Nada turbó la fría soledad del abismo mientras el joven aventurero cenaba bajo el cielo estrellado, del cual, desde allí, sólo podía verse una estrecha franja.
El ruido producido por un merodeador nocturno que debía de pasar por el borde del precipicio, le produjo un estremecimiento de inquietud. No es que tuviera miedo, pues estaba resuelto a no tenerlo; pero en aquellos lugares que nadie sino él había hollado desde hacía muchísimo tiempo, ni el más valiente hubiera dejado de estremecerse.
Para sobreponerse a su morbosa inquietud, echóse a reír a carcajadas, y la risa le fue devuelta como una burla amarga por el eco que saltó de roca en roca. Al oírla, pensó Roderick en la risa de los espectros y esta idea le movió a acercarse más al fuego. El joven cazador no era supersticioso, por lo menos excesivamente, pero ¿acaso hay alguien en el mundo que no recele la presencia a su alrededor de algo que no existe ni existió jamás, y que causa, sin embargo, cierto temor indefinible en el ser humano?
Y Roderick, tras de atizar el fuego y acurrucarse al calor de él y de su lecho de ramas, sintió aquel terror sin nombre. No pudo conciliar el sueño, aunque tampoco se sintió por ello fatigado: sólo experimentó los efectos de su soledad, de su absoluta soledad en el misterioso e inexorable silencio del abismo. Por más esfuerzos que hizo, no pudo alejar de su imaginación la lúgubre escena de los esqueletos que había visto en la vieja cabaña. Muchos, muchos años atrás, antes de que hubiera nacido su madre, aquellos dos esqueletos, entonces seres humanos, habían estado en donde él estaba ahora. Habían bebido en el mismo torrente que bebió él; habían escalado las mismas rocas, tal vez habían acampado también en aquel mismo sitio. Y, como él, habían aguzado el oído en aquel terrible silencio, habían visto cómo la vacilante luz de la hoguera se reflejaba en las rocas… ¡y habían encontrado oro!
La angustia que se ceñía a su garganta, se hizo de pronto tan dolorosa, que si por virtud de uña varita mágica, Roderick hubiese podido trasladarse repentinamente a la cabaña, para reunirse con sus amigos, de buena gana hubiérase sometido a la acción milagrosa. Escuchó atento. Desde lejos, por donde él había venido, llegó un grito plañidero semejante a una súplica.
—¡Alo… Alo… Alo!
Diríase que era una voz humana. Roderick no ignoraba que aquél era el grito del «búho hombre», como Wabi lo había llamado. El eco arrastraba hasta él la dulce llamada y la multiplicaba, dándole la sensación de que un sinfín de voces de espectros, a través de las sombras, lanzaban hacia él largos susurros.
—¡Alo… Alo… Alo!
El joven se estremeció. Desconcertado cogió el fusil y se lo colocó sobre las rodillas. Era un gran consuelo tener el arma así, en disposición de ser usada en un momento dado, y la acarició con la mano y sintió ganas de hablarle como a un compañero. Sólo aquellos que se han adentrado en las soledades desiertas de los parajes selváticos, pueden saber lo qué significa para el hombre un buen fusil. Es el amigo fiel, a todas las horas del día y de la noche, siempre obediente, siempre dispuesto a procurar la comida a quien lo maneja y a enviar la muerte contra sus enemigos. Es un perro guardián que no traiciona jamás. Es la seguridad durante las horas de sueño. Y como Roderick llegó a encariñarse con su fusil como merecía, lo acariciaba amistosamente desde la culata hasta la boca del cañón, y aunque estaba decidido a no cerrar los ojos en toda la noche, concluyó por dormirse con él entre los brazos.
Estaba demasiado incómodo para poder dormir bien: ni sentado ni echado, encogido, con los pies hacia el fuego, la cabeza doblada sobre el pecho y el estómago oprimido. Su sueño era singularmente agitado. Sus temores crecían. A veces hablaba, pronunciaba palabras ininteligibles y se sobresaltaba como si fuese a despertarse, pero la calma volvía a él y seguía durmiendo agarrado al fusil.
Poco a poco, sus visiones se fueron precisando. Creía estar corriendo el camino de la cabaña y hallarse ya cerca de ella. La ventana encontrábase abierta, pero la puerta estaba herméticamente cerrada, lo mismo que el día en que él y sus dos compañeros la vieron por primera vez.
Con cautela, se aproximó. Cuando estuvo cerca, sintió que del interior de la cabaña partían ruidos… ruidos muy extraños. Se diría que eran producidos por el choque de unos huesos contra otros.
Paso a paso, llegó a la ventana y miró, El espectáculo que se ofreció a su vista le produjo un espanto que le heló la sangre. Dos enormes esqueletos luchaban en un abrazo mortal. Oía el ruido de los huesos que entrechocaban. Vio relucir, entre las falanges de sus dedos, las hojas de las navajas. Comprendió que luchaban por la posesión de un objeto que había sobre la mesa. Los dos, alternativamente, se acercaban a ella pero sin llegar a apoderarse del preciado objeto.
Los golpes de los huesos hacíanse más intensos, la lucha más feroz; las navajas de los combatientes subían y bajaban.
Por fin uno de ellos se tambaleó y cayó al suelo.
El vencedor, también tambaleóse, se dirigió a la mesa y asió el objeto misterioso con sus huesudas manos. Al desplomarse, después, contra la pared de la cabaña, el espectro levantó la mano con que sujetaba el anhelado objeto, y Roderick vio que era un rollo de corteza de abedul.
Un ascua de la hoguera crepitó con el sonido del disparo de un revólver pequeño y Roderick se incorporó y se sentó en su lecho de ramas. El sobresalto le había despertado completamente, pero temblaba aún y miraba aterrado a todas partes. ¡Qué horrible sueño! Encogió sus piernas entumecidas, y de rodillas avanzó hacia el fuego. Mientras con una mano echaba más leña, la otra no dejaba el fusil.
¡Qué horrible sueño!
Estremecióse al recordarlo y sus ojos trataron de perforar la impenetrable muralla de la oscuridad que se alzaba ante él.
Volvió a sentarse y contempló el fuego, cuyas llamas habían crecido desde que Roderick echara nuevo combustible. La luz y el calor le animaron, y, ya más tranquilo, rememoró la aventura que había vivido en sueños. Sudaba. Quitóse la gorra y observó que el cabello de sus frontales estaba húmedo. Trató de recordar una a una las fases de su sueño, pero no se le presentaron con el orden de los acontecimientos reales. Con la rapidez del rayo le vino a la memoria el trozo de corteza de abedul que la mano de uno de los esqueletos retenía entre sus dedos descarnados.
Y, de pronto también, recordó otros detalles. Cuando sus compañeros y él enterraron a los dos esqueletos, uno de ellos tenía efectivamente un trozo de corteza de abedul en la mano.
¿Sería posible que aquel trozo de corteza de abedul encerrase el secreto de la mina que buscaba?
¿Habrían luchado aquellos dos desventurados por la posesión de la corteza de abedul, en vez de hacerlo por el contenido del saquito de cuero?
Roderick se olvidó de la soledad de la noche y de su nerviosidad. Ya no pensó más que en la posibilidad, revelada por su sueño, de que existiera una clave para descubrir el misterio. Wabi y Mukoki habían visto como él el trozo de corteza arrollado en la mano del esqueleto, y tampoco le concedieron importancia, achacándolo a un azar de la lucha. Sin duda, lo habrían arrancado de los troncos que formaban el suelo al asirse a él en el momento de la lucha, o habría quedado entre sus dedos al agonizar apoyado contra la pared.
Roderick recordó, sin embargo, en aquel momento, que no hablan encontrado más cortezas de árbol cuando limpiaron la cabaña. Evocó uno a uno los incidentes que se sucedieron desde que comenzaron a buscar el tesoro en ella, concluyendo por volverla de arriba abajo durante la limpieza, y cada vez se afianzó más en la creencia de que la mano del esqueleto encerraba con aquel objeto algo muy importante para ellos.
Volvió a echar leña al fuego y esperó impaciente la llegada del alba. A las cuatro, antes de que se hiciera de día, se preparó el almuerzo y arregló sus cosas para emprender el regreso. Poco después, por la boca del precipicio, se deslizó un débil rayo de luz, que poco a poco fue aumentando, hasta permitirle empezar a distinguir los objetos que había a su alrededor y las paredes del abismo.
Densas sombras impedíanle aún ver las cosas distantes, cuando empezó a desandar el camino que hiciera el día anterior. Regresó con las mismas precauciones que empleó a la ida. Escudriñaba con mayor cuidado que antes las rocas lejanas. Había hallado ya vestigios de vida en el abismo y podía hallar otros.
La luz del día aumentaba rápidamente y con ella la distancia recorrida por el joven. Calculó que si no perdía más tiempo en nuevas investigaciones, las cuales bien podrían presentarse, le sería posible hallarse en el campamento al mediodía Si sucedía así, tendrían tiempo de desenterrar los esqueletos. Había poca nieve en el fondo del abismo y, si efectivamente el trozo de corteza de abedul contenía el secreto, podrían saber dónde se hallaba la mina antes de que las fuertes nevadas venideras lo impidiesen.
En el lugar donde mató al zorro plateado, se detuvo uno momentos. Preguntóse si los zorros acostumbran a ir aparejados y lamentó no haberse informado por Wabi y Mukoki. Vio la negra roca de cuyo hueco había salido el zorro. La curiosidad le hizo seguir la pista durante un buen rato. De repente se detuvo inmovilizado por el estupor. ¡En la nieve se veían claramente marcadas las huellas de un par de raquetas! Quien quiera que fuese el que por allí pasó, lo hizo después de que él diera muerte al zorro, pues las huellas del animal estaban borradas por las de las raquetas.
¿Quién sería la otra persona que se hallaba en el abismo?
¿Sería Wabi?
Tal vez su amigo Mukoki hubiera ido allí para reunirse con él. Volvió a examinar las huellas. Eran muy singulares y diferentes de las de sus raquetas: más estrechas y bastante más largas. No podían ser ni las de Wabi ni las de Mukoki.
En el sitio donde se encontraba Roderick, la extraña pista formaba un ángulo y se dirigía hacía la pared de la montaña, donde desaparecía. Esta coincidencia le dio la seguridad de que el ser misterioso no había descubierto su presencia en el precipicio, lo que le consoló un poco. No tardó, empero, en atemorizarse de nuevo. Avanzaba cautelosamente, con el fusil dispuesto a disparar, y examinando atentamente cualquier recodo que pudiera servir de escondrijo a una persona. A la distancia de cien metros, el personaje misterioso se había parado por segunda vez, y atendiendo a la profundidad que mostraban las huellas en aquel sitio, dedujo Roderick que había estado un buen rato inmóvil: dijérase que se había detenido a escuchar. Desde aquel punto la pista volvía a apartarse del camino y se dirigía a una roca aislada, desde la cual podía sospecharse que había examinado el camino recorrido por Roderick.
Era evidente que el extraño personaje temía ser descubierto, porque desde la roca se deslizó por detrás de otras en dirección a la pared del abismo, donde se refugió nuevamente.
Roderick se quedó perplejo. Comprendía el peligro que para él significaban las vacilaciones, y, sin embargo, no sabía qué camino tomar. Ya no le cabía duda que las huellas correspondían a uno de los terribles Woongas, y que éste, no sólo estaba enterado de su presencia en aquellos parajes, sino que se hallaba escondido en alguna roca próxima al camino que él tenía que recorrer. Tal vez en aquél mismo momento estuviera en acecho con la escopeta apercibida. ¿Debía seguir la pista o sería mejor deslizarse con cautela a ras de la pared, por el otro lado del torrente?
Ya había decidido emprender el último camino, cuando sus ojos se fijaron en una especie de angosta brecha que encendía el muro de piedra hacia el cual se dirigían las huellas misteriosas. El joven se acercó a la fisura, apuntando con el fusil y se sorprendió al observar que se trataba de una hendidura real, de un metro de ancho, que llegaba oblicuamente hasta la cima del abismo. A la entrada de esta fisura, el misterioso personaje se había quitado las raquetas de nieve, y se veían claramente las huellas que había dejado al escalar la pared.
Muy satisfecho de su descubrimiento, el joven cazador se apresuró a seguir su camino, a lo largo de las rocas, y muy pegado a ellas a fin de que desde arriba no se le pudiese ver. Había desaparecido su temor, porque la huida del indio por la hendidura de la roca, y el cuidado con que había procurado ocultar sus huellas, demostraba plenamente que no tenía intención de atentar contra la vida de nadie. El principal objeto del extraño personaje parecía haber sido disimular que había estado en el fondo del abismo, y este hecho aumentó el misterio que para Roderick significaba su descubrimiento. Ya en los últimos días le habían llamado la atención las idas y venidas de los Woongas, acerca de lo cual pensaba de modo muy distinto que sus compañeros. En contra de la opinión de Mukoki y de Wabi, creía que los bandidos rojos sabían perfectamente que ellos habían acampado en la hondonada. Al principio, el proceder de los Woongas parecía no tener un fin concreto, pero si así fuera resultaría incomprensible que no se hubieran encontrado jamás, lo que claramente indicaba que se hallaban resueltos a no ser vistos.
Roderick, sin embargo, estaba decidido, y hacía mal, a no revelar sus sospechas, porque creía sinceramente que Wabi y Mukoki, por la práctica que poseían, eran más aptos que él para descifrar aquellas coincidencias y más competentes en la explicación de las costumbres y los peligros del Gran Desierto Blanco.