lo entendía a fondo. Ahora me parecía claro en él lo que antes me había parecido confuso. Sólo ahora entendía por qué él solía decir que la felicidad consistía en vivir para el otro, y me sentía completamente de acuerdo con él. Me parecía que él y yo, juntos, seríamos así, infinita y serenamente felices. E imaginaba no los viajes al extranjero, ni la vida mundana, ni el resplandor, sino una vida distinta, apacible y familiar, en la aldea, sacrificándonos eternamente, amándonos eternamente, con una conciencia eterna de la dulce y auxiliadora Providencia.
Comulgué, como me había propuesto, el día de mi cumpleaños. Mi pecho estaba henchido de una felicidad tan grande que cuando volvía de la iglesia a casa tenía miedo de la vida, tenía miedo de cualquier impresión, de cualquier cosa que pudiese destruir esa felicidad. Apenas nos habíamos bajado de la calesa en el porche, cuando se oyó retumbar sobre el puente el conocido cabriolé y vi a Serguéi Mijáilich. Me felicitó y entramos juntos en la sala. Desde que lo conocía nunca me había sentido con él tan tranquila y tan independiente como esa mañana. Sentía que había en mí todo un mundo nuevo que él no entendía y que estaba por encima de él. Estando con él, no me sentía turbada lo más mínimo. Él comprendió, es indudable, de dónde procedía esa sensación y fue en extremo dulce y tierno, pero también devotamente respetuoso conmigo. Hice ademán de acercarme al piano, pero él lo cerró y se guardó la llave en el bolsillo.
—No eche a perder el estado en el que se encuentra —dijo—. Ahora tiene en el alma una música que es mejor que cualquier otra música en el mundo.
Se lo agradecí, pero al mismo tiempo me resultó un poco desagradable que comprendiera con tanta sencillez y claridad esa parte de mi alma que debía permanecer oculta para todos. Durante la comida dijo que había venido a felicitarme y también a despedirse, porque al día siguiente se marcharía a Moscú. Al decir esto miró a Katia; luego me miró de manera fugaz, y vi que temía observar inquietud en mi rostro. Pero no me sorprendí ni me inquieté, ni siquiera pregunté si se iría por mucho tiempo. Sabía que era algo que tenía que decir, pero también sabía que no se iría. ¿Cómo? Ahora soy incapaz de explicármelo; pero ese memorable día creía saberlo todo, todo lo que había ocurrido y todo lo que ocurriría. Me hallaba como en un sueño bienhadado, como si todo lo que ocurría hubiera ocurrido con anterioridad, y todo eso lo supiera desde hacía mucho tiempo, y todo estuviera aún por ocurrir, y yo supiera que iba a ocurrir.
Quería marcharse inmediatamente después de la comida, pero Katia, cansada al regreso de la misa, se había recostado y él debía esperar a que ella despertara para despedirse. El sol entraba en la sala y salimos a la terraza. Apenas nos sentamos, comencé a hablar con absoluta tranquilidad de lo que debía decidir el destino de mi amor. Y no empecé a hablar ni antes ni después, sino en el momento preciso en que nos sentamos, cuando aún no se había dicho nada, cuando la conversación no tenía todavía ni tono ni carácter, nada que pudiese ser un impedimento a lo que yo quería decir. Yo misma no entiendo de dónde surgieron esa serenidad, esa resolución y esa exactitud en mis expresiones. Como si no hablara yo, como si alguien independiente de mi voluntad hablara por mí. Él estaba sentado frente a mí, apoyado en la barandilla, arrancando las hojitas de una rama de lila que había acercado hasta donde estaba. Cuando comencé a hablar, soltó la rama y apoyó la cabeza en la mano. Esa posición podía ser tanto la de una persona absolutamente tranquila como la de alguien muy inquieto.
—¿Por qué se va? —pregunté con aire grave, de manera pausada y mirándolo directamente a los ojos.
No respondió de inmediato.
—Asuntos —pronunció, bajando la vista.
Era como si le fuese difícil mentirme a una pregunta hecha con tanta franqueza.
—Escúcheme —le dije—. Usted sabe lo que el día de hoy significa para mí. Es un día muy importante por muchas razones. Si se lo pregunto, no es para demostrar interés (sabe que estoy acostumbrada a su presencia y que lo quiero), sino porque necesito saberlo. ¿Por qué se va?
—Es para mí muy difícil revelarle la verdadera razón —dijo—. Esta semana he pensado mucho en usted y en mí y he decidido que tengo que partir. ¿Entiende usted la razón? Si me ama, no me hará más preguntas. —Se frotó la frente con la mano y cerró los ojos—. Todo esto me aflige mucho… Y usted debe entenderlo.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza.
—No puedo entender —dije yo—. No puedo, pero dígamelo usted, por el amor de Dios, por el día de hoy, dígamelo usted; soy capaz de oírlo todo con serenidad —dije.
Cambió de posición, me lanzó una mirada y de nuevo acercó la rama hasta él.
—Lo que ocurre —dijo, tras unos momentos de silencio y con una voz que en vano quería hacer aparecer como firme—, aunque es absurdo e imposible expresarlo con palabras, aunque para mí es difícil, intentaré explicárselo —añadió, frunciendo el entrecejo como por un dolor físico.
—¡Y bien! —dije.
—Imagínese que había un caballero A, digamos viejo y muy vivido, y una dama B, jovencita, dichosa, ignorante aún de las personas y de la vida. Por distintas cuestiones familiares, él la quería como a una hija y nunca había tenido miedo de quererla de otra manera.
Guardó silencio, pero yo no dije nada.
—Pero olvidó que B era muy jovencita, que la vida era para ella todavía un juego —continuó de pronto a toda velocidad, decidido y sin mirarme—, y que no era difícil amarla con otro amor, y que eso a ella la divertiría. Y cometió un error y de pronto se dio cuenta de que otro sentimiento, un sentimiento pesado como el arrepentimiento, comenzaba a abrirse paso en su alma, y se asustó. Se asustó de que fuesen a destruirse las relaciones amistosas que tenían, y decidió partir antes de que esas relaciones se destruyeran.
Al decir esto, de nuevo, como con descuido, comenzó a frotarse los ojos con la mano y los cerró.
—¿Y por qué tenía miedo de amarla de otra manera? —dije yo casi inaudiblemente, controlando mi inquietud, y mi voz era plana, pero a él debió de parecerle burlona. Respondió en un tono que parecía ofendido.
—Usted es joven —dijo—; yo ya no lo soy. Usted tiene ganas de jugar, pero yo necesito otra cosa. Juegue, pero no conmigo, porque puedo creérmelo, y será doloroso para mí, y usted se sentirá mal. Esto lo ha dicho A —añadió—, pero es una tontería. Usted sabe por qué me voy. Y no hablemos más del tema. ¡Por favor!
—¡No! ¡No! ¡Hablemos! —dije, y las lágrimas temblaron en mi voz—. ¿Él la amaba o no?
Él no respondió.
—Y si no la amaba, ¿por qué jugaba con ella como con una niña? —dije.
—Sí, sí; A era culpable —respondió, interrumpiéndome apresuradamente—, pero todo había terminado ya, y ellos se separaron… como amigos.
—¡Pero esto es horrible! ¿No hay otro final? —conseguí decir, y me asusté de haberlo dicho.
—Sí, sí lo hay —dijo él, descubriendo su rostro desasosegado y mirándome a los ojos—. Hay dos finales distintos. Pero, por el amor de Dios, no me interrumpa y trate de entenderme con serenidad. Unos dicen… —comenzó incorporándose y sonriendo dolorosamente— unos dicen que A se volvió loco, que se enamoró perdidamente de B y que se lo dijo… Y ella sólo se rio. Para ella no era más que una broma, pero para él era la vida entera.
Me estremecí y quise interrumpirlo, decirle que no se atreviera a hablar por mí, pero él, deteniéndome, puso su mano sobre la mía.
—Espere —dijo con voz temblorosa—. Otros dicen que ella se apiadó de él, que se imaginó, pobrecita, sin haber visto mundo, que podía amarlo, y aceptó ser su esposa. Y él, loco, la creyó, creyó que su vida entera comenzaría de nuevo; sin embargo, se daba cuenta de que ella lo engañaba… y que él la engañaba… Pero no hablemos más de esto —concluyó, seguramente sin fuerzas para seguir hablando y, en silencio, se puso a caminar frente a mí.
Dijo: «No hablemos más», pero yo vi que él, anhelante, estaba esperando mis palabras. Quería hablar, pero no podía; algo me oprimía el pecho. Lo miré de reojo, estaba pálido y su labio inferior temblaba. Sentí compasión por él. Hice un esfuerzo y de pronto, rompiendo la fuerza del silencio que me atenazaba, hablé con una voz suave, interior, que, temía, podría desgarrarse en cualquier momento.
—Y el tercer final —dije, y me detuve, pero él guardó silencio—, y el tercer final es que él no la amaba, y le hizo daño, mucho daño, y pensaba que estaba en lo correcto, y se fue y encima se enorgullecía de alguna cosa. Para usted, no para mí, esto es una broma, porque yo me enamoré de usted desde el primer día, me enamoré —repetí, y en las palabras «me enamoré» mi voz, sin que yo lo hubiese buscado, dejó de ser dulce y pasó de ser una voz interior a ser un grito salvaje que me asustó a mí misma.
Él estaba frente a mí, lívido. Su labio temblaba cada vez más, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
—¡Está muy mal! —casi grité, asfixiándome por unas lágrimas feroces, contenidas—. ¿Por qué? —dije, y me levanté para alejarme de su lado.
Pero él no me lo permitió. Su cabeza reposaba sobre mis rodillas, sus labios besaban mis todavía temblorosas manos, y sus lágrimas las humedecían.
—Dios mío, si lo hubiese sabido —dijo.
—¿Por qué? ¿Por qué? —seguía yo repitiendo, pero el alma desbordaba felicidad, una felicidad que nunca más volvió.
A los cinco minutos, Sonia subía corriendo a buscar a Katia y gritaba a los cuatro vientos que Masha quería casarse con Serguéi Mijáilich.