Capítulo XVII

Caminaban más despacio y Roderick sintió renacer sus fuerzas poco a poco. Cuando llegaron a la segunda colina, cogió a Mukoki del brazo y el viejo indio lo toleró sin protestar, lo cual decía de su herida mucho más que lo que hubieran podido expresar sus palabras. Aún no daban señales sus enemigos de haber vuelto a la persecución. Desde lo alto de la segunda colina se divisaba una distancia de media milla, y Roderick propuso quedarse allí durante algunos minutos para vigilar el camino, mientras Wabi continuaba con Mukoki hacia el abismo.

Los jóvenes advirtieron que el indio iba debilitándose a cada paso y que no podía ocultarlo por más esfuerzos que hacía para no llamar la atención.

—Yo creo que tiene una herida grave —murmuró Wabi al oído de Roderick, que estaba densamente pálido—. Creo que está peor de lo que nos figuramos. Pierde mucha sangre. Me parece bien tu idea. Quédate aquí, y cuando veas venir a los Woongas, dispara sobre ellos. Te dejaré también mi fusil para que puedas disparar más a prisa. Así creerán que volvemos a atacarles, se detendrán durante algún tiempo y yo podré hacer un alto para curar la herida de Mukoki. De lo contrario se desangrará.

—Pero después de curarle continúa —dijo Roderick—. Y no te detengas aunque me oigas disparar. Continúa hasta que estés al lado del abismo. Yo conozco el camino, y como con Mukoki irás despacio, fácilmente os alcanzaré. Me encuentro tan fuerte como antes.

Durante esta breve conversación, Mukoki había seguido caminando y Wabi corrió a su lado. Roderick, entretanto, se ocultó tras una roca, desde cuyo lugar veía perfectamente todo el valle, que se hallaba a sus pies.

Sacó el reloj y contó con ansiedad los segundos que pasaban. Se dijo que Wabi podía curar a Mukoki en diez minutos, y si los Woongas no se presentaban antes, cada minuto ganado aumentaría su seguridad. Durante la larga espera, que se prolongó más de quince minutos, Roderick, vigilando el camino, se preguntaba por qué no acudirían los Woongas. Habían tenido tiempo suficiente para buscar las raquetas de nieve y volver a la persecución, y no era de suponer que desistieran de perseguirlos. Le constaba también que los Woongas sabían que Wabi era hijo del factor de Wabinosh y harían todo lo posible para volver a coger tan buena presa, aunque tuviesen que perder la mitad de sus hombres.

De pronto, un punto distante y movedizo le llamó la atención. Se incorporó respirando anhelosamente. Dos figuras habían aparecido en el llano. Poco después aparecieron varias más. El joven contó dieciséis. Todos llevaban raquetas de nieve y avanzaban velozmente sobre la pista de los fugitivos.

Roderick miró de nuevo el reloj. Habían pasado veinticinco minutos. Wabi y Mukoki habían tenido tiempo de avanzar mucho. Si él pudiese mantener a los Woongas a raya durante quince minutos más… tan sólo quince minutos… casi tendrían tiempo de haber llegado a la entrada del abismo.

A pesar de estar solo y que dependía de él la vida de sus compañeros, Roderick estaba absolutamente tranquilo. No le temblaban las manos y ningún sentimiento de miedo cruzó por su espíritu. Determinó dejar que los Woongas se acercasen hasta la distancia de doscientos metros, pues a esa distancia tenía la seguridad de tumbar a uno o dos de ellos.

Tomó por medida un tronco de árbol que había a aquella distancia, y cuando los dos Woongas que iban delante llegaron a él, disparó, una y otra vez, y vio que el segundo bandido cayó al suelo, mientras que el primero buscaba refugio detrás del tronco. Después disparó al grupo que formaban los demás perseguidores y luego cogió el fusil de Wabi y disparó también los cinco tiros que había en la cámara, en otros tantos segundos.

El efecto fue instantáneo. Los bandidos se dispersaron buscando refugio y Roderick vio que en la nieve yacía un segundo indio. Volvió a cargar los fusiles, y cuando terminó, los Woongas se habían separado y corrían a derecha y a izquierda para ganar así la cima donde estaba el joven. Éste consultó otra vez su reloj. Wabi y Mukoki llevaban una delantera de treinta y cinco minutos.

El muchacho se incorporó y echó a correr velozmente sobre la pista de sus compañeros. Calculó que los Woongas tardarían diez minutos en llegar hasta el sitio donde él había estado, y que cuando hubiesen descubierto su huida, ya podría haber recorrido él una milla. Vio el sitio donde Wabi se había parado con Mukoki para practicarle la cura. Había manchas de sangre en la nieve. Media milla más adelante, vio que los dos se detuvieron de nuevo y se dio cuenta de que Mukoki había tenido que descansar. Las paradas de sus compañeros se hacían más frecuentes a medida que Roderick avanzaba hacia ellos y por fin los vio caminando muy despacio delante de él.

Rápidamente se acercó a ellos y miró a Mukoki:

—¿Cómo…? —empezó a decir, pero Wabi le interrumpió.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó.

—Menos de media milla.

Wabi le rogó que cogiese el otro brazo de Mukoki.

—Ha perdido mucha sangre —explicó. Y en su voz había una dureza que hizo estremecerse a Roderick. Con horror miró al sitio donde el viejo indio tenía la herida.

Llevando a Mukoki casi en andas, caminaron más rápidamente. De repente Wabi se detuvo, y, echándose el fusil a la cara, disparó. A pocos metros, sobre la nieve, agonizaba una liebre.

—Si llegamos al abismo, es necesario que tengamos algo de comer para Mukoki —dijo.

—Vaya si llegaremos. ¡Mira! Allí está el bosque. Por allí bajaremos.

Cinco minutos más tarde, y después de una última y rápida carrera, bajaron al fondo del abismo, llevando a cuestas al indio, ya sin conocimiento. Cuando llegaron al fondo, Wabi se volvió y miró con mirada relampageante hacia arriba.

—¡Ahora podéis venir, canallas! —exclamó, retador—. ¡Ahora!

Mukoki volvió en sí pocos instantes después y Roderick le ayudó a encaminarse hacia el abrigo que ofrecía la pared del precipicio. Encontró un escondrijo entre las rocas, casi libre de nieve, y allí dejó al pobre indio, mientras volvía al lado de Wabi.

—¡Tú te quedas aquí de guardia! —dijo este último—. Hemos de encender fuego para guisar la liebre y obligar a Mukoki a que coma. Creo que la herida ha dejado de sangrar; voy a mirarla otra vez. No es una herida muy grave, pero la pérdida de sangre le ha debilitado mucho. Si podemos hacer que beba algo caliente, creo que podrá caminar otra vez. ¿Te quedan algunas provisiones?

Roderick deshizo el pequeño paquete, sólo capaz para contener las provisiones de un día.

—Tengo dos puñados de café, bastante té, mucha sal y un poco de pan —dijo.

—Muy bien. Poco es para tres personas en estos sitios desiertos, pero es suficiente para salvar a Mukoki.

Wabi regresó al lado de éste, mientras que Roderick, detrás de una roca, vigilaba la angosta entrada del abismo. Casi sintió deseos de que los Woongas asomasen por allí e intentasen bajar, porque estaba seguro de que entre él y Wabi podrían, en tan favorable posición, derrotar definitivamente a los Woongas. Sin embargo, los bandidos no asomaban, aunque Roderick tenía por seguro que debían hallarse cerca y que sólo aguardaban la llegada de la noche para poder, a su amparo, atacar a los tres cazadores.

Desde el sitio en que se hallaba pudo oír el crepitar del fuego encendido por Wabi y percibir el aroma del café. Además, Wabi silbaba alegremente, a pesar de que sabía que los Woongas estaban cerca. Poco después llegó al lado de Roderick.

—Nos atacarán tan pronto como sea de noche —dijo con serenidad—. Naturalmente, si pueden encontrarnos. Cuando no haya luz suficiente para que puedan vernos, trataremos de encontrar sitio donde ocultarnos. Mukoki podrá andar para entonces.

Roderick recordó la grieta que había visto en la pared del precipicio y la describió a su compañero. Sería un escondite ideal, y si Mukoki estaba ya tan fuerte, podrían huir por la grieta y adelantar mucho, antes de que los Woongas pudiesen descubrir la huida. No había más que un inconveniente. El espía cuyas huellas viera Roderick en el fondo del abismo, conocía aquella hendidura, y si no estaba entre los heridos o muertos, en aquel momento los Woongas podían haber montado allí una guardia, o ellos mismos podrían utilizarla para bajar.

—De todos modos —dijo Wabi, después de escuchar a su amigo—, vale la pena de correr el riesgo. Es muy posible que aquel espía encontrase la hendidura por mera casualidad y que los demás Woongas no sepan nada de ella. Y estoy seguro que de noche no nos seguirán por el abismo. Al abrigo de la oscuridad bajarán, eso sí, pero será para esperar la llegada del día. Entretanto, podemos estar camino del Sur, y si vuelven a alcanzarnos, pelearemos otra vez.

—¿Podríamos ponernos pronto en marcha?

—Dentro de una hora.

Durante algunos minutos los dos vigilaron en silencio. De pronto, Roderick tuvo una ocurrencia.

—¿Dónde está Wolf? —preguntó.

Wabi se echó a reír.

—Volvió a unirse a los suyos. Esta noche estará aullando con su hatajo. ¡Pobre Wolf! —y al decirlo le temblaron los labios—. Los Woongas llegaron por la parte trasera de la cabaña. Me cogieron desprevenido y tuvimos una lucha tremenda, aunque no duró más que unos minutos. Estaba en el sitio donde se hallaba atado Wolf, y pude aún cortar sus ligaduras.

—¿No se aprestó a defenderte?

—Si, lo hizo, pero uno de aquellos bandidos disparó sobre él, sin herirlo, y entonces Wolf huyó hacia los bosques.

—Es extraño que no hayan querido esperar a que Mukoki y yo volviésemos —dijo Roderick—. ¿Por qué no nos preparan a todos una emboscada?

—Pues porque no os necesitaban y porque estaban seguros de llegar a su campamento antes de que vosotros pudierais alcanzarlos. Yo lo significaba todo para ellos. Teniéndome a mí en su poder, creían que podrían ponerme en tratos con vosotros para que fueseis a Wabinosh a transmitir sus condiciones de rescate. Hubieran sacado a mi padre hasta el último céntimo, y luego me habrían matado. Me lo dijeron con bastante claridad cuando ya creían tenerme seguro.

Se oyó un ruido en la altura y los dos apuntaron con sus fusiles. Poco a poco el ruido fue acercándose. Era una piedra que rodó hasta el fondo del abismo.

—Allá arriba están —dijo Wabi, bajando el cañón del fusil—. Eso ha sido un tropiezo. Debemos permanecer alerta. Estoy seguro de que ni un solo Woonga dejará de sentir el deseo de matar al compañero que ha hecho caer la piedra delatora.

Con cautela se alejó para reunirse de nuevo con Mukoki, Roderick no apartó los ojos de la angosta senda que llegaba hasta la cima del precipicio. Las sombras iban invadiendo poco a poco el abismo y el joven estaba decidido a disparar al más ligero movimiento que notase. Quince minutos más tarde regresó Wabi, mordiendo una pata de la liebre asada.

—Ya me he bebido mi ración de café —dijo—. Ahora vete tú y come y bebe. Atiza también el fuego y no te importe oírme disparar, porque voy a hacerlo para que los Woongas sepan que estamos en guardia. Después partiremos en busca de la hendidura.

El joven encontró a Mukoki con un trozo de liebre en una mano y una copa de café en la otra. Sonreía apaciblemente y casi había recobrado el aspecto de antes. Roderick dio un suspiro de satisfacción.

—¿Te encuentras mejor, Mukoki? —preguntó.

—Mucho —contestó el indio—. No mucho herido. Poder luchar más. Pero Wabi decir: «No, tú quedar aquí».

Y en su cara se notó un gesto de desaprobación por la orden de su amo.

Roderick se puso a comer y a beber café. Comía con buen apetito. Apenas hubo terminado, guardó los restos para mejor ocasión. Poco después oyó dos disparos, y cuando aún se oían retumbar los ecos entre las montañas, llegó Wabi, para emprender la marcha.

Les fue fácil a los tres deslizarse a ras de la pared sin ser vistos, porque las sombras eran ya tan densas en el abismo, que resultaba imposible que nadie les divisara desde la cima. Continuaron la marcha durante un buen rato, con toda clase de precauciones, y evitaron hacer ningún ruido para no llamar la atención de los bandidos que pudieran vigilar desde arriba. Al cabo de media hora, Mukoki, que iba delante indicando el camino, apresuró el paso. Roderick, que se hallaba cerca, escudriñó el abismo para ver si habían llegado ya a la hendidura. De pronto, Wabi se detuvo y advirtió a sus compañeros que le imitasen.

—Está nevando —dijo en voz baja.

Mukoki levantó la cabeza y unos pocos, pero grandes copos de nieve, cayéronle en la cara.

—Pronto nevar mucho. Tal vez cubrir nuestras huellas.

—Pues si nieva mucho, estamos salvados —exclamó Wabi con alegría.

Mukoki volvió a examinar el cielo.

—Poco viento sobre el abismo —dijo después—. Venir del Sur. Nevar mucho sobre arriba.

Continuaron el camino animados por nuevas esperanzas. Roderick sintió que los copos caían cada vez más densos y temía no poder encontrar la hendidura que los había de salvar, porque de noche todo tenía para él un aspecto diferente. Con frecuencia se desanimaba por lo que tardaban en encontrarla. Al fin no pudo menos de manifestar su intranquilidad.

—¿Qué distancia habremos recorrido? —preguntó.

Antes de que Wabi pudiera contestarle, oyeron la voz de Mukoki, que se había adelantado un poco y los llamaba. Corrieron a su lado y lo hallaron al lado de la hendidura.

—¡Gracias a Dios! —murmuró Roderick.

Wabi le dio su fusil y le dijo que iba a subir primero y, que si no había peligro, silbaría.

Mukoki y Roderick permanecieron unos instantes viendo subir a Wabi.

Hubo un silencio que duró un cuarto de hora, y, por fin, oyeron un ligero silbido. Diez minutos más tarde, los tres estaban fuera del abismo, en la montaña. Tanto Roderick como Mukoki sentíase fatigados por la subida.

Descansaron largo rato sentados en la nieve, sin dejar de aguzar el oído en el silencio de la noche. Roderick rogaba fervientemente a Dios que continuase nevando, pues le parecía que era Dios quien había desencadenado aquel temporal de nieve sobre los lugares por donde ellos pasaron, con objeto de ocultar sus huellas y qué pudiesen llegar sanos y salvos a sus hogares.

Se levantaron y los tres se estrecharon las manos en silencio, celebrando la liberación.

Sin pronunciar una sola palabra, dirigieron por un momento sus miradas hacia atrás, sobre las tinieblas del precipicio y hacia los parajes blancos y desiertos, donde pasaron días muy accidentados a la par que días felices. Y al volver los ojos al caos que se destacaba detrás de la segunda montaña, oyeron el largo y quejumbroso aullido de un lobo.

—Tal vez sea nuestro Wolf —dijo Wabi, con tono de pesar.

Y, marchando en fila, se dirigieron hacia el Sur.