Capítulo XVIII

Desde el momento que los tres aventureros volvieron la espalda al territorio de los Woongas, volvió Mukoki a hacer dé guía. Teniendo el temporal de nieve en su favor, todo lo demás dependía de la destreza del viejo buscador de sendas. No había ni viento que les guiase, y en aquellas circunstancias, hasta Wabi comprendió que en aquellos parajes desconocidos y en aquella noche tormentosa, él no podía hallar un camino que le condujera al Sur. En cambio, Mukoki, que no dejaba de ser nunca un poco salvaje, parecía poseer ese extraño sentido llamado de la orientación, ese sentido sobrenatural que hace que la paloma mensajera vuelva derecha y segura a su nido, aunque éste se halle a cientos de millas de distancia. Una y otra vez preguntaron Wabi y Roderick aquella noche al indio en qué dirección se hallaría Wabinosh, y siempre apuntaba Mukoki, sin vacilar, hacia una parte que a los dos jóvenes les parecía distinta de la que indicara anteriormente. Si no fuesen con Mukoki, se hubiesen irremisiblemente perdido en aquel desierto.

No se detuvieron hasta medianoche para descansar. Habían caminado despacio, pero regularmente, y Wabi calculó que, cuando menos, habían recorrido sus quince millas. Sus huellas iban quedando borradas por la nevada, y a la mañana siguiente los Woongas no sabrían en qué dirección huyeron.

—Creerán que hemos tomado el camino recto de Wabinosh —dijo Wabi—. Mañana por la noche nos separará de ellos una distancia de cincuenta millas.

Durante aquel breve descanso, hicieron una pequeña hoguera detrás de un gran tronco de árbol, y se confortaron un poco con una buena taza de café y los escasos restos de la última comida. Luego se pusieron de nuevo en marcha.

A Roderick le pareció que habían subido ya a un sin fin de cimas y que habían pasado por innúmeros pantanos, y el poder por fin caminar por terreno liso, le agradó más todavía que a Mukoki. El indio parecía dar poca importancia a su herida. Roderick era de los tres el que estaba más cansado. Un poco antes de la hora del alba, se detuvieron otra vez. Mukoki manifestó su seguridad de que estaban ya fuera de todo peligro, y encendieron una gran hoguera cerca de un bosque de abetos.

—Comer pronto perdices —afirmó Mukoki—. Muchas perdices aquí para almorzar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Roderick, que sentía un apetito voraz.

—Bosque abetos mucho espeso —explicó el indio—. Pájaros invernar aquí.

Wabi se entretuvo en desatar el paquete de las pieles y de ellas separó las más grandes, seis de lince y las tres mejores de lobo, dividiéndolas en tres montones.

—Nos harán un gran servicio para dormir cerca de la hoguera —explicó—. Tú, Roderick, ve a buscar ramas de abeto. Encima de las ramas pondrá una piel de lobo, y las dos de lince te servirán de manta por su gran abrigo.

Roderick no necesitó que se lo repitieran y media hora después ya se había construido un cómodo lecho y se hallaba durmiendo profundamente. Mukoki y Wabi, más resistentes a los rigores de las selvas, sólo conciliaron ligeramente el sueño. Uno y otro estaban siempre alerta y se levantaban frecuentemente para avivar la hoguera. Cuando ya era de día, los dos se internaron con sus fusiles en el bosque, y al poco, los disparos despertaron a Roderick. Regresaron con tres perdices.

—Las hay a docenas en los árboles —dijo Wabi—, pero no necesitamos más que tres. ¿Has visto nuestras huellas de la noche pasada, Roderick?

Roderick se frotó los ojos y confesó que no se había levantado aún de entre sus pieles.

—Pues bien. Si te volvieras atrás hasta una distancia de cien metros, no las hallarías ya, porque la nieve las ha borrado por completo.

A pesar de que carecían de todo menos de carne, el almuerzo que hicieron entre los abetos fue uno de los más felices de toda la expedición, y cuando hubieron acabado, no quedaban más que los huesos de las tres perdices.

No debían abrigar el menor temor de ser descubiertos, porque la nevada continuaba y sus enemigos se hallaban a veinticinco millas al Norte. Sin embargo, no por eso dejaron de reanudar pronto el camino hacia el Sur, y estuvieron andando bajo el temporal de nieve hasta el mediodía. Entonces se detuvieron y construyeron un refugio para descansar hasta el día siguiente.

—Hemos de estar cerca de la pista de Kenogami —observó Wabi—. Tal vez ya la hayamos pasado.

—Pasar no —contesto Mukoki—. Estar allí. —Y señaló hacia el Sur.

—La pista de Kenogami —explicó Wabi a Roderick— es una senda por donde pasan los trineos que van desde la pequeña ciudad de Nipigon, estación de ferrocarril, hasta Kenogami, que es una factoría de la Compañía Hudson Bay, situada al final del Gran Lago. El factor de Kenogami es un gran amigo nuestro y nos hemos visitado muchas veces mutuamente, pero yo sólo he estado una vez en la pista de Kenogami. Mukoki la ha recorrido muchas veces.

Antes de comer, cazaron varias liebres y durante la tarde no hicieron otra cosa que dormir para reponer las fuerzas. Cuando Roderick se despertó, había cesado de nevar y casi era de noche.

A Mukoki le molestaba grandemente la herida, para que pudiera descansar bien, decidieron no ponerse de nuevo en camino hasta la tarde del día siguiente. Por la mañana. Roderick y Wabi se entretendrían en cazar algún animal cuya grasa sirviese para la herida del indio. La grasa de cualquier animal es buena cuando se destina a heridas, menos la del visón y la de liebre. A la madrugada se pusieron los dos en camino, mientras que Mukoki, muy contra su voluntad, se quedó en el campamento. A poca distancia de éste, los dos se separaron, yendo Roderick hacia el Este y Wabi hacia el Sur.

Durante una hora estuvo Roderick errando sin encontrar caza alguna, aunque viera muchas huellas de antas y ciervos, Por fin se decidió a subir a una colina que se hallaba a una milla de distancia, porque pensaba que desde allí podría distinguir más fácilmente la caza. No había recorrido aún la mitad de la distancia cuando, con enorme asombro, halló una pista muy marcada, que, diagonal a la suya, se extendía casi en línea recta hacia el Norte. Después de la nevada del día anterior habían pasado por allí dos trineos tirados por perros, y a ambos lados de estas huellas había otras de hombres provistos de raquetas de nieve. Contó cuando menos tres personas y unos doce perros para cada trineo. Se le ocurrió en seguida pensar que aquélla era la pista de Kenogami, y movido tan sólo por esta convicción, comenzó a seguir la senda. Media milla más adelante encontró el lugar donde los ocupantes de los trineos se habían parado para comer. Vio aún restos de la hoguera, huesos y un poco de pan. Lo que más le llamó la atención fueron las huellas de otra persona, que no era ninguna de las tres que corrían al lado de los trineos Estaba seguro de que aquellas huellas eran las de una mujer, porque las impresiones eran muy pequeñas. Cerca de la hoguera extinguida, halló otras que le hicieron latir más aprisa el corazón. La nieve allí había sido apisonada por las raquetas, y, sobre la dura superficie, las huellas aparecían más claras. Eran las de unos mocasines, de breves tacones. Recordó Roderick entonces el día en que él había examinado las pisadas de Minetaki cuando fue raptada por los dos Woongas, y recordó también que usaba mocasines con tacones. ¿Era sólo una mera coincidencia? ¿Sería posible que Minetaki hubiere pasado por aquel sitio? «No puede ser», se dijo, convencido, el joven cazador. Y, sin embargo, sintió que la sangre fluía aceleradamente por sus venas cuando tocó con las manos las huellas delicadas. De todos modos, le recordaban a Minetaki. Su pie hubiese dejado iguales impresiones en la nieve, y se preguntó si la joven que por allí había pasado, sería tan bella como su amiga.

Continuó durante un rato por aquella senda, y diez minutos más tarde llegó a un sitio donde las huellas de seis personas, llegadas del Norte, se habían unido a los trineos. Después, las dos partidas habían continuado el camino juntas.

—Debían de ser amigos de la factoría Kenogami —se dijo Roderick, y al volverse hacia el campamento, se imaginó la escena del encuentro de los dos amigos, en el corazón de los parajes selváticos, los alegres abrazos de los esposos y la alegría de la linda muchacha al besar a su padre y tal vez a su hermano. La llamaba linda, porque ninguna muchacha podía tener el mismo pie que Minetaki sin ser hermosa como ella al mismo tiempo.

Cuando llegó al campamento, vio que Wabi había regresado ya. El joven había cazado un ciervo pequeño, del que comieron al mediodía. Roderick había sido menos afortunado en la caza, pero, en cambio, pudo contar el hallazgo de las huellas. El paso de aquella comitiva fue el tema de la conversación durante el resto del día, porque después de tanto tiempo de soledad en el Gran Desierto Blanco, la proximidad momentánea de seres civilizados era para ellos un gran acontecimiento. Roderick no mencionó, sin embargo, más que superficialmente la semejanza de las huellas de la muchacha que iba en el trineo con las de Minetaki, porque sabía que, si hubiese demostrado demasiado interés, Wabi hubiera tenido materia durante una semana para zaherirle[7] con sus amistosas burlas. No dijo, pues, otra cosa sino que aquellas huellas eran exactamente del tamaño de las de Minetaki.

Todo el resto de aquel día y la noche, permanecieron los cazadores en el campamento, pasando el tiempo en comer, curar la herida de Mukoki y dormir. Al día siguiente, muy de mañana, emprendieron de nuevo el camino de regreso. Se dirigieron hacia el Oeste, porque estaban completamente seguros de que se hallaban fuera del alcance de los Woongas.

Wabi pensó, con pesar, en la cabeza de anta que había enterrado en la «nevera india», y propuso regresar por aquellos lugares para poderla recobrar, pero Mukoki se opuso.

—Woongas luchar bien. ¿Para qué entrar boca lobos?

Así, pues, desistieron de la idea de recoger la cabeza del anta de enormes astas.

Un poco antes del mediodía del día siguiente, divisaron el lago Nipigon desde un otero. Ni Colón, cuando pisó por vez primera tierra americana, fue más feliz que Roderick cuando llegó a la superficie helada del lago.

«Allí, al otro lado», pensó, «a unas cien millas, está la factoría, y en ella Minetaki». Felices visiones llenaron sus pensamientos mientras caminaban aquella tarde a través del lago. Tres semanas más, y volverla a ver a su madre. Y Wabi le acompañaría. Roderick se mostraba exuberante; parecía infatigable, reía y silbaba, y hasta intentó cantar. Se preguntaba si Minetaki se alegraría de volverle a ver. Sabía que sí, que se alegraría; pero ¿cuánto?

Tardaron otros dos días en recorrer la parte sur del lago. Luego se dirigieron hacia el Norte, y a la tarde siguiente, cuando el disco rojo del sol desaparecía detrás de las montañas, llegaron al bosque de la colina, desde el cual pudieron contemplar las casas de Wabinosh.

El astro rey, al final de su carrera, desaparecía entre las negras ramas del bosque. De pronto los tres cazadores oyeron las notas inesperadas de una trompeta, claras y sonoras.

Y Wabi, al escucharlas, se irguió sorprendido. La sorpresa fue mayor cuando oyeron el ruido de un cañonazo.

—Una trompeta y un cañón —dijo Roderick—. Si no me equivoco, ése es el saludo al sol poniente. No sabía que tuvierais soldados en Wabinosh.

—Pues no los había —contestó Wabi—. ¿Qué crees tú que podrá ser?

Pero no esperó la contestación, sino que corriendo se dirigió hacia Wabinosh. Roderick y Mukoki le siguieron. Quince minutos más tarde estaban en las inmediaciones de la factoría, donde se había operado un gran cambio desde que la vieron por última vez. En un semicírculo había media docena de tiendas de campaña, y cerca de ellas, una veintena de soldados que vestían el uniforme del ejército de su Majestad el Rey de Inglaterra. Los gritos de saludo murieron en los labios de los tres cazadores y, rápidamente, Wabi se encaminó a casa de sus padres, en tanto que Roderick se dirigía a los almacenes de la Compañía, donde solía encontrar a Minetaki. Sus esperanzas fueron frustradas. Cuando se dirigió después a casa del factor, Wabi y su madre le salieron al encuentro para saludarle.

El rostro de Wabi revelaba gran excitación y sus ojos brillaban.

—¡Roderick! ¡Hay una novedad! —exclamó—. El Gobierno ha mandado aquí una compañía de regulares para hacer la guerra a los Woongas, para exterminarlos. Han estado robando y asesinando más que nunca durante estos dos últimos meses. Mañana parten, los soldados en su persecución.

Respiraba con dificultad por la emoción que le embargaba.

—¿No puedes quedarte, Roderick, para tomar parte? —le preguntó con voz persuasiva.

—¡Imposible! —dijo Roderick—. No puedo, Wabi, y tú lo sabes muy bien. He de regresar a mi casa, y en tu compañía. Los regulares no te necesitan. Vente a Detroit conmigo y ruega a tu padre que deje venir también a Minetaki.

—Ahora no, Roderick —dijo Wabi, y cogió la mano de su amigo—. No podré ir ahora. Ni Minetaki tampoco. Han pasado tan malos ratos aquí últimamente, que papá la mandó fuera. Quiso que mi madre fuese con ella, pero ella no ha querido marcharse.

—¿Minetaki no está aquí? —exclamó Roderick.

—No. Se marchó a Kenogami en compañía de una india y tres guías, hace cuatro días. Aquellas huellas que encontraste, eran indudablemente de ellos.

—¿Y la huella del pie chiquitín?

—De Minetaki —exclamó Wabi riendo, y abrazó cariñosamente a su amigo—. ¿No quieres quedarte, Roderick?

Y sé fue a su antigua habitación, donde permaneció en silencio, descorazonado, hasta la hora de la cena. Había sufrido dos amargos desengaños. Wabi no le acompañaría a Detroit y no había visto a Minetaki. La joven le había dejado una carta que él leyó varias veces. Le decía en ella que regresaría a Wabinosh antes que ellos de su expedición, pero al final había un párrafo en el que añadía que, si no podía volver antes, esperaba que Roderick haría otra visita a la factoría muy en breve, y acompañado de su madre.

Durante la cena, la madre de Minetaki repitió varias veces la invitación y leyó a Roderick algunas cartas que había recibido de la madre de él. Roderick se alegró al saber que ésta se encontraba muy bien y que además había prometido visita a Wabinosh en el verano siguiente. Wabi mostró alegría dando grandes voces y Roderick olvidó sus desengaños y se animó de nuevo.

Por la noche fueron examinadas las pieles con que regresaron los cazadores, y el factor las compró para la Compañía. Lo que correspondía a Roderick, incluyendo la tercera parte del oro, importaba unos setecientos dólares. A la mañana siguiente salía el correo-trineo bimensual, y Roderick arregló las cosas para marcharse en él, después de escribir una larga carta a Minetaki que debía llevarla el fiel Mukoki. Wabi y Roderick estuvieron casi toda la noche en pie, hablando animadamente del pasado y de sus planes para lo por venir. Se esperaba que la campaña de los solados contra los Woongas seria breve y que en la primavera próxima habría desaparecido toda clase de peligro.

—¿Y tú volverás tan pronto como puedas? —preguntó Wabi por centésima vez—. ¿Volverás en la época del deshielo?

—Si Dios me da vida y salud, sí.

—¿Y traerás a tu madre?

—Así lo ha prometido ella.

—Entonces… ¡buscaremos el oro!

—¡Buscaremos el oro!

Wabi le tendió la mano y los dos se dieron un fuerte apretón que era una mutua promesa.

—Y también entonces estará Minetaki aquí, ¡palabra! —exclamó Wabi riendo.

Roderick se ruborizó.

Pronto partió el trineo a toda velocidad por la suave extensión nevada. Roderick, impávidos los ojos, soñaba en las caricias de su madre, que le esperaba. Después volvióse un instante y sus pensamientos se dirigieron hacia la senda de Kenogami, en la que viera las pequeñas huellas de Minetaki. Y dijo en voz baja:

—En la primavera la veré.

FIN