Capítulo XVI

Durante las dos semanas que siguieron, el cuidado de las trampas absorbió completamente el pensamiento de los tres cazadores; el hermoso tiempo les favoreció mucho.

Hacia más de dos meses que habían salido de Wabinosh, y Roderick, de cuando en cuando, contaba los días que aún faltaban para emprender el regreso. Wabi calculaba que el valor de las pieles y de los scalps de lobos que poseían, oscilaba alrededor de mil seiscientos dólares. Como además tenían unos dos mil doscientos en pepitas de oro. Roderick estaba seguro de que regresaría al lado de su madre con una suma igual al salario anual que disfrutaba en su antiguo empleo.

No ocultaba tampoco a Wabi su ardiente deseo de volver a ver a Minetaki. Wabi estaba muy satisfecho de la atracción que su hermana ejercía sobre su buen amigo, y se complacía con frecuencia en bromear con él acerca de esta inclinación. Roderick acariciaba la secreta esperanza de que la madre de Minetaki autorizase a ésta a que les acompañase, a él y a Wabi, a Detroit, y que una vez allí la madre de él se encariñase con la muchacha.

En la tercera semana, después del temporal, Roderick y Mukoki fueron un día juntos a recorrer la línea de trampas, dejando a Wabi en el campamento. Los tres habían decidido que en aquella semana emprenderían el regreso a Wabinosh, a donde llegarían a principios de febrero. Roderick se hallaba, pues, muy animado.

Aquel día habían terminado temprano el trabajo de la tarde y una vez que pasaron el pantano, Roderick expresó el deseo de subirse a la montaña para ver si se presentaba alguna pieza a tiro. Mukoki decidió no acompañarle, regresando al campamento.

Ya en la cima del monte, Roderick estuvo admirando un momento el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Vio a Mukoki, que era como una pequeña mancha en la nieve. Al Norte pudo contemplar la infinita y fascinadora región selvática, al Oeste vio un punto que se movía y estaba seguro de que era un anta o un reno, y al Este…

Instintivamente sus ojos buscaron el sitio donde debía estar el campamento… Palideció de súbito y dio un grito de horror. Luego otro para advertir a Mukoki.

Del lugar donde sabía que se hallaba la cabaña, había visto subir una enorme columna de humo. El cielo estaba negro en aquella parte, y durante los angustiosos instantes que siguieron a sus llamadas, creyó oír disparos de fusil.

El viejo indio se hallaba, sin embargo, fuera del alcance de su voz, y entonces Roderick recordó que el principio de la expedición de caza, habían ideado avisarse, en un momento de peligro, mediante disparos de fusil: dos disparos sin intervalo, y, tras una pequeña pausa, tres más, sin interrupción también.

Tan pronto como lo recordó, cogió el fusil y disparó al aire; una vez, dos veces, y luego otras tres seguidas y con tanta rapidez como pudo apretar el gatillo.

Mientras volvía a cargar el fusil, observó a Mukoki. Vio que éste se detuvo y se volvió hacia la montaña en cuya cima se hallaba él.

Otra vez disparó los cinco tiros de alarma, y otra vez llegó la señal a los oídos de Mukoki, quien se dirigió entonces a grandes trancos al encuentro de Roderick.

Roderick corrió también hacia él, disparando de cuando en cuando tiros aislados para que el indio supiera el sitio donde se hallaba, y en menos de quince minutos, Mukoki, jadeante, estuvo al lado del joven.

—¡Los Woongas! —gritó Roderick—. Han atacado el campamento. ¡Mira! —y apuntó hacia la columna de humo—. He oído tiros…

Por un instante, el viejo indio estuvo contemplando la cabaña, y luego, sin pronunciar palabra, partió hacia ella, bajando por la vertiente de la montaña con increíble celeridad.

La carrera que emprendieron fue una de las experiencias más emocionantes de la vida de Roderick. Nunca supo explicar cómo le había sido posible correr a la misma velocidad que Mukoki. Cuando llegaron a la colina que daba abrigo a la cabaña, su cara sangraba por los rasguños que recibiera al pasar por entre las ramas de los bosques y su corazón latía aceleradamente ante el tremendo esfuerzo realizado; jadeaba, resollaba con silbidos guturales, y le era imposible articular una sola palabra. Sin embargo, subió la vertiente de la colina al lado de Mukoki, con el fusil preparado para disparar. En la cima se detuvieron.

La cabaña no era más que un montón de rescoldos. No había señal de vida a su alrededor. Pero…

Con un grito inarticulado, cogió Roderick el brazo de Mukoki y señaló un objeto que había en la nieve, a poca distancia del sitio donde había estado la cabaña. El indio lo vio también. Echó una sola mirada al joven, y era aquella mirada que Roderick no esperaba ver jamás en rostro humano. Si aquéllos eran los restos de Wabi… si Wabi había sido muerto… ¡cuál sería la venganza de Mukoki! Su compañero había dejado de ser el Mukoki que él conociera; ahora era un salvaje. No había piedad, no había instinto humano, no había chispa de alma humana en aquella terrible mirada. Si fuera Wabi…

Echaron a correr. Llegaron a la hondonada, cruzaron, veloces, el lago, y Mukoki pudo hallarse segundos después de rodillas al lado del cuerpo que estaba tendido en la nieve, pues se trataba de una persona. El indio dio una vuelta al cadáver y se levantó, mirando con sus ojos escrutadores hacia las ruinas.

Roderick examinó a su vez al muerto y se estremeció.

El cadáver no era el de Wabi.

Era una cosa repugnante: el cadáver de un indio gigante, con el cuerpo contraído por las convulsiones de la agonía y la cabeza rota de un disparo.

Volvióse a mirar a Mukoki, pero éste se hallaba ya entre las ruinas, apartando las maderas quemadas con la punta de la bota y con el fusil.

Roderick se dejó caer en la nieve, junto al cadáver del indio. Había agotado sus fuerzas y se sentía impotente como un niño. Sin embargo, observó todos los movimientos de Mukoki y cada vez que el indio se inclinaba para examinar un objeto, se estremecía de horror.

¿Había muerto Wabi? ¿Había sucumbido entre las llamas de la hoguera?

Mukoki removía infatigablemente las maderas aún humeantes de la cabaña y no paró mientes en que sus mocasines empezaban a quemarse por algunos sitios. Una vez echó a Roderick un objeto medio achicharrado: era el saquito con las pepitas de oro. Pero ¿qué le importaba a él aquel Tesoro? El sólo pensaba en Wabi. No había en el mundo para él más que dos personas, Wabi y Minetaki, y el puesto que ellos ocupaban en su alma, sólo podía llenarlo una cosa: la pasión inhumana, salvaje, de la venganza por el mal que a ellos se les hiciese. Los Woongas habían cogido a Wabi de sorpresa, se habían acercado cautelosamente, cobardemente, y tal vez su amado amigo se hallaba muerto entre aquellas ruinas.

Por más que buscó, no halló indicio de lo que tanto temiera, y después de largo rato, salió de entre los escombros, negra la cara, y menos feroz la expresión de sus ojos.

—No estar allí —dijo, hablando por primera vez desde que oyera los disparos de alarma de Roderick.

Volvió a acercarse al cadáver del indio y un gesto de triunfo iluminó su rostro.

—Bastante muerto, éste —gruñó.

Luego continuó examinando el campamento, mientras Roderick descansaba aún. En todas partes se veían huellas de los indios. Mukoki descubrió el sitio por donde, desde el bosque, los Woongas se habían acercado a la parte trasera de la cabaña, y vio también por dónde habían partido después del ataque. Supo que del bosque de cedros habían salido cinco, pero que sólo cuatro partieron de la cabaña.

¿Dónde estaría Wabi?

Si hubiese sido capturado y los indios lo hubiesen llevado consigo, las huellas debían ser de cinco personas. Esto lo comprendió Roderick lo mismo que Mukoki, y, después de pensarlo mucho, sólo hallaron una solución al enigma. Wabi había luchado desesperadamente, había matado a uno de los indios, y, habiendo sido herido, fue apresado y conducido a cuestas. Wabi y sus raptores no podían, pues, estar a más de dos o tres millas de la cabaña, y si emprendiesen la persecución inmediatamente, antes de una hora alcanzarían a los indios.

Mukoki se acercó a Roderick y le dijo:

—Yo seguir y matar. Matar muchos rápidamente —y señalaba a las huellas de los cuatro indios—. Tú quedar aquí.

—Querrás decir mataremos —exclamó Roderick, poniéndose en pie con alguna dificultad—, pues estoy dispuesto a seguir a tu lado. ¡Adelante!

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Los dos cargaron sus fusiles y partieron rápidamente.

—Mucho silencio —murmuró el indio, cuando salieron de la hondonada—. Ningún ruido. Acercarnos… disparar.

Las huellas de los Woongas se dirigían desde la hondonada a los bosques del Norte, y Mukoki, un poco inclinado hacia adelante, las manos fuertemente asidas al fusil, las seguía velozmente. Tras haber corrido un buen rato, el indio se detuvo para contemplar un poco sorprendido una de las huellas, que era más profunda que las demás.

—Este llevar a Wabi —dijo, después de reflexionar—. Y Woongas ir mucho despacio. No tener prisa.

Roderick vio efectivamente que los pasos de los bandidos eran más cortos que los suyos, lo que significaba que caminaban con menos rapidez. Pero ¿por qué irían tan despacio? ¿Acaso creían que nadie les podía perseguir? No era probable, y en tal caso, no tenía ello otra explicación que la de que se creyeran superiores en fuerzas a los perseguidores y los despreciasen. ¿Sería que proyectaban alguna emboscada? Era muy posible que Roderick y Mukoki se estuviesen acercando precisamente al sitio donde los Woongas les aguardaban con las armas dispuestas a disparar.

De nuevo volvió a detenerse Mukoki. Examinó las huellas y ahogó un grito al observar que a las de las cuatro personas se habían sumado las de otra. Comprendieron que eran las de Wabi, que ya marchaba por su pie al lado de los indios. Llevaba también raquetas de nieve y sus pasos eran tan regulares como los de sus raptores. No se hallaba, pues, seriamente herido.

Los dos compañeros atravesaron un bosque de cedros en el que la arboleda era muy espesa, ofreciendo así un escondrijo muy a propósito para una emboscada. Sin embargo, Mukoki avanzaba decidido sobre la pista de los Woongas, que habían seguido el camino trazado por las antas y era por tanto fácil de recorrer.

Menos acostumbrado que el indio, Roderick esperaba a cada instante oír el disparo de un fusil y ver caer a Mukoki de bruces en la nieve. El mismo tal vez iba a ser herido dentro de un instante. No se explicaba por qué el indio no moderaba la marcha en un paraje tan peligroso.

¿Sería que, pensando en Wabi, se olvidaba del peligro que le amenazaba?

Mukoki, cuya fría resolución era inquebrantable, había por el contrarío, y aprovechando la suavidad de la senda, aumentado la velocidad de la marcha.

Pronto manifestó a Roderick que sabía que las huellas eran más recientes, puesto que la nieve de alrededor aún no se había endurecido.

—Muy cerca, muy cerca —murmuró.

La pista subía ahora por la pina vertiente de una pequeña colina y por ella los dos corrieron con el fusil al hombro. Mukoki no cesaba de murmurar terribles palabras de venganza.

Desde la cima de la colina vieron una escena que, a pesar del consejo de su compañero, arrancó un grito de desesperación de los labios de Roderick.

Por la pendiente contraria de la colina, marcharon los Woongas con su prisionero. Iban en fila, Wabi detrás del primer indio, con las manos atadas a la espalda. Sin embargo, no fue esto sólo lo que llenó de desesperación el corazón de Roderick.

El número de enemigos y la proximidad de ellos, hacía inútil cualquier intento para librar a Wabi del cautiverio, porque al primer disparo que ellos hiciesen sobre los cuatro raptores, los demás acudirían rápidamente y Roderick y Mukoki no podrían luchar contra la fuerza abrumadora de aquéllos. Por otra parte, tampoco era posible dejar que Wabi siguiese en poder de los bandidos. Sólo de pensarlo estremecióse de horror Roderick, quien sabía cuán inhumanas eran las venganzas de los Woongas.

Y mientras el joven sentíase poseído de tan horribles pensamientos, el fiel Mukoki, a su lado, ya había formado un plan de campaña, que era el de atacar. Él lucharía hasta el último momento, hasta derramar la última gota de sangre por salvar la vida de Wabi.

Sin vacilar, y después de advertir a Roderick, se fue colina abajo, y al pie de ella abandonó la senda que recorrieran los bandidos. Roderick se dio inmediatamente cuenta de la idea de Mukoki. Iba a dar un rodeo para atacar a los indios de lado o de frente, en vez de hacerlo por la espalda. Otra vez tuvo que hacer enormes fuerzas para ajustar su paso al del viejo indio, pero su veloz carrera a través del bosque pronto se vio coronada por el éxito, pues diez minutos más tarde se hallaban ambos escondidos detrás de un grupo de árboles y arbustos que alzábanse del campamento de los Woongas.

—Vienen —dijo Mukoki en voz baja a Roderick—, vienen.

Roderick miró por encima del hombro de su compañero, mientras el corazón latíale violentamente. Los Woongas se aproximaban rápidamente, desconociendo el peligro que les amenazaba. Mukoki miró a Roderick con ojos casi suplicantes, cuando le dijo, poniéndole una mano en el hombro:

—Tú tirar sobre primer hombre delante Wabi. Yo tomar los otros tres. ¿Tú ver aquel abedul allá? Allí dispararle. ¿Tú no temblar? ¿Tú no errar tiro?

—¡No! —dijo Roderick y cogió la mano del fiel amigo—. Yo le mataré, Mukoki. Y lo mataré de un solo tiro.

Pronto oyeron las voces de los Woongas y vieron que la cara de Wabi estaba desfigurada por la sangre que fluía de su frente.

Paso a paso, sin recelo de ninguna clase, aproximáronse los bandidos. Ya se hallaban a cincuenta metros del abedul señalado… a cuarenta… a treinta. Por fin sólo faltaron veinte, diez, y Roderick echóse el fusil a la cara y apuntó.

El bandido llegó al árbol, pasó y Roderick apretó el gatillo. Detúvose el Woonga. Antes de que se desplomara sin vida en la nieve, salieron del fusil de Mukoki una serie furiosa de disparos, y cuando Roderick iba a apuntar a los Woongas que venían detrás de Wabi, vio que de los cuatro, sólo quedaba uno en pie, y éste con las manos en el pecho y tambaleándose. Sin embargo, de uno de los que cayeron había partido un horrible grito, y cuando Roderick y Mukoki corrieron hacia Wabi, se oyó desde lejos un terrible aullido en contestación.

Mukoki sacó rápidamente su cuchillo, cuando estuvo al lado de Wabi, y de dos cuchilladas le libró de sus ligaduras.

—Tú herido… ¿Mucho? —preguntó con ansiedad.

—No… no —contestó Wabi—. ¡Yo sabía que vosotros vendríais, mis queridos amigos!

Después se dirigió hacia uno de los bandidos y Roderick vio que cogía el fusil y el revólver que él había perdido meses atrás en la lucha con los tres indios. Mukoki había cogido ya el gran paquete que contenía todas las pieles de los animales que habían cazado y que los Woongas les habían robado.

—¿Viste el campamento? —preguntó Wabi muy excitado.

—Sí.

—Dentro de un instante estarán aquí. ¿Qué camino seguimos, Muki?

—Al fondo del abismo —gritó Roderick—. Al abismo. Si podemos llegar allí…

Mukoki se quedó un poco atrás e indicó a sus amigos que corriesen delante, porque él estaba decidido a defender la retaguardia.

No había tiempo que perder en discutir y Wabi echó a correr con la máxima velocidad, mientras preguntaba a gritos a Roderick, que iba delante:

—¿Tienes muchas municiones, Roderick?

—Cuarenta y nueve balas.

—En este cinturón no hay más que cuatro —volvió a gritar Wabi—. Dame algunas.

Roderick entregó a Wabi doce balas y los dos siguieron corriendo hacia la colina, en cuya cima se detuvieron un momento, para tomar alientos y observar si les perseguían de cerca.

Vieron el campamento de los Woongas, cuyas hogueras se hallaban desiertas, y, a media milla de distancia, descubrieron a doce de sus perseguidores, que iban acercándose rápidamente a la colina. El resto de los bandidos ya se hallaba en el bosque.

—Hemos de llegar al abismo antes de que vengan —dijo Wabi, y volvió a emprender la veloz carrera, yendo esta vez delante.

Roderick se desalentó. Las palabras de Wabi de que debían llegar antes que los Woongas al abismo, le revelaron la terrible verdad de que él no podía llegar allí, porque ya no le quedaban fuerzas. La carrera que emprendiera detrás de Mukoki hasta la cabaña incendiada, le había dejado casi examine y cada paso que daba ahora, aumentaba su extenuación. Y el abismo estaba a una milla de distancia, y la entrada a él a dos millas más. ¡Tres millas! ¿Cómo podría resistirlo?

Oyó que Mukoki se le acercaba. Wabi, delante, aumentaba inconscientemente la distancia que había entre ellos. Hizo un enorme esfuerzo para acelerar el paso, pero era inútil. En aquel momento oyó que Mukoki gritaba a Wabi, el cual se volvía para ver lo que quería.

—Roderick correr tres millas hasta cabaña en llamas —dijo Mukoki a Wabi—. No poder llegar abismo.

El rostro de Roderick estaba blanco como la nieve. El jadeo impidió al pobre muchacho articular palabra. Wabi comprendió en seguida.

—Pues entonces no podemos hacer más que una cosa, Muki —dijo—. Hemos de detener a los Woongas en la hondonada donde estamos acampados. Disparemos sobre ellos desde el otero que hay al otro lado del lago. Podemos dejar fuera de combate a dos o tres de ellos y de este modo no se atreverán a perseguirnos tan de cerca. Tratarán de atacarnos por la espalda, y mientras dan la vuelta nosotros podremos correr hacia el precipicio.

Y volvió a ponerse en marcha, pero más lentamente esta vez. Tres minutos más tarde, alcanzaron la hondonada, cruzaron sin dificultad el lago, y ya se hallaban al pie del otero opuesto, cuando oyeron el terrible grito de triunfo de los indios.

—¡Aprisa! —exclamó Wabi—. ¡Ya nos pueden ver!

Y antes de que acabara de hablar, sonó el estampido de un disparo.

Por primera vez en su vida oyó Roderick el terrible silbido de una bala a ras de su cabeza, y vio cómo la nieve se levantaba al choque de ella, a pocos pasos de Wabi.

Al cabo de veinte segundos, se oyó otro disparo, y luego tres más en rápida sucesión. Wabi cayó.

—No estoy herido —dijo, levantándose—. ¡Maldita roca!

Roderick y Wabi llegaron pronto a la parte superior del otero, y en el mismo momento partieron de la parte opuesta del lago una docena de tiros. Roderick se arrojó instintivamente a tierra. Echado en la nieve, oyó un grito de dolor de Mukoki, que acababa de llegar también. Sin embargo, el valiente indio no se detuvo, y juntos se pusieron al abrigo de los árboles que había en la colina.

—Mukoki, ¿es grave tu herida? —exclamó Wabi casi sollozando y mientras abrazaba a su fiel amigo.

Mukoki tambaleóse un poco, pero se mantuvo en pie.

—Aquí estar —dijo señalando con la mano derecha su hombro izquierdo—. No muy malo, no —y sonrió, aunque en sus ojos se vio el dolor que sentía.

Dejó caer el paquete de las pieles.

—Aquí esperar. Aquí nosotros dar a Woongas veinte mil tiros.

Y se volvieron hacia sus perseguidores. Media docena de Woongas habían salido ya de la espesura y cruzaban rápidamente el claro. Otros salieron detrás, y Wabi vio que algunos de ellos no llevaban raquetas de nieve. Llamó la atención de Mukoki sobre el hecho, pero éste ni siquiera levantó los ojos. Pocos instantes después habló.

—¡Ahora disparar… veinte mil tiros!

Ocho de los perseguidores se hallaban en la hondonada. Seis de ellos habían alcanzado el lago. Roderick no apuntó aún; sabía que para él era mejor descansar que luchar y comenzó a absorber el aire en profundas aspiraciones, mientras sus compañeros apuntaban. Él dispararía después, si hacía falta.

Mukoki y Wabi apuntaron sin precipitarse. Mukoki disparó primero, dos veces seguidas, y uno de los bandidos cayó rodando por la nieve que cubría el lago. Cuando estuvo en el suelo, disparó Wabi, y enseguida se oyeron los gritos del herido que se desplomó con una pierna atravesada. Al oír los gritos y los disparos, se excitó Roderick y con un rugido retador se echó el fusil a la cara. Las tres armas enviaron al unísono la muerte a los perseguidores.

Sólo quedaron en pie tres de los Woongas y éstos corrieron velozmente hacia el abrigo de los cedrales.

—¡Hurra! —exclamó Roderick.

Y la excitación le movió a ponerse en pie, y así envió su último disparo a los bandidos que huían.

—¡Hurra! Ahora corramos nosotros detrás de ellos.

—¡AL suelo! —ordenó Wabi—. Y carga el fusil de nuevo.

Rápidamente volvieron los tres a cargar de nuevo las cámaras de sus fusiles y cinco segundos más tarde dispararon varias veces seguidas sobre la parte del bosque de cedros donde suponían resguardados a los Woongas.

—Creo —dijo Wabi después de un momento— que tienen para un rato. Muchos de ellos, con las prisas, se olvidaron hasta de sus raquetas de nieve. Ahora podremos llegar fácilmente al abismo, Muki.

Y puso su mano sobre el hombro del indio, que aún se hallaba tumbado en la nieve y apuntando con el fusil.

—Déjame ver la herida, Muki.

—No. Primero abismo —contestó Mukoki—. No ser mala herida. No tocar hueso. No mucha sangre.

Roderick, que estaba detrás del indio, vio que la chaqueta de éste mostraba una gran mancha de sangre, y le preguntó cariñosamente:

—¿Estás seguro de poder llegar allí?

—Sí, sí.

Y para probarlo, el herido se levantó y se dirigió hacia el paquete de pieles. Pero Wabi se adelantó y lo cargó sobre sus propios hombros.

—Tú y Roderick, delante —dijo Wabi—. Vosotros sabéis dónde está el abismo y yo nunca he estado en él.

Mukoki bajó por la vertiente de la colina y Roderick, que iba detrás, oyó que respiraba con dificultad. El joven ya no se ocupaba de sí, sino de aquel valeroso indio que iba delante, el cual sería capaz de morir andando sin proferir una queja y mostrando siempre la sonrisa estoica del que no conoce el miedo.