Capítulo XV

Hasta aquel momento, Roderick se había olvidado de hablar del personaje misterioso cuyas huellas encontrara en el precipicio; pero cuando se sentaron a comer, ya más tranquilo, al saber que el misterio estaba aclarado, describió a sus compañeros las extrañas maniobras del Woonga que le espió. No obstante, se abstuvo de manifestar los temores que abrigara en el abismo, pues prefirió que Wabi y Mukoki sacasen ellos mismos las consecuencias que les sugiriese su experiencia. Ambos expresaron su satisfacción por el hecho de que, al parecer, los Woongas no pensaban atacarles, sino que, por motivos ignorados, tenían tantos deseos de evitar a los cazadores como éstos de no tropezarse con los indios. Todo parecía confirmar esta teoría. El espía del abismo hubiera podido preparar con facilidad una emboscada a Roderick, y no lo hizo. El mismo campamento sé había hallado innumerables veces indefenso, y en muchos otros sitios los cazadores hubieran podido sufrir el asalto, sin que esto sucediera nunca.

En suma: el relato de Roderick, respecto a las huellas que encontró, no causó apenas impresión y, en vez de obligarles a un examen más detenido del hecho, hicieron planes para poder hallar la primera catarata. Como Mukoki era el andarín más veloz y resistente de los tres, se convino que sería él quien llevaría a cabo la primera exploración en busca de la primera cascada. Se pondría en camino a la mañana siguiente, con buena cantidad de víveres, y, durante su ausencia, Roderick y Wabi atenderían a las trampas colocadas.

—Hemos de encontrar la primera cascada antes de regresar a Wabinosh —declaró Wabi—. Si vemos que por la distancia de la primera, la tercera no está a menos de cien millas de esta cabaña, no podremos ir en busca de la mina en todo este invierno. En tal caso, es necesario que volvamos a la factoría por nuevas provisiones y las herramientas necesarias, cosa que no podremos hacer hasta que hayan pasado las riadas de la primavera.

—Ya lo he pensado —contestó Roderick—; pero tú sabes que mi madre está sola y…

—Sí, te comprendo —le interrumpió Wabi, poniendo al mismo tiempo cariñosamente una mano en el hombro del amigo.

—Tampoco ignoras que dispone de poco dinero —continuó diciendo Roderick—, y si se pone enferma o…

—Sí, es necesario que volvamos antes con las pieles —dijo su amigo completando el pensamiento de Roderick—. Y, si te parece, yo te acompañaré a Detroit. ¿Crees que tu madre me recibirá bien?

—¿Cómo recibirte bien? —exclamó Roderick, asiendo el brazo de Wabi—. ¡Recibirte bien! Ya sabes que te quiere casi como a un hijo. Le darías una gran alegría. ¿De veras piensas venir?

La cara bronceada de Wabi se inundó de un rubor más vivo aún que el de su amigo.

—No puedo prometerlo —dijo—. Pero me gustaría mucho volverla a ver, casi tanto como a ti. Si puedo, iré contigo.

Roderick experimentó una gran alegría ante las palabras de su buen amigo.

—Y yo regresaré contigo al final de la primavera, y juntos emprenderemos la busca del oro —afirmó, y se levantó para dar un golpe cariñoso a Mukoki—. ¿Tú vendrás con nosotros, Mukoki? Te divertirás mucho.

El viejo indio mostró su desaprobación con sus acostumbrados gruñidos y palabras inarticuladas. Wabi contestó por él.

—Muki tiene demasiados deseos de volver a ser el esclavo de Minetaki, Roderick. No, Muki no vendrá con nosotros; me apuesto cualquier cosa. Se quedará en Wabinosh para cuidar de ella, no sea cosa que los Woongas se la roben. ¿Verdad, Muki?

Mukoki asintió con la cabeza. Luego se fue a la puerta, la abrió y miró al exterior.

—¡Demonio! ¡La nieve! —exclamó—. Nevar como veinte mil diablos.

Pocas veces hablaba Mukoki tan seguido y con tal convicción, por lo que los jóvenes juzgaron que se trataba de algo más que una nevada normal. Efectivamente, al acercarse a la puerta, vieron que la nieve caía con tal abundancia y en copos tan compactos, que Roderick no había visto nunca cosa semejante. Llegaba por fin la gran tormenta del Norte, la ventisca que se desencadenaba tan sólo una vez al año en los inmensos campos árticos. Durante diez semanas la había esperado Mukoki. Ya comenzaba a extrañarle la tardanza. La nieve caía suavemente, silenciosamente, sin interrupción, densa, tendiendo ante los ojos una capa impenetrable, tan espesa, que seguramente no se podría dar un paso en ella. Roderick sacó la mano fuera, y en un instante se le cubrió de una capa blanca. Salió al exterior y no había dado más que unos cuantos pasos, cuando quedó convertido en una especie de fantasma apenas visible.

Toda la tarde siguió nevando en la misma forma, y la ventisca continuó también durante la noche. Cuando Roderick se despertó a la mañana siguiente, oyó silbar el viento encima de la cabaña. Se levantó y encendió fuego, mientras sus compañeros dormían aún. Trató de abrir la puerta, pero no lo logró, porque algo, desde fuera, lo impedía. Quitó las maderas que había colocado en el hueco de la ventana y a sus pies cayó un montón de nieve. La ventana estaba completamente obstruida, y al volverse Roderick, observó que Wabi estaba sentado en su lecho y reía en silencio, viendo la consternación de su amigo.

—¿Qué pasa? —preguntó Roderick.

—Estamos bloqueados por la nieve —dijo riendo Wabi—. ¿Echa humo la estufa?

—No —contestó Roderick, echando una mirada de sorpresa a la estufa donde ardía un buen fuego—. ¿Quieres decir que…?

—Entonces no estamos completamente enterrados bajo la nieve —le interrumpió el otro—. Cuando menos, está libre de ella la parte superior de la chimenea.

Mukoki se levantó desperezándose.

—Mucho viento —dijo, oyendo pasar una fuerte ráfaga por encima de la cabaña—. Aún hacer más viento.

Roderick cogió la pala y amontonó en un rincón la nieve que había entrado por la ventana, y colocó de nuevo la barrera en el hueco.

—Tardaremos una semana en abrirnos paso a través de la nieve —declaró Wabi—. Y sólo Mukoki sabe cuándo cesará el temporal. Puede durar una semana entera, y si es así, naturalmente que no tendremos oportunidad para buscar la cascada.

—Podemos jugar al dominó —sugirió Roderick, alegremente—. Como recordarás, aún no hemos terminado la partida que empezamos en Wabinosh. De todos modos, no os figuréis que me vais a hacer creer que entre la tardé de ayer y la noche pasada nevó lo bastante para cubrir la cabaña.

—No es que nevara lo bastante —explicó su amigo—. Es que la cabaña se halla en un recodo del bosque, y el viento arrastra hacia aquí el alud de nieve que ahora nos cubre. Y si el temporal continúa, esta noche tendremos encima de nosotros una pequeña montaña.

—¿Y no nos aplastará? —preguntó con ansia Roderick.

Wabi lanzó un alegre grito de burla ante el miedo que expresó su amigo de la ciudad, y Mukoki gruñó más fuerte que nunca:

—Nieve ser muy buena para vivir debajo.

—Hasta sepultado por una montaña de nieve, podrías vivir; salvo, claro es, que el alud te aplastara —dijo Wabi—. La nieve está llena de aire. Una vez Mukoki fue sorprendido y enterrado por una tempestad de nieve y estuvo durante doce horas a diez metros de profundidad. Cuando llegamos hasta él, se había hecho un pequeño nido del tamaño de un barril, donde se hallaba muy bien y muy abrigado. No tendremos necesidad de quemar mucha leña para que el interior de la cabaña conserve el calor.

Después del almuerzo, los muchachos volvieron a quitar la barrera del hueco de la ventana. Wabi, provisto de una pala, comenzó a hacer caer la nieve en el interior de la vivienda. A la tercera palada que dio, se desprendió una gran cantidad que los enterró hasta la cintura; en cambio, entró la luz del día y el torbellino del viento por la ventana.

—La nieve llega hasta el techo —exclamó Roderick—. ¡Dios mío! ¡Qué temporal más enorme!

—Ahora vamos a divertirnos un poco —dijo Wabi—. Ven, Roderick, si quieres tomar parte en el juego.

Y se metió por el hueco de la ventana. Roderick le siguió. Wabi le recibió con una sonrisa de ironía, y tan pronto como su compañero estuvo a su lado, metió la pala en la nieve que había encima de la cabaña. Unas cuantas paladas bastaron para que les cayera encima un montón que los cubrió totalmente unos instantes. La violencia del alud hizo caer a Roderick de rodillas. En esta posición, el joven hizo esfuerzos inútiles para librarse de la nieve y gritar. Luchando como un pez en la red, logró sacar un pie por la nieve, y Wabi, que ya había sacado la cabeza y los hombros, se desternilló de risa cuando vio aparecer la bota de Roderick. —Vas por mal camino, Roderick— gritó. Y cogió a su compañero por el pie y le ayudó a salir de debajo de la nieve. Continuó riéndose hasta que le saltaron las lágrimas y tuvo que dejarse caer en el suelo casi exhausto. Roderick tenía un aspecto muy gracioso. La nieve, debido a los esfuerzos que hizo por librarse de ella, le cubría los ojos, la boca, la nariz y las orejas, el chaleco y el cuello de la americana. Poco a poco salió de su estupor, y vio a Wabi y a Mukoki que continuaban riéndose de él, lo que le movió a acompañarles.

No les fue difícil después abrirse camino hasta llegar a la superficie, y pronto se hallaron a veinte metros de la cabaña, hundidos hasta la cintura en la nieve. Al volverse, vieron la pequeña montaña que formaba la vivienda, de la que sólo se advertía la punta de la chimenea humeante.

Roderick se quedó estupefacto ante el espectáculo que se ofrecía a su alrededor. La nieve lo había nivelado todo. Los mayores desniveles del suelo habían desaparecido. No sobresalía ya ninguna roca. Sólo los árboles, enteramente cubiertos por una blanca capucha, interrumpían aún, aquí y allí, la inmensa extensión blanca.

Roderick no sabía cómo expresar su sorpresa. Sólo entonces admiró el Gran Desierto Blanco en toda su magnitud. ¿Qué sería ahora de ellos? ¿Dónde encontrarían caza para poderse alimentar?

Cuando los tres estuvieron de nuevo en la cabaña, Wabi tranquilizó a su amigo.

—En toda la zona —dijo— donde reina este temporal no encontrarías, en este momento, caza alguna. Todos los renos, antas, zorros y lobos, están enterrados debajo de la nieve, y cuanta más tengan encima, tanto más abrigados estarán. De modo que cuanto más se enfurecen los elementos, más grata es la vida para ellos. Una vez que el temporal amaine, se despertará de nuevo la vida en estas regiones selváticas. El anta, el reno y el ciervo se levantarán de su lecho de nieve y volverán a comer ramas de pinos y abetos. Se habrá formado en la superficie de la nieve una costra dura y, como los zorros, los linces y los lobos, también otras fieras volverán a caminar y a devorarse mutuamente. Si no encuentran agua, porque los torrentes están todavía helados, comerán nieve cuando tengan sed. Y en la nieve se excavarán escondrijos abrigados, que reemplazarán los lechos de ramas y hojas. Y los grandes cuadrúpedos, antas, renos y ciervos, se reunirán en grandes hatos y apisonarán la nieve hasta formar una especie de corral, donde poder luchar contra los lobos, y así aguardarán la llegada de la primavera. Créeme, Roderick: la vida de las fieras y demás animales que viven aquí, no es tan horrible cuando se desencadenan estas grandes nevadas. De modo que hallaremos abundante caza, una vez que el temporal haya pasado.

Hasta el mediodía estuvieron los tres quitando la nieve de delante de la puerta para franquear la entrada en la cabaña, pero por la tarde el temporal arreció de nuevo, interrumpiendo el trabajo a la vez que lo hacía inútil. Durante los tres días que siguieron, tuvieron varios ratos de calma. Con la aurora del cuarto día, cesó el temporal, el cielo se aclaró y apareció el sol.

Tan cegador fue, que Roderick, como todas las personas no acostumbradas a estos cambios bruscos de las grises semipenumbras al resplandor de la nieve bajo los rayos del sol, creyó de momento que iba a enfermar de la vista. Los cristalitos de la nieve centelleaban ante él, como descargas eléctricas que le quemaban los ojos.

Mientras que Roderick, en compañía de Wabi, se practicaba en acostumbrarse al efecto de la nieve, Mukoki, al segundo día de calma, abandonó la cabaña para buscar la primera cascada. Roderick le había explicado dónde hallaría la hendidura de la pared del abismo, para que pudiese bajar al fondo de él sin dificultad.

Durante aquel tiempo los dos jóvenes se entretuvieron en desenterrar las trampas y en repararlas. Era un trabajo arduo, pues de cada cuatro trampas se perdía una por lo menos.

Así pasaron dos días. Al final del segundo, los dos amigos regresaron a la cabaña con la esperanza de hallar en ella a Mukoki. Sin embargo, el viejo indio no había regresado aún. Pasó otro día, luego otro, el cuarto de la partida de él. En cuatro días, Mukoki podía recorrer cuando menos cien millas y no se comprendía su tardanza. ¿Acaso le habría sucedido algo? Roderick pensaba siempre en los Woongas y temió que éstos le hubiesen tendido alguna emboscada pero, siguiendo su costumbre, también aquella vez guardó para sí sus temores.

A pesar de que el cuarto día fue afortunado en la caza, porque la falta de alimento hace a los animales menos cautos, y habían cazado un lobo, dos linces, un zorro rojo y ocho visones, los dos jóvenes no abandonaron la cabaña en todo el día. Hallábanse angustiados por la tardanza de Mukoki.

Vanos fueron, no obstante, sus temores, porque, a la caída de la tarde, vieron aparecer una forma humana al otro lado del lago, sobre la cima de la colina. Era Mukoki. Le saludaron profiriendo gritos de alegría, y, sin tomarse el trabajo de ponerse las raquetas de nieve, corrieron a su encuentro. Pocos minutos después, hallábanse los tres reunidos.

El viejo indio sonreía con benevolencia, y respondiendo a la mirada ávida e interrogadora de sus compañeros, dijo:

—Encontrar cascada. Cincuenta millas distante.

Se apresuraron a volver a la cabaña, y Mukoki, exhausto, se dejó caer en una silla. Roderick y Wabi le ayudaron a quitarse el calzado y la gruesa chaqueta de abrigo. Aumentaron para Mukoki la cantidad de café.

—¡Cincuenta millas! —dijo Wabi—. El camino ha sido largo, mi pobre amigo.

Ya un poco más reposado, Mukoki contestó:

—Sí, mucho equivocar distancia. Cincuenta millas hasta primera cascada. Menos nevar allí. Cascada ser pequeña. No más alta que cabaña.

Roderick había sacado el mapa grabado en la corteza de abedul.

—En este caso —dijo—, y teniendo en cuenta las distancias de este mapa, nos hallamos a doscientas cincuenta millas de la tercera cascada.

—Bahía Hudson —gruñó Mukoki, y Wabi se sobresaltó.

—Entonces, ¿el abismo no continúa hacia el Este? —preguntó muy sorprendido.

—No —contestó Mukoki—. Hacer recodo y volver derecho al Norte.

—Pues, ¡escuchad! —dijo Wabi—. Yo os diré, en este caso, dónde está el oro. Si el torrente del abismo gira hacia el Norte, sólo puede dirigirse a un sitio: al río Albany, el cual vierte sus aguas en la bahía James. Y la tercera cascada, donde el oro nos espera, se halla en el corazón mismo del Gran Desierto Blanco, en los parajes más selváticos de América del Norte. Allí está seguro el tesoro, porque nadie podrá hallarlo, pero llegar hasta allí, significa para nosotros una de las más largas y más peligrosas expediciones que hemos podido imaginar en todos los días de nuestra vida.

—¡Hurra! —gritó Roderick—. ¡Hurra! Si el oro está seguro, el camino no nos asusta. En la primavera próxima realizaremos la expedición, ¿verdad, Wabi?

—¡De acuerdo! ¡Chócala! —y le alargó la mano en señal de asentimiento.

—Nosotros ir en canoa —dijo Mukoki—. Río más ancho. Después pasar primera cascada y hacer canoa corteza de abedul.

—Pues mejor aún —afirmó Wabi—. Será un viaje espléndido[6]

A la mañana siguiente, Mukoki volvió a recorrer el camino donde estaban colocadas las trampas. En vano le aconsejaron los dos jóvenes que descansara de las fatigas del largo viaje que acababa de hacer. Contestó que no quería que sus piernas se entumeciesen con el reposo, y no hubo modo de detenerlo.