Desde que profirió aquella exclamación de entusiasmo, nació en el pecho de Roderick un deseo inextinguible. Gustosamente hubiese abandonado durante aquel invierno, las alegrías y los buenos resultados que prometían la caza, para perseguir al ignis fatuus[5] de todas las edades… la atracción del oro. Para él, la historia de la vieja cabaña, los esqueletos y el tesoro en el saquito de cuero, no tenía ya misterios. Aquellos dos infelices encontraron un día el oro y lo encontraron en un sitio donde lo había en abundancia. Y aquel sitio estaba cerca. Dejó de ser también un misterio para él el hecho de no haber encontrado más oro en la cabaña. La solución se le ocurrió como un relámpago. Los dos hombres acababan de hallar la mina cuando lucharon por la posesión de ella. ¿Podía haber algo más lógico? Durante un día, dos, tres, riñeron frecuentemente discutiendo las condiciones del reparto, por los derechos que cada uno quería hacer valer. Era, además, el momento más propicio para la riña. Tal vez el descubrimiento de la mina correspondiera tan sólo a uno de ellos, y éste pidiera para sí una mayor parte. Fuera como fuese, el oro del saquito de cuero era el producto de pocos días de trabajo. De ello estaba seguro Roderick.
Al oír la exclamación del joven, la afirmación de que el oro estaba en aquel precipicio, Mukoki se echó a reír y alzó los hombros con un aire de duda. Por este motivo el joven prefirió callarse.
Recorrieron en silencio el camino de la cabaña. Roderick se hallaba demasiado absorto en sus nuevos pensamientos, y miraba atentamente las particularidades del terreno para recordarlo, por si alguna vez deseaba volver a él, y Mukoki, taciturno como corresponde a su raza, casi nunca encontraba motivos para hablar si no le hablaban primero. A pesar de la atención que Roderick prestaba a las irregularidades del terreno, no logró descubrir un sitio para descender al abismo desde el camino que recorrían, lo que le disgustó no poco, puesto que estaba decidido a explorar el lúgubre precipicio a la primera oportunidad que le brindase. No dudaba de que Wabi le acompañaría en la aventura, y si se negaba, él iría de todos modos. Tenía confianza en que, por el lado opuesto, encontraría un camino para bajar fácilmente. Llegaron al campamento, donde ya se hallaba Wabi. Éste les manifestó que había colocado dieciséis trampas y matado dos perdices. Las aves ya estaban desplumadas y limpias para formar, junto con un buen trozo de carne de anta, la cena de aquella noche. Durante la preparación de la cena, Roderick habló del descubrimiento del abismo y reveló algo de sus ideas, pero Wabi sólo mostraba por ello un interés pasajero. A veces parecía singularmente preocupado y permanecía inmóvil, con las manos en el bolsillo, mientras que Roderick y Mukoki seguían atendiendo a la estufa y a la mesa. Finalmente, salió de su ensimismamiento y sacó del bolsillo un cartucho de latón que enseñó al viejo indio.
—¡Mirad! —dijo—. No quiero provocar ninguna falsa alarma, pero encontré esto en el camino.
Mukoki apretó el cartucho y lo miró como si hubiese sido otra pepita de oro. El cartucho estaba vacío. Distinguíase perfectamente la inscripción de la marca. Leyó: «35 Rem».
—¡Caramba! Si esto es…
—Un cartucho del fusil de Roderick, sí, señor.
Por un instante, Roderick y Mukoki quedaron mirando a Wabi muy perplejos.
—Se trata de un fusil «Remington» del calibre 35 —continuó diciendo Wabi—, y el cartucho es de los de carga automática. Sólo hay tres fusiles de esta clase en el país. Yo tengo uno, Mukoki otro, y tú perdiste el tercero cuando luchaste con los Woongas.
La carne de caza empezaba a quemarse en aquel momento, y rápidamente la puso Mukoki en la mesa. Sin hablar más, se sentaron los tres a cenar.
—Esto significa que los Woongas nos han perseguido —exclamó Roderick, después de un largo silencio.
—No he hecho otra cosa esta tarde que razonarlo —contestó Wabi—. El cartucho prueba ciertamente que están o han estado muy recientemente en este lado de las montañas, pero no creo que sepan que nos hallamos aquí. La pista la encontré a cinco millas de nuestro campamento y cuando menos data de dos días. Era la de tres indios que, sobre raquetas de nieve, caminaban hacia el Norte. Seguí un momento las huellas en dirección contraria y vi que procedían también del Norte, lo que me induce a creer que están sencillamente en una expedición de caza, que dieron un rodeo de investigación y que luego volvieron a su campamento. No creo que lleguen hasta aquí; de todos modos, es necesario que estemos alerta.
La descripción que Wabi hiciera de la pista y de las consecuencias que de ella sacó, causaron gran satisfacción a Mukoki, quien movió la cabeza en señal de asentimiento cuando el joven expresó la creencia de que los Woongas no llegarían hasta la cabaña. La probable presencia de los indios, sin embargo, amenguó un poco la animación de los tres cazadores. Había, no obstante, en aquel peligro, la posibilidad de una nueva aventura que no les disgustaba del todo, y al final de la cena ya tenían dispuesto una especie de plan de campaña. No esperarían a que los atacasen, pues en tal caso estarían a la defensiva y posiblemente en desventajosa situación. Por el contrario, andarían alerta, y si descubrían una nueva, pista, dispondríanse a su vez a darles caza.
El sol acababa de desaparecer por el lejano horizonte del Sudoeste, cuando los dos jóvenes y Mukoki abandonaron de nuevo la cabaña.
Wolf no había comido desde la noche anterior, y la voracidad de su hambre aumentaba la llama de sus ojos y la nerviosidad de sus movimientos. Mukoki no dejó de llamar la atención de sus compañeros sobre ello, pues esto le causaba gran satisfacción.
La rápida llegada de la noche envolvía ya el Desierto Blanco en sus tinieblas. Los tres cazadores de lobos llegaron al pantano, donde hallaron aún al ciervo suspendido de la rama.
Mientras que Wabi y Mukoki se ocupaban en subir el cuerpo del ciervo a la roca que habían descubierto por la mañana, Roderick se quedó vigilando las armas. El trabajo fue bastante penoso, pero al fin lograron su empeño. Roderick comenzaba a comprender el plan de Mukoki.
La larga cuerda, sujeta aún al cadáver del animal, fue lanzada desde la cima de la roca hacia un grupo de cedros cercano. En dos de éstos construyeron Wabi y Mukoki rápidamente, valiéndose de ramas fuertes, sendos altillos a tres metros del suelo, en los que los cazadores emboscados podían sentarse con comodidad. Por fin, sólo quedó un detalle al que Roderick prestaba gran atención.
Mukoki sacó de entre sus ropas la botella llena de sangre, que se había conservado caliente junto al cuerpo del indio y vertió la tercera parte en la superficie de la roca y por la nieve que había al pie de ella. El resto lo distribuyó, gota a gota, de modo que, con la roca por dentro, formara varios radios hacia el pantano y la llanura.
Faltaban aún tres horas para que saliese la luna, por lo que los cazadores se dirigieron al sitio donde habían dejado a Wolf atado a un árbol. Al abrigo de una roca hicieron una pequeña hoguera y pasaron el tiempo de la espera comiendo trozos de carne asada y charlando de los acontecimientos del día.
Un poco después de las nueve, salió la luna, cuya brillante luz seguía fascinando a Roderick como el primer día que la viera en el Gran Desierto Blanco. Se la veía ascender y asomar por la espesura de los bosques, cual disco rojo, de esplendor palpitante, que iluminaba la tierra desolada desde la pureza serena de un cielo sin brumas ni nubes. Tan rápido era su movimiento, que la subida hacíase perceptible a simple vista, y a medida que iba remontándose, iba perdiendo su color purpúreo para convertirse, poco a poco, en una luz dulce y pálida, de un matiz entre áureo y plateado.
Llegó el momento del máximo esplendor de la luna y Mukoki rogó a sus amigos en voz baja que le siguiesen, y, con Wolf, pronto subieron otra vez al lugar de la emboscada.
Dando una vuelta alrededor de la roca, llevó Mukoki el lobo cautivo a un arbusto, donde lo ató. Wolf notó el olor del cadáver del ciervo, lo que le causó evidente agitación. Olfateó el aire, empezó a dar vueltas nerviosamente, recogiendo el viento de todas las direcciones y abrió sus formidables mandíbulas, lanzando un alarido quejumbroso. De pronto descubrió las gotas de sangre en la nieve.
—¡Vamos! —murmuró Wabi, al oído de Roderick—. ¡Vámonos sin hacer ruido!
Y se deslizaron hacia la sombra de los árboles, desde donde siguieron observando los movimientos de Wolf. El animal se había parado sobre las gotas de sangre. Su cabeza estaba al nivel de la erizada espalda, sus orejas en punta, la nariz abierta al olor de caza que venía de la roca. Despertóse el instinto salvaje de Wolf, quien creyó hallarse de nuevo entre los suyos.
Por un momento recordó a sus capturadores hacia los que volvió la cabeza, pero se habían marchado; no podía ni verlos ni oírlos. Percibía la señal de la presencia humana, pero siempre la llevaba encima fascinado, y el instinto de la raza iba revelándose en él cada vez con más fuerza.
Yendo y viniendo todo lo que la larga cuerda le permitía, encontró sobre la nieve, que crujía bajo sus patas, más gotas de sangre, y se empeñó en seguir las huellas rojas trazadas por Mukoki. Estiró furiosamente la cuerda que le tenía cautiva y, como un perro irritado, trató en vano de roerla, no sabiendo que era muy sólida y podía resistir perfectamente a sus dentelladas. Los cazadores oyéronle gemir, con largo gemido que terminaba en un breve aullido.
Corría Wolf alrededor del arbusto al que estaba atado, excitándose cada vez más. Mordía y se tragaba la nieve enrojecida por la sangre. Después volvía hacia la roca en que estaba la caza y temblaba, ansioso de atacar y matar.
En un último esfuerzo por librarse y volver a la salvaje y alegre libertad, dio un salto frenético; pero al comprender su impotencia, cayó sobre la nieve, gimiendo con desesperación.
Por fin se sentó y volvió la cabeza por un momento hacia la luna. Después la alzó hasta que formara un ángulo recto con el lomo erizado, y poco a poco, como un perro de esquimales, empezó a entonar el «ulular de la muerte».
El sordo y lamentable gemido fue creciendo en fuerza y volumen, hasta que estalló en larga y siniestra llamada que volaba sobre el llano y escalaba las montañas para reproducirse en un eco distante, muy distante. El aullido de Wolf se había transformado finalmente en grito de caza, el clamor de su raza, que llamaba a los famélicos lobos del desierto, como clarín de batalla.
Tres veces salió el terrible aullido de la garganta del lobo cautivo, y antes de que muriera el eco de ellos, los cazadores se hallaron encaramados en los árboles.
La emoción que embargaba a Roderick le hizo olvidar el intenso frío de la noche. Sus nervios se hallaban en tensión, y sus ojos escudriñaban interrogantes la inmensa extensión blanca, bañada en la luz de la luna. Wabi hallábase más sosegado, porque no ignoraba lo que había de venir.
La feroz llamada había sido oída en todo el Desierto Blanco. Al borde de un lago silencioso y oculto bajo los hielos invernales, un ciervo tembló aterrado. Allá, en la montaña, un formidable macho de anta, de enormes astas, se dispuso a defender su vida. Un poco más lejos, un zorro que perseguía a una liebre, interrumpió momentáneamente la caza. Y en todas partes, los hermanos de raza de Wolf se habían detenido, volviendo la cabeza y tendiendo las orejas hacia la señal conocida, que en ondas de ecos llegaba a sus oídos.
Desde lejos, tal vez una milla de distancia, llegó el primer aullido de respuesta, interrumpiendo el profundo silencio que se hizo después de que Wolf callara. Éste, al oírla, volvió a enderezarse y a lanzar la llamada que lanzan los lobos cuando uno de ellos ha descubierto huellas de sangre o cuando se avecina la hora de matar.
Los tres observadores que se hallaban en los abetos, no hablaron ni se movieron. Mukoki, echado sobre el soporte de las ramas, tenía el fusil preparado para disparar. Wabi se había arrodillado y tenía también el fusil dispuesto. Roderick manejaba el revólver de gran calibre y lo apoyaba en la unión de dos ramas para aliviar el peso a su brazo.
A los pocos instantes, oyóse por segunda vez el lejano aullido del lobo que estaba en el llano, y esta vez se unió a él otro que venía del Oeste. Luego, ya fueron dos los lobos que aullaron desde el llano, y pronto llegaron otros aullidos desde el Norte y del Este. Roderick y Wabi oyeron cómo Mukoki gruñía de contento.
Al advertir que las respuestas de sus hermanos se hacían más numerosas, Wolf aulló frenéticamente. El olor de la sangre fresca y del ciervo muerto enloquecía al cautivo. Pero su agitación no se mostraba ya en el deseo de desprenderse de la cuerda. Wolf sabía que sus llamadas reunían a los lobos, y para atraerlos, lanzó su ulular a los cuatro vientos con salvaje frenesí.
De repente llegó una respuesta rápida y feroz, casi del mismo pantano que tan cerca se hallaba, y Wabi cogió a Roderick del brazo.
—Debe de ser un lobo que ha descubierto el sitio donde mataste el ciervo —murmuró—. Ahora no tardaremos en verlos aquí.
Apenas había acabado de hablar, se oyeron una serie de aullidos que llegaban del pantano, los cuales iban acercándose a medida que el famélico lobo seguía la pista trazada por Mukoki y Wabi cuando arrastraron el cuerpo del ciervo hasta le roca. Pronto se oyó el galopar jadeante de la fiera, y un momento después, los cazadores vieron una sombra que corría velozmente sobre la nieve hacia el sitio donde se hallaba Wolf.
Cuando las dos fieras se encontraron, hubo un momento de silencio, y en seguida unieron los dos sus fuerzas para llamar con sus aullidos a los demás lobos. El recién llegado se acercó a la gran roca y se encaramó a ella con las patas delanteras. Entonces salió de su garganta, no ya el grito de caza, sino el más terrible aullido del lobo que ha descubierto la víctima.
Rápidamente respondieron los demás lobos, que iban llegando de todas partes. Del lado de la montaña se acercó uno sin que los cazadores se diesen cuenta. Del pantano llegaron tres de una vez. Alrededor de la roca, saltaron las fieras enloquecidas, tratando de subirse a ella para llegar al lugar en que se hallaba el ciervo muerto, al cual veían tan cerca y, sin embargo, tan fuera de su alcance… A veinte metros de ellos, Wolf observaba cómo se reunían los de su raza, y hacía grandes esfuerzos por adquirir la libertad. Poco a poco, fue aquietándose hasta que, en sombrío silencio, quedóse mirando como si se diera cuenta de que estaba cerca el momento en que aquel emocionante espectáculo se convertiría en una escena de espantosa tragedia.
Del árbol en que se escondía Mukoki, llegó un silbido de aviso, y, al oírlo, Wabi apercibió el fusil. Había en aquel momento una veintena de lobos al pie de la roca. Lentamente, el indio tiró de la cuerda atada al ciervo, cuyo cuerpo comenzó a deslizarse por la pendiente que formaba la roca. Cayó el cadáver en medio de la manada de lobos hambrientos, y, como moscas que se posan ávidas en un terrón de azúcar, cayeron las extenuadas fieras sobre el ciervo, luchando por la posesión del mejor trozo. En esta actitud en que todos reunidos presentaban excelente puntería, dio Mukoki la señal de hacer fuego.
Durante cinco segundos estuvieron saliendo del grupo de pinos las llamaradas mortíferas de los disparos, y el ruido ensordecedor de los dos fusiles y del revólver ahogó los aullidos de agonía de las fieras. En aquellos cinco segundos se dispararon quince tiros, tras los cuales volvió a reinar en la nevada campiña el imponente silencio de la noche. Cerca de la roca, este silencio era de muerte. Sólo lo interrumpía débilmente y de cuando en cuándo, los últimos estertores de los pocos lobos que conservaban aún un resto de vida.
En los dos árboles sonó ese ruidillo metálico que se produce al cargar las armas.
Wabi fue quien habló primero:
—Creo, Muki, que hemos hecho buen negocio.
Mukoki, por toda contestación, se deslizó del árbol. Sus amigos le imitaron y todos corrieron hacia la roca. En la nieve yacían los cuerpos rígidos de cinco lobos. Otro arrastrábase hacia la pendiente. Mukoki interrumpió la huida con el hacha. Un séptimo lobo había corrido hacia el Este, dejando tras sí una pista roja, y cuando Wabi y Roderick llegaron a él, estaba ya agonizando.
—¡Siete lobos! —exclamó Wabi—. Ésta ha sido la mejor caza que hemos tenido. ¡Ciento cinco dólares en una sola noche es una buena ganancia!
Los dos amigos arrastraron el cuerpo del lobo hasta la roca donde se hallaba Mukoki, rígido como una estatua, y con el rostro, que la luz de la luna iluminaba, vuelto hacia el Norte Sin volver la cabeza, extendió el brazo señalando el llano, y dijo:
—¡Mirad!
A gran distancia, en la silenciosa y desolada extensión, vieron los cazadores una llama rojiza y oscura que rápidamente iba aumentando hasta destacarse en el horizonte, clara y potente, como un siniestro incendio que vertiera torrentes de fuego sobre los llanos y los bosques.
—Es un pino lo que arde —dijo Wabi.
—Sí, es un pino lo que arde —contestó el viejo indio.
Y después añadió:
—¡La señal de fuego de los Woongas!