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Las empresas cool no pagan impuestos

Si eras un leal e incondicional googlefan es posible que lo que estás leyendo sobre determinadas actividades de Google te deje un sabor agridulce. Es el mismo que siento después de haber comprobado, durante muchos años, cómo actúan después de tenerles en mi más alta estima. Lo que verdaderamente me defrauda es comprobar que no son más que otra voraz multinacional. No son lo especiales que llegamos a creer en un momento. Y eso, cuando me rendí a la evidencia, me decepcionó bastante.

Por mi trabajo he participado en muchas comidas y cenas con empresarios y profesionales del sector de internet quienes, sólo tras estar seguros de que sus opiniones no iban a trascender, han decidido posicionarse y opinar abiertamente sobre Google. El poder económico e incluso político de la compañía es tal que existe, no diré temor, pero sí un cierto respeto a opinar y decir en público algunas de las cosas que se recogen en este libro. De hecho, es posible que hubiera sido más sensato silenciar algunas de las opiniones que estás leyendo, ser más discreto y guardarlas en esas charlas informales. Puedes pensar que exagero, pero te aseguro que es así. Te daré dos pequeños ejemplos. El primero lo tienes en tus manos. Muchos profesionales, analistas y empresarios del sector recibieron siempre la misma respuesta por mi parte: «Me parece interesante tu opinión. Tengo en mente escribir un libro sobre Google y me gustaría contar con tu punto de vista y tu testimonio». Las respuestas siempre eran entusiastas: «¡Por supuesto!», «¡Es necesario un libro así!» o «Cuenta con ello!», decía la mayoría.

Durante los meses de redacción de esta obra mandé a algunos de ellos un cuestionario por correo electrónico. Unos respondieron con extraordinaria tibieza, alejados de las opiniones que vertían en privado. Otros, sin embargo, fueron más claros y sinceros, y se lo agradezco. Por el bien de todos, me decían que se arrepentían, e incluso me pedían que narrara sus opiniones «sin identificarles, para no perjudicar a su empresa o a futuros proyectos». No sé si tenían motivos reales para preocuparse o para esconder una postura crítica hacia Google. Por mi bien, ¡espero que no! Pero presiento que meses después de la publicación de este libro tendré una opinión mucho más formada al respecto.

El segundo ejemplo nos lleva al año 2009. Había sido invitado a un desayuno de trabajo con un grupo de periodistas. En un momento dado uno de ellos, con el que mantengo una buena relación, me pidió que le diera alguna idea sobre un tema de tecnología para un próximo reportaje. Le sugerí que investigara lo que hace Google en España: qué valor crea para nuestro país, y en el resto de los países de Europa en los que se ha establecido. Le pedí que mirara más allá de lo obvio, de sus fantásticos productos y servicios, y que se informara y buceara en el asunto. Recuerdo que le expliqué brevemente su estructura fiscal, sus inversiones y cómo operan en determinados países fuera de Estados Unidos. Quedó fascinado y prometió estudiarlo para un reportaje en profundidad.

Aquel reportaje jamás se publicó. No hizo falta que le preguntara. Él mismo me explicó, días más tarde, que su jefe le había dicho que no autorizaría ese reportaje bajo ningún concepto, que su grupo editorial tenía suficientes intereses en internet como para que eso pudiera suponer un problema. ¡Con la comida no se juega!

La autocensura sin motivo aparente es algo muy español. Al menos hasta hoy en día, Google tiene la virtud de permitir la crítica, y tal vez sea porque entiende que es parte del juego. En realidad, le resbala como la lluvia sobre una enorme gabardina. Con una sonrisa en boca se limitan a decir no comment, y asunto resuelto. La crítica no les hace ni cosquillas. Gozan del amor incondicional de millones de personas que no quieren ver más allá de lo superficial. No conozco ningún caso en el que Google haya tomado represalias con su buscador, o en sus sistemas de publicidad, contra personas u organizaciones por sus opiniones sobre la compañía. Es justo resaltarlo. También es igualmente justo decir que no deben verse en esta tesitura con frecuencia. Cuando la mayoría de la gente está frente al Tyranosaurus rex, corre para proteger su vida en lugar de quedarse allí y tirarle la primera piedra. Somos pocos los suicidas, y tal vez eso explique que los humanos hayamos sobrevivido a los dinosaurios. Hemos desarrollado un enorme instinto de supervivencia.

Google opera fuera de Estados Unidos con una estructura fiscal propia de un chiringuito financiero: facturan más del 90% de sus ingresos hacia paraísos fiscales. Pero no importa. Es la empresa de la ética, de los simpáticos y brillantes chicos innovadores, los mismos que han hecho una bandera de su lema «no hagas el mal» de puertas para afuera. En un momento determinado vieron que eso de no hacer el mal era poco práctico, al menos en términos financieros y económicos. De hecho, vieron que resultaba demasiado caro.

Mientras, inmersos en una cruel crisis económica mundial, los líderes políticos del mundo se comprometen a inyectar ética al capitalismo y a acabar, entre otras cosas, con los paraísos fiscales. No hay que ser hipócritas. Los paraísos fiscales existen y han existido siempre. Que nuestros líderes políticos nos cuenten la historia que quieran, pero van a seguir existiendo. Hagamos un ejercicio propio de alquimistas. Escoge al azar el nombre de cualquier banco del país, el que quieras. Seguro que esa entidad tiene decenas de empresas en paraísos fiscales, y eso no parece preocuparle a nadie. Las autoridades toleran estas prácticas; otra cosa sería que ese banco —pongamos como ejemplo a los grandes: Santander y BBVA— se sirviera de estrategias de ingeniería financiera para expatriar TODOS sus ingresos a lugares tan exóticos como la Isla de Man, las Bermudas o las islas Caimán. No sería tolerable, sería un escándalo. Bien, pues eso es lo que hace Google en la gran mayoría de mercados donde opera y, por supuesto, eso no es lo que hacen en Estados Unidos. Allí no se atreverían.

¿Lo que hace Google es ilegal? Posiblemente no. Utilizan todos los agujeros legales posibles para no pagar lo que deberían en países en los que operan. ¿Es moralmente reprobable? De eso no cabe ninguna duda. Utilizar triquiñuelas legales para no cumplir con el fisco de los países donde generas enormes cantidades de negocio, con lo que perjudicas a los ciudadanos que tanto dices defender y haces que un porcentaje del dinero generado no revierta en el país, sino en la cuenta bancaria de un paraíso fiscal, me parece moralmente reprobable.

¿Cómo sucede esto? ¿No estará el autor, que parece tener alguna manía persecutoria a Google, exagerando esta situación? ¡Pues va a ser que no! Analicemos lo que hacen, que supera con creces los límites de lo escandaloso.

Desde la sede de Mountain View lo que sucede fuera de Estados Unidos se considera, en cierto modo, como «segunda división». Ya hemos visto que el respeto a la legislación de cada país por parte de la compañía es relativo. En algunos países se lo toman en serio, precisamente en los mismos países en los que han tenido numerosos conflictos.

Google tiene su matriz en Estados Unidos y una filial en Europa. Desde ahí opera y centraliza el resto de sedes europeas y varios países de Asia y de África. La filial está en Irlanda, país que tiene ciertas ventajas para la compañía. La primera es estar en Europa y poder operar en euros. La segunda, el idioma y el nivel formativo del país. Por supuesto, no son razones de peso suficiente para establecer allí una base de operaciones a escala mundial. Hay otras razones, como la escasísima tributación exigida a las empresas multinacionales que se establecen en Irlanda, que sólo pagan anualmente un impuesto de sociedades del 12,5%, muy diferente a la carga tributaria que existe en el resto de los países de Europa, que oscila entre el 20 y el 30% de los beneficios.

Desde los años cincuenta, Irlanda ha basado en esto su modelo de crecimiento: atraer a grandes empresas, sobre todo estadounidenses, que se establecen en Europa con bajos impuestos. Este país no es un paraíso fiscal en sí mismo, sino una zona dentro de Europa con una baja fiscalidad y, como veremos, con una legislación muy permisiva con el chiringuito financiero que ha montado Google.

Durante décadas Irlanda vivió de los subsidios agrícolas y de los Fondos de Cohesión Europeos, que llegaban a representar hasta el 4% del PIB del país. De ese modo podía mantener crecimientos sostenidos del 4% incluso con su baja fiscalidad. Así, durante el período 2000-2007 era atractivo trabajar en el país. Las empresas allí instaladas se podían permitir pagar altos salarios a sus directivos. Seducidas por las ventajas fiscales, se establecían grandes corporaciones como Johnson & Johnson, Diageo, Citibank o, los más agresivos, Google. Cuando en noviembre de 2010 se colapsó el sistema financiero irlandés en medio de la crisis económica global y el país reconoció que necesitaba ser rescatado por sus socios europeos, varios presidentes europeos, especialmente Merkel y Sarkozy, intentaron obligar a Dublín a cambiar estas bases financieras, que además habían contribuido a llevarles a una situación delicada. En otras palabras, hacían daño al resto de los países europeos en un marco de competencia desleal. Esto debió ser aparentemente imposible, y en diciembre de 2010 se aprobó, sin esas modificaciones, una ayuda en efectivo y avales por parte de los 27 países de la Unión de más de 45 000 millones de euros a modo de salvavidas para las finanzas públicas irlandesas.

Pues bien, Google estableció en Dublín su principal sede de operaciones al margen de las filiales nacionales. Se estima que tiene algo más de dos mil empleados en Irlanda. Lo que hace es derivar casi toda la facturación de grandes mercados como Reino Unido, Francia, Alemania, Italia o España a su filial irlandesa. Pero el objetivo no es ese. Google no se conforma con tributar al 12,5% en Irlanda. ¡Eso seguiría siendo caro! Da una vuelta de tuerca más. El objetivo es no pagar. Punto. De este modo, el dinero que ingresa la filial irlandesa se envía casi automáticamente a otra empresa de Google en Países Bajos, que no tiene empleados y hace las veces de boutique financiera, aprovechando una ley irlandesa que exime algunos pagos de derechos en otros países de la Unión Europea. En Irlanda, lejos del 12,5% de tipo impositivo, Google apenas tributa por el 1% de sus ingresos en toda la Unión Europea. Desde Países Bajos el dinero se va inmediatamente a cuentas que la propia compañía controla en las islas Bermudas, un paraíso fiscal exento de tributación.

Estas técnicas tributarias, descubiertas tras una investigación de la agencia Bloomberg, se conocen como Double Irish y Dutch Sandwich. Así consiguen que la compañía no pague apenas impuestos. De hecho, ellos mismos reconocen que la tasa impositiva global, fuera de Estados Unidos, es del 2,4%, la más baja de todas las grandes compañías tecnológicas estadounidenses. Por medio de estas maniobras, que rozan la ilegalidad, la empresa evita pagar un 98% de los impuestos que debería tributar en países europeos y asiáticos.

En otras palabras, y en números redondos: en 2010 se estimaba que habían dejado de pagar 3100 millones de dólares en impuestos en países europeos desde 2007 a 2009. Esto incluso queda contabilizado pomposamente en las cuentas de Google como «diferencia en la tasa de extranjero». Pues sí, amigos. Así opera la compañía, que deriva la práctica totalidad de sus ingresos en Europa a su empresa Google Ireland Holdings, con sede en las islas Bermudas, donde, además de disfrutar de buen clima, no se pagan impuestos. Y no se trata de una cifra testimonial. Estamos hablando de una escandalosa cantidad de dinero.

Los fundadores de Google y sus altos directivos —muchos de los cuales utilizarían un jet privado hasta para ir al dentista—, a los que se les llena la boca dando lecciones de moral al mundo y presumiendo de ganar dinero de forma ética, actúan así. Pisotean a placer la normativa fiscal de países extranjeros y, en consecuencia, a los contribuyentes, a sus amados usuarios, es decir, a ti y a mí, los cebos.

Así de irrisoria es la situación en algunos países. Por poner un par de ejemplos: en 2009, Google pagó en el Reino Unido 672 000 euros de impuestos. No parece mucho, ¿verdad? Efectivamente, no lo es, sobre todo teniendo en cuenta que los ingresos estimados de la compañía en ese país —que tiene un impuesto de sociedades del 28%— fueron durante ese período de 1400 millones de euros. Por lo tanto, la cantidad que deberían haber tributado rondaría los 392 millones de euros.

No es de extrañar que el portavoz de asuntos fiscales del Partido Liberal Demócrata, Vincent Cable, manifieste indignado que «tienen empleados británicos, utilizan nuestros servicios, redes e infraestructuras, ingresan miles de millones directamente de la actividad de nuestras empresas, y se van a pagar impuestos a otra parte». Además, lanzaba un aviso a los ciudadanos: «Cuantos más impuestos evaden empresas como Google, más carga fiscal debe soportar el resto del público». Lo que Vincent Cable posiblemente no sabía entonces es que ese dinero no acaba tributando en Irlanda en su totalidad, sino que vuela en primera clase hacia las Bermudas. En el viejo continente sólo se deja una cantidad simbólica —y ridícula— de fondos.

La respuesta de Google a semejantes acusaciones carece, como es habitual, de cualquier atisbo de arrepentimiento. Desde la compañía manifestaron: «Creamos empleo y hacemos una sustancial contribución al fisco local y nacional. Cumplimos generando empleo en toda Europa». Vamos, lo de siempre. ¡Les da igual!

Esto último trae a mi mente una frase de Eric Schmidt, que ya mencioné en el capítulo sobre trabajar en Google. Decía el bueno de Eric refiriéndose a los ingenieros y talentos captados: «Han venido a Google no para hacer dinero, sino para cambiar el mundo». ¡Claro! ¡Para hacer dinero sin pagar impuestos y guardarlo en paraísos fiscales ya estáis vosotros! ¡Al menos comparte algo de tus ganancias!

El caso español es igualmente sangrante, y a todos nos toca de lleno. Creo recordar que fue en 2009 cuando me pidieron que acudiera a dar una charla sobre el sector de los contenidos digitales en la sede del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en la calle Ferraz de Madrid. La charla, a puerta cerrada, estaba organizada para que los diputados, senadores y miembros del partido tuvieran una imagen más real del sector digital en España. Acepté con cierta curiosidad, y recuerdo que bajo el formato de mesa redonda acudían, entre otros, responsables de Google en España.

Me sedujo la posibilidad de exponer cómo las empresas españolas compiten en desigualdad de condiciones con las grandes empresas estadounidenses, que llegan a nuestro país generalmente con enormes inversiones detrás y se saltan ciertas leyes sin problema. Incluso algunas otras, campando a sus anchas, colaboran sólo lo mínimamente necesario con las autoridades —a veces, ni eso—, y en ocasiones, como las anteriormente citadas, evitan con artimañas que el dinero que aquí generan revierta en el interés general. Me apetecía mostrar ese punto de vista con la esperanza de que «algo les quedaría» a los diputados, senadores y altos cargos del PSOE, que lo retransmitía de forma interna a otras sedes del partido repartidas por todo el país. Además, hacerlo delante de la responsable de Google tenía cierto encanto. El hecho es que lo hice, y recuerdo que se organizó un cierto alboroto. Lamentablemente, no tuve la satisfacción de ver la cara del representante de Google mientras explicaba sus prácticas, es decir, las que su empresa matriz lleva a cabo en nuestro país. Nada más terminar de hablar en primer lugar, con una actitud de soberbia, cogió sus cosas y se fue sin esperar ni escuchar a los demás. Al acabar la exposición se formó un corrillo a mi alrededor en el que algunos de los presentes me pedían más datos, intrigados y sorprendidos por la situación que les había expuesto. Ante la gravedad de lo relatado, incluso dudaban de que las cosas fueran tal y como les estaba explicando, y coincidían conmigo en que suponía un enorme agravio comparativo para las empresas españolas.

Tan sólo uno de ellos, un alto cargo del Ministerio de Industria, me rebatió, y tal vez con cierta razón, de la siguiente forma: «Tienes razón, pero aunque el sistema no sea perfecto, y evidentemente haya que hacerlo más justo y forzar a estos gigantes a cumplir nuestra legislación, ¿no crees que es mejor que tengan presencia en España, aunque sea así?». Desde luego, ese es otro punto de vista, aunque creo que no debemos pagar su presencia de forma escandalosa ni soportar más injusticias.

No se sabe con exactitud cuál es la facturación de Google en España. De hecho, si nos ceñimos a las cuentas de 2009 de su filial, Google Spain SLU, según el registro mercantil su cifra de negocio fue de 18 millones de euros, uno más que el año anterior, declarando un beneficio anual de algo más de 49 876 euros. En conclusión, Google Spain SLU pagó en España en concepto de impuesto de sociedades de 2009 la «desorbitante» cantidad de 26 419 euros. Por supuesto, resulta ridículo. Parece evidente que tener una filial en un mercado extranjero para generar algo más de 25 000 euros anuales de beneficio después de impuestos, pese a que factura 18 millones de euros, no tiene ningún sentido. Pero tú, que estás leyendo, sabes también que la gran mayoría de los ingresos de Google en España es desviada a Irlanda. Nadie sabe exactamente de qué cantidad se trata, dado que Google se niega a facilitar ningún tipo de dato. ¡Hay información que no es de interés general, especialmente la de la propia empresa! Lo más habitual en estos casos es hacer uso de las estimaciones de mercado de la International Advertising Bureau (IAB). Las grandes agencias y anunciantes del sector aportan datos de inversión publicitaria a esta asociación. De esta manera, con la colaboración del auditor PriceWaterHouseCoopers, se elabora cada año un informe del mercado publicitario digital en España. Según el estudio de inversión publicitaria de 2010[40] de la IAB, la inversión en publicidad digital en España fue de 798,8 millones de euros. De esa cantidad 417,15 millones, es decir un 52,8%, corresponde a publicidad de texto en buscadores —search—, y el resto a banners gráficos. Teniendo en cuenta que Google tiene una cuota de mercado del 97%, podemos estimar que al menos tuvieron unos ingresos de 404,49 millones de euros en 2009 —año en el que, recordemos, tributó en España por valor de 49 876 euros de beneficio—. Y la cosa no se queda ahí. Google tiene también ingresos de su filial para teléfonos móviles y de DoubleClick, con la que mantienen una cuota de mercado de la publicidad gráfica, con lo que la cantidad sería aun mayor. Es más, sostengo la teoría de que las estimaciones de la IAB se quedan muy cortas, ya que se basan en grandes anunciantes y agencias de medios, mientras que el patrimonio de Google se basa precisamente en lo contrario. Te pondré un ejemplo. Las grandes líneas aéreas se anuncian internet, es cierto, y estas ofrecen datos de cuál ha sido su inversión, pero a la vez hay miles de pequeñas agencias de viajes con presupuestos más modestos que, en conjunto, suponen una enorme inversión imposible de contabilizar, y que no se reporta. De esta manera, y si estoy en lo cierto, no creo que sea una barbaridad pensar que la facturación de Google en España teniendo en cuenta estos criterios rondaría la extraordinaria cifra de… ¡500-550 millones de euros!

Hay googlefans que comentan que si bien las argucias fiscales de la empresa son poco éticas, al menos son legales; son pocos pero muy ruidosos. Los que defienden estas tesis argumentan que Google no tiene servidores físicos en España, por lo que no tiene por qué tributar aquí. Es una falacia intelectualmente muy débil que no tiene otro ánimo que justificar lo injustificable.

Google lleva a cabo este tipo de «fiscalidad creativa» con última parada en las Bermudas tanto en países del norte de Europa, donde tiene servidores, como en otros, donde no los tiene. España es uno de estos últimos. Google tiene en nuestro país soporte, ventas y equipo comercial. Segmenta sus ventas publicitarias para que vayan dirigidas a usuarios españoles e incluso seleccionan la ciudad de destino de la publicidad. Son las empresas españolas quienes contratan estas campañas, y las pagan desde el país. Pero Google emite las facturas desde Irlanda, con lo que escapa en una primera fase al fisco español, y posteriormente al europeo.

No sólo estamos ante una empresa que evita pasar por caja y que «secuestra» sus beneficios en un paraíso fiscal. Estamos ante algo mucho más serio. Nos encontramos ante una situación en la que un porcentaje importantísimo de los ingresos publicitarios de internet en España, que podría ser de más del 60-65% si consideramos los datos expuestos anteriormente, está saliendo del país y no revierte en los ciudadanos, en las empresas ni en las arcas públicas. Por favor, no pensemos que es un problema de fraude fiscal. Esto es un expolio en toda regla.

En mi opinión, la Agencia Tributaria, que tan diligente está siendo en estos períodos de crisis ante la caída de recaudación para revisar los impuestos de sociedades de las pymes españolas, a las que durante 2011 ha llegado a reclamar cantidades simbólicas de 200 y 300 euros de declaraciones del año 2007, debería ser más eficaz y mostrar más interés en solventar este tipo de situaciones. De hecho, me consta que se han reunido con responsables de la compañía en este sentido. Ellos, claro está, no parecen muy dispuestos a colaborar.

Esto no es más que el reflejo del poco respeto que ciertas multinacionales del sector tecnológico, especialmente las estadounidenses, sienten hacia nuestras leyes al instalarse en Europa. Si bien es cierto que crean empleo —sin ir más lejos, Google gastó unos nueve millones de euros durante 2009 en sueldos y seguridad social en nuestro país—, no es menos cierto que eso sale «demasiado caro» por todo lo que se escapa fuera, sin control y sin tributar, lo que hace que esta sea una situación sangrante.

En España, Google no ha realizado inversiones significativas. Apenas ha creado valor, pese a que este es el país con mayor cuota de mercado del mundo. En otros países ha instalado centros de datos u oficinas de desarrollo. En España se ha conformado con un equipo humano que realiza acciones comerciales. En otras palabras: aunque no son los únicos departamentos y hay algunos ingenieros, personal de comunicación y de representación institucional, Google España es, en esencia, una oficina de ventas cuyo objetivo es captar las inversiones que, una vez canalizadas, nos abandonan sigilosamente… Es decir, la «tapadera» es Google España, que paga algo de impuestos —una cantidad ridículamente simbólica—, y que cuidadosamente cuadra sus balances para repartir un poco de beneficio. Si encima declararan pérdidas, la situación sería ya kafkiana. La manera de operar es similar a la de muchas casas de apuestas deportivas o casinos online que durante años han crecido al amparo de un inaceptable vacío legal. Normalmente operaban en España con sede fiscal en Malta o Gibraltar, con lo que evadían capitales a la hacienda pública. En esos casos concretos el gobierno se apresuró a regular el juego online con el argumento de que, como están operando en nuestro país, al menos tributen por ello. Lo mínimo exigible a una compañía como Google por su tamaño, su volumen y su importancia es que asuma la legalidad vigente para operar en un país. En estos acuerdos debería estar tipificada la prohibición de constituirse como un chiringuito que se aprovecha de su situación de monopolio de mercado para captar enormes ingresos, no pagar impuestos y encima, como hemos visto a lo largo de este libro, darnos lecciones de moral, ética o bondad universal.

Con lo poco que ingresan las arcas públicas en estos momentos de crisis, y con lo que logran evadir las enormes compañías multinacionales, como vemos en este caso, nuestro futuro pinta muy negro. Tarde o temprano alguien tendrá que ponerle el cascabel al gato. Y somos nosotros, los ciudadanos, quienes debemos exigirlo.

Lo malo se contagia rápidamente. Facebook, el aprendiz de Google, prepara una estructura fiscal similar. Tan sólo se diferencian en que, tras pasar por Irlanda el dinero de media Europa, acabará en las islas Caimán en lugar de en las Bermudas, tal vez por no coincidir con los directivos de Google en el mismo destino de vacaciones.

Este no es un problema privativo de Europa. Países como Turquía, India, China y alguno más están —o han estado— investigando a Google por fraude fiscal.

De hecho, los propios Estados Unidos se ven indirectamente afectados, ya que si el dinero de Google que está en las Bermudas fuera repatriado a Estados Unidos estaría sujeto a gravamen. La empresa ha declarado que no tiene intención de repatriarlo —«al menos por el momento»—, de modo que no tributa por los ingresos de sus filiales. Si algún día repatriaran esa enorme cantidad de dinero, veríamos una situación peculiar: la empresa tributaría más en Estados Unidos que en los países donde se originaron esas ganancias. ¿Alguien puede creérselo?

Ante las preguntas de Bloomberg, dirigidas en este sentido, la portavoz de Mountain View, Jane Penner, se negó a dar cualquier tipo de dato sobre el asunto afirmando que «trabajan de forma similar a la de otras compañías». Vamos, algo así como: «¡No somos los únicos que nos lo estamos llevando por la cara!». La Unión Europea debería poner coto a semejantes excesos.

¿Consideráis justo, además del daño patrimonial que esta situación nos provoca, que nuestras empresas compitan con alguien que nos coloniza, que logra enormes cuotas de mercado, que tiene una posición de monopolio de facto, que arrasa con la competencia y no muestra demasiado respeto ante los derechos de propiedad intelectual, que traspasa la línea roja de la protección de datos y que, además, no paga impuestos?

Resulta duro enterarse de cosas así. Yo tengo claras tanto mi posición como mi respuesta a esa pregunta. Creo que puedes adivinarla. Cada uno —y eso también te incluye a ti— debe definir la suya.