Capítulo XIV

Un poco antes del mediodía llegó Roderick a la cima de la montaña, desde la cual divisó el campamento que lindaba con el pequeño lago. Llenábase su pecho de anticipada alegría y satisfacción sin límites que le hicieron sonreír, mientras bajaba la pendiente de la hondonada. Había encontrado una fortuna en el precipicio. El peso del zorro plateado que llevaba sobre los hombros se lo recordaba, y gozaba previamente del momento en que la desconfianza de Mukoki y de Wabigoon se convirtiera de pronto en asombro y alegría.

Al llegar a la cabaña, el joven cazador hizo esfuerzos por parecer disgustado y un poco enfermo, y no representó muy mal su papel, a pesar del deseo que sentía de echarse a reír. Wabi le saludó desde la puerta, sonriendo irónicamente, y Mukoki le recibió con sus inimitables gruñidos.

—¡Ah! Ya tenemos a nuestro Roderick aquí. Nos trae un saco lleno de oro —exclamó Wabi adoptando una actitud de expectación—. ¿Nos dejarás ver ese tesoro?

A pesar de la ironía, notábase en la voz de Wabi la gran satisfacción que le producía el feliz regreso de Roderick.

Éste tiró el saco al suelo con un gesto de fastidio y se derrumbó en una silla como si estuviera exhausto.

—Tendréis que desatarlo, pues yo estoy demasiado fatigado y tengo demasiado hambre —contestó.

Wabi mostró inmediatamente una verdadera compasión por el estado de su amigo.

—Naturalmente que estarás muy cansado y medio muerto de hambre, Roderick. Vamos a comer enseguida. Muki, prepara la carne, ¿quieres?

Mukoki se apresuró a mover cacerolas, sartenes y platos, mientras que Roderick se sentaba a la mesa. Wabi se acercó a él y, rompiendo a cantar alegremente, comenzó a cortar el pan en rebanadas.

—Estoy, en efecto, muy contento de que hayas vuelto. Empezaba ya a estar intranquilo. Durante tu ausencia, Muki y yo hemos hecho una buena recolección de caza. Tenemos un zorro cruzado —ya es el segundo— y tres visones. ¿Y tú, has podido descubrir algo?

—¿No decíais que ibais a mirar lo que hay en el saco?

Wabi miró perplejo a su amigo y se dirigió hacia el envoltorio.

—¿Hay algo dentro? —preguntó receloso.

—¿Quieres mirarlo de una vez? —exclamó con entusiasmo, olvidándose del papel que se había propuesto representar—. Dije que había un tesoro en el abismo y lo había. Lo encontré. Mirad el contenido del saco, si queréis verlo.

Wabi dejó caer el cuchillo con que estaba cortando el pan y tocó el saco con la punta del pie. Después lo levantó y miró a Roderick.

—¿No te burlas de nosotros? —preguntó, receloso aún.

—¡No!

Roderick colocóse de espaldas a los dos y se quitó la chaqueta con tanta sangre fría, como si fuera la cosa más corriente del mundo para él regresar con zorros plateados al campamento. Sólo cuando Wabi dio un grito de sorpresa, se volvió a él y vio que su amigo se hallaba con el brazo extendido, mostrando a la mirada estupefacta de Mukoki el zorro que pendía de su mano.

—¿Es un buen ejemplar? —preguntó.

—¡Magnífico! —exclamó entusiasmado Wabi.

Mukoki cogió el animal y lo examinó con la mirada analítica del técnico en la materia.

—Muy bonito —dijo—. En Wabinosh valer quinientos dólares. En Montreal, trescientos más.

Wabi cruzó la cabaña y tendió la mano a su amigo.

—¡Chócala, Roderick!

Y, al estrecharle la mano, se volvió hacia Mukoki.

—Sé testigo, Muki, de que este hombre admirable ha dejado dé ser aprendiz. Ha logrado cazar un zorro plateado. Ha hecho en un día el trabajo de todo un invierno. ¡Me quito el sombrero ante vos, señor Drew!

Roderick se ruborizó de placer al oír las cariñosas palabras de su buen amigo.

—Y no es eso todo, Wabi —dijo, mientras sus ojos expresaban una repentina e intensa seriedad Sorprendido por el cambio que se operó en el rostro de Roderick, Wabi apretó con más fuerza la mano de su amigo.

—¿Qué más has encontrado, Roderick?

—No, no ha sido oro —se apresuró a aclarar el cazador—. Pero el oro está allí. Lo sé. Y creo que encontré la clave del secreto. Recordaréis, seguramente, que, cuando hallamos el esqueleto apoyado contra la pared de esta cabaña, vimos que tenía en una mano un trozo de corteza de abedul enrollada. Pues bien, ahí es donde creo que está la clave del enigma.

Mukoki se había acercado y escuchaba silenciosamente y mostrando gran interés. Los ojos de Wabi expresaron un poco de duda.

—Tal vez —dijo—. Nada perdemos con mirarlo.

Se fue a la hoguera y quitó la carne que estaba a medio asar Roderick se puso la chaqueta y Mukoki cogió el hacha y una pala. Ninguno de los tres hablaba, pero reinaba entre ellos el acuerdo tácito de hacer la investigación antes de comer. Wabi parecía taciturno y pensativo. Roderick comprendió que su revelación había causado profunda impresión en su ánimo. Los ojos de Mukoki empezaron a relucir con el mismo fuego de la sed de oro que demostrara cuando tan inútilmente revolvieron la cabaña.

Los esqueletos habían sido enterrados cerca del bosque de cedros, a poca profundidad, pues la dureza de la tierra helada no permitía una excavación muy honda. Mukoki tardó poco en dejar los huesos al descubierto, y lo primero que vieron los cazadores fue el trozo de corteza de abedul entre las falanges de uno de ellos. Roderick se arrodilló para realizar la tarea macabra.

Estremeciéndose al tocar los fríos huesos, abrió la descarnada mano. Uno de los huesos chasqueó con el ruido de un resorte. Cuando Roderick se levantó con la corteza en la mano, estaba blanco como la nieve. Los huesos fueron cubiertos otra vez con tierra, y los tres volvieron en silencio a la cabaña.

Sin hablar, se colocaron alrededor de la mesa. El rollo que Roderick había cogido era duro como el acero, porque la acción del tiempo casi petrificó la corteza de abedul. Abriéronla poco a poco a costa de grandes esfuerzos y cuidados y vieron que el trozo de corteza contenía unas diez pulgadas de largo y seis de ancho. La superficie de la parte que primero apareció a los ojos de los investigadores, no tenía trazo alguno. Descubierta media pulgada más, la corteza se resistió a seguir desenrollándose.

—¡Cuidado! —murmuró Wabi.

Y con la punta del cuchillo despegó la parte adherida.

—Me parece… que… no hay nada… —comenzó a decir con desaliento Roderick.

Pero antes de concluir contuvo la respiración, impresionado. Había aparecido un trazo en la corteza, un trazo negro, indescifrable aún, pues debía seguir en la parte todavía oculta.

Otra fracción de pulgada quedó al descubierto, y al primer trazo negro se unió un segundo. Luego, ¡oh sorpresa!, el resto del rollo se abrió con suma facilidad, y a los ojos de los tres cazadores de lobos revelóse el secreto que guardó la mano del esqueleto.

Tenían a la vista un mapa, o, cuando menos, algo que ellos no vacilaron en llamar así, aunque, en realidad, no era sino un diagrama burdo de rayas rectas y torcidas, interrumpidas aquí y allá por palabras parcialmente borradas, que debieron ser una explicación de las líneas. Lo que más llamó la atención a Roderick y a sus compañeros, fueron varios renglones que aparecieron escritos debajo del diagrama, en la parte interior de la corteza de abedul. Estas palabras eran legibles aún y consistían en los nombres de tres personas. Roderick los leyó en alta voz.

John Ball, Henri Langlois, Peter Plante.

A través del nombre de John Ball había un trazo negro que casi borraba las letras y, al final del trazo, una palabra en francés, que Wabi tradujo rápidamente.

—¡Muerto! —exclamó—. Los franceses lo asesinaron.

Roderick no dijo nada. Movió el dedo tembloroso sobre el mapa. La primera palabra que halló no era legible. De la segunda sólo pudo descifrar una letra, que no le decía nada. Era evidente que los trazos del mapa habían sido hechos con un líquido menos duradero que el de los nombres de las tres personas. Siguió el primer trazo recto, y, donde éste se enlazaba con otro curvado, había dos palabras legibles que decían:

Segunda catarata.

Media pulgada más abajo descifró Roderick tres letras: una T, una R y una A, bastante espaciadas.

—Es la tercera cascada —exclamó animado.

En aquel punto cesaban las burdas líneas del diagrama, y en el espacio libre entre el mapa y los tres nombres, parecía haber algo escrito, aunque ninguno de los tres amigos pudieron descifrar una sola palabra. Aquel texto, sin duda alguna, contenía la clave del oro oculto. Roderick levantó la cabeza. En su rostro se leyó claramente el amargo desengaño que experimentaba. Sabía que en su mano tenía todo lo que podía explicar el enigma de un gran tesoro, pero no era posible descifrarlo. En alguna parte del vasto y desolado paraje en que se hallaban, existían tres cataratas y, cerca de la tercera, el inglés y los tres franceses habían descubierto el oro. He aquí todo lo que logró saber. El no vio cascada alguna en el fondo del precipicio, ni durante ninguna de las excursiones que hizo por aquellos parajes con sus compañeros, los cuales se hallaban en idéntica situación que él.

Wabi le miraba silenciosamente a los ojos. De pronto alargó la mano, cogió el trozo de corteza y lo examinó detenidamente. De súbito se le inyectó el rostro y sus ojos brillaron con intensidad. Concluyó por dar un grito de alegría.

—¡Vive Dios, que creo que di con la clave! —exclamó—. Mira, Mukoki.

Y puso la corteza cerca de los ojos del indio, cuyas manos temblaban también.

—La corteza de abedul está formada por un gran número de capas superpuestas —explicó Roderick—, y cada una de esas capas es tan delgada como el papel más fino. Si podemos quitar la primera capa y la miramos a trasluz, veremos la impresión de todas las palabras marcadas en ella, aunque hayan sido escritas hace un siglo.

Mukoki se fue a la puerta de la cabaña con la corteza en la mano y regresó al poco.

—¡Se puede hacer! —dijo con satisfacción.

Y mostró una punta de la primera capa. Sentóse luego a la luz de la puerta y trabajó durante largo tiempo en silencio, mientras Wabi y Roderick le observaban con ansiedad. Media hora más tarde se levantó, y enseñó a Roderick la finísima capa que había logrado despegar sin romperla.

Roderick, con el mismo cuidado que si en ello le fue la vida, tomó de manos del indio la capa de la corteza, que semejaba una hoja transparente. Con sumo cuidado la levantó para mirarla al trasluz. La excitación le hizo lanzar un grito cuando vio en ella las inscripciones. Wabi gritó también, y luego se hizo el silencio, que interrumpía tan sólo la jadeante respiración de los tres.

Las misteriosas palabras escritas debajo del esbozo del mapa, se presentaron a sus ojos con la misma claridad que si hubieran sido marcadas hacía un momento. Donde Roderick, antes, sólo descifrara tres letras, se leían entonces claramente las palabras «tercera cascada», y, muy cerca, «cabaña». Debajo de ellas había líneas impresas con claridad en la fina hoja. Roderick las leyó en voz alta y temblorosa:

Nosotros, John Ball, Henri Lunglois y Peter Plante, habiendo hallado oro en la tercera cascada, convenimos en la presente acta, asociarnos para la explotación de dicha mina. Nos comprometemos a olvidar nuestras querellas pasadas y a trabajar juntos con buena voluntad y mutua honradez para que Dios nos ayude.

Firmado: John Ball, Henri Langlois, Peter Plante.

En la parte superior del grabado existían aún las impresiones de algunas palabras menos legibles que las demás, pero que Roderick pudo descifrar en parte. Creía que un velo rojizo se extendía ante sus ojos, y que el corazón se le subía a la garganta. Sintió el aliento cálido de Wabi en la mejilla. Fue éste el que leyó en voz alta aquellas palabras.

Cabaña y extremo del precipicio.

Roderick se dirigió a la mesa y se sentó, conservando en la mano la preciosa hoja. Mukoki, después de oír la revelación, quedó mudo y perplejo ante la magnitud del descubrimiento. Después, más frió que los otros, pensó en la carne a medio asar y la colocó de nuevo sobre la hoguera. Wabi tenía las manos metidas en los bolsillos. Tras un rato de silencio, se echó a reír y dijo con voz un poco temblorosa, pero alegre:

—¡Bueno, Roderick! Ya has encontrado tu mina. Ya puedes decir que eres rico.

—Querrás decir que ya hemos encontrado nuestra mina —le corrigió el joven—. Somos tres y es lógico que ocupemos los sitios de John Ball, Henri Langlois y Peter Plante. Ellos han muerto y el oro es ahora nuestro.

Wabi había cogido el mapa.

—Pues que encontraremos la mina es un hecho —dijo—. Las indicaciones son tan claras, que es imposible equivocarse. Seguiremos el curso del precipicio y en alguna parte hallaremos las cascadas. Un poco más allá, éstas se convierten en un torrente que vierte sus aguas en un río. Marchando a lo largo de él, llegaremos a la tercera cascada. Allí hay una cabaña, y cerca de ella está el oro.

Había vuelto a llevarse el mapa a la puerta y Roderick habíale seguido.

—No hay nada que nos dé una idea de la distancia —continuó diciendo Wabi—. ¿Qué distancia recorriste tú en el precipicio?

—Cuando menos, unas diez millas —contestó Roderick.

—¿Y no viste ninguna cascada?

—¡No!

Wabi midió con una astilla la distancia entre los diferentes puntos del diagrama.

Imagen

—Es indudable que este mapa fue dibujado por John Ball —dijo, después de reflexionar unos instantes—. Todos los detalles lo demuestran. Veo que todo lo escrito procede de una sola mano, excepto las firmas de Langlois y de Plante, las que apenas son legibles. Ball tenía buena letra, y deduciendo de lo que nos dice el texto del convenio, se ve que fue hombre de cierta cultura. ¿No te parece? Bueno, estoy seguro de que fue él quien trazó esté mapa y tuvo en cuenta las distancias. El espacio que media entre la primera y segunda cascada es menos que la mitad de la que separa ésta de la tercera, lo que demuestra una intención premeditada. Si no hubiese pensado en las distancias, no hubiera separado con esta irregularidad las cascadas.

—De modo que si podemos hallar la primera, sabremos con más o menos exactitud las distancias que hay que recorrer para llegar hasta la tercera —dijo Roderick.

—Sí. Creo que la distancia que media desde aquí a la primera cascada, nos dará la clave de todo.

—Desde luego el oro se halla a muchísima distancia de aquí, Wabi. Yo he recorrido diez millas por él precipicio. Supongamos que la primera catarata la encontremos a quince millas. Entonces, de acuerdo con el mapa, la segunda estará a veinte millas de la primera, y la tercera a cuarenta de la segunda Nos separan, pues, en total, setenta y cinco millas de la tercera cascada.

Wabi asintió en silencio.

—También es posible que no halláramos la primera a quince millas —dijo después.

—Pero… —antes de contestar contempló a Roderick con aire de duda—. Si el oro está a setenta y cinco millas de distancia, ¿por qué se hallaban esos hombres aquí, con sólo un pequeño montón de pepitas de oro en su poder? ¿Será posible que no hallasen más que el contenido del saquito de cuero?

—Si fuera así, ¿a santo de qué iban a luchar tan desesperadamente por la posesión del mapa? —arguyó Roderick.

Mukoki, ocupado en la preparación de la comida, no había intervenido en la última parte de la conversación, pero al oír la respuesta de Roderick, dijo:

—Tal vez querer ir a factoría por provisiones.

—¡Ni más ni menos! —exclamó Wabi, entusiasmado—. Muki, has resuelto el problema. Iban en busca de provisiones. Y no lucharon por la posesión del mapa únicamente.

Su rostro se encendió con nuevo entusiasmo.

—Tal vez me equivoque —continuó diciendo—; pero me parece que veo las cosas muy claras. Ball y los dos franceses trabajaron juntos hasta que les faltaron las provisiones. La factoría de Wabinosh, que existe desde hace más de cien años, era hace cincuenta el punto más cercano donde podían proveerse. Sea como fuere, parece que les tocó a los franceses ir por los víveres. Probablemente habían acumulado un montón de oro, y, antes de partir, asesinaron a John Ball. Después lleváronse tan sólo una cantidad de oro suficiente para pagar las provisiones, con objeto sin duda de no llamar la atención de la gente aventurera de la factoría. Les hubiese sido fácil achacar una falsa procedencia a tan pocas pepitas de oro como había en el saquito. Al llegar a esta cabaña, construida antes por John Ball, uno de los dos trató de suprimir al otro para ser poseedor único del tesoro y así se entabló la lucha que fue de resultados fatales para los dos. Podré equivocarme, pero… creo que fue así como debió de suceder.

—¿Y crees que enterraron la mayor parte del oro cerca de la tercera cascada?

—Sí, o que trajeron el oro aquí y lo enterraron cerca de esta cabaña. Mukoki interrumpió la animada conversación:

—¡La comida está en la mesa!