Roderick se despertó dos veces en el transcurso de aquella noche, porque oyó ligeros ruidos. Era Mukoki que abría la puerta de la cabaña.
La segunda vez, Roderick se enderezó un poco y se acodó para mejor observar al indio.
La noche era espléndida; una luna clarísima inundaba los campos. Roderick oía que el viejo hablaba y gruñía, y tanto le llamó la atención su actitud, que, cediendo a la curiosidad, se envolvió en la manta para resguardarse del frío y se reunió con Mukoki en la puerta.
El viejo indio miraba al cielo. La luna se hallaba en el cenit, precisamente encima de la cabaña, y como no había nubes, era tanta la claridad, que se distinguían con precisión los árboles que estaban en la ribera opuesta del lago.
El frío era grande y Roderick lo sintió pronto en la cara. El joven se preguntó qué sería lo que veía Mukoki en el cielo si, como era de suponer, no le atraía la magnificencia de la noche.
—¿Qué ves allá arriba, Mukoki? —preguntó después de un rato.
El indio bajó la cabeza y miró a su joven amigo sin decir nada. Se veía en su rostro que una especie de alegría misteriosa lo absorbía por entero.
—¡Noche de lobos! —murmuró con voz apenas perceptible, volviéndose luego hacia el sitio donde dormía Wabi.
—¡Noche de lobos! —repitió.
Y se deslizó como una sombra al lado del joven cazador.
Roderick observó los movimientos del indio con creciente extrañeza. Vio que se inclinaba sobre Wabi y que lo sacudía por los hombros para despertarlo. Y otra vez oyó cómo exclamaba:
—¡Noche de lobos! ¡Noche de lobos!
Wabi se despertó enseguida y se sentó en la cama, mientras que Mukoki volvía a la puerta. Estaba vestido y armado con el fusil y desapareció pronto en la noche. Wabi se levantó y con Roderick estuvo mirando los movimientos de Mukoki, que corría por el lago hacia la pendiente de la colina para pederse pronto en el blanco desierto.
Roderick, que durante el incidente había mirado de cuando en cuando a Wabi, vio que los ojos de su camarada estaban extrañamente dilatados y que reflejaban una expresión que era mezcla de miedo y de horror. Sin decir palabra, se dirigió Wabi a la mesa y encendió las velas; después se vistió.
Luego volvió a la puerta, sin que hubiesen desaparecido las huellas de emoción de su cara. A un silbido fuerte de Wabi, respondió Wolf, quien tenía un refugio a poca distancia de la cabaña, con un aullido de queja.
Diez veces, veinte veces silbó Wabi sin que respondiera el silbido de Mukoki. Viendo que la espera era vana, echó a correr hacia el lago y lo atravesó con gran rapidez. Subió luego a la colina y desde su cumbre contempló la nívea y brillante inmensidad del Desierto Blanco. No se veía a Mukoki en ninguna parte.
Wabi regresó a la cabaña, donde ardía la hoguera que Roderick había encendido. Se sentó al lado de ella para calentarse las ateridas manos.
—Vaya una noche de frío —dijo, y se echó a reír mirando a su amigo, quien no sabía qué pensar de todo lo que había pasado.
—Dime, Roderick —preguntó Wabi cuando vio que aquél parecía sorprendido—, ¿no te ha contado nunca Minetaki una historia singular acerca de nuestro viejo Muki?
—No, nada de particular me contó; nada que no supiera ya por ti.
—Entonces, escúchame… Una vez… Una vez, hace ya de esto mucho tiempo. Mukoki tuvo, no diré precisamente que un acceso de locura, pero sí una cosa que se le parecía bastante. No he logrado aún formarme una idea clara sobre este particular. Algunas veces creo que sí que está loco y otras veces que no lo está. En cambio, los habitantes de Wabinosh, especialmente los indios, creen que cuando hay lobos de por medio, Mukoki pierde algunas veces la cabeza.
—¿Cuándo hay lobos?
—Sí. Y para ello tiene sus motivos. Hace muchísimos años, allá por el tiempo en que tú y yo vinimos al mundo, Mukoki tenía esposa y un hijo. Mi madre y otros de la factoría dicen que se hallaba muy encariñado con su hijito, que no gustaba de ir de caza como los demás indios, sino que se pasaba días enteros jugando con él en su cabaña, y si alguna vez iba a cazar, solía llevarse el chico a cuestas. Era el indio más feliz de Wabinosh y también el más pobre. Un día llegó con un paquete de pieles que cambió casi en su totalidad por cosas para su hijo. Como llegó de noche, no quiso marcharse hasta la mañana siguiente, pero por no sé qué motivo, se quedó un día más, y la tarde en que debió haber llegado a su cabaña, su mujer arropó al chico, se lo cargó a cuestas, y se fue al encuentro de Mukoki…
Un aullido lúgubre del lobo cautivo interrumpió por un momento la narración de Wabi, quien continuó luego:
—Pues bien, caminó la madre durante mucho rato sin ver venir al esposo. No se sabe exactamente lo que pasó. Se supone que resbaló y tuvo una caída de malas consecuencias, pues cuando Mukoki, al día siguiente, encontró las huellas de su mujer y las siguió, halló muertos a la madre y al hijo, ambos medio devorados por los lobos. Desde aquel día Mukoki cambió de carácter. Llegó a ser el más famoso cazador de lobos de todo el territorio. Después de la tragedia se estableció en Wabinosh, y desde entonces, no nos ha dejado a Minetaki y a mí alguna que otra vez, siempre que la noche está muy fría y la luna brilla, parece que le acomete una especie de locura. Y entonces habla de la «noche de lobos». Nadie puede impedir que salga. Nadie logra hacerle hablar. No permite a nadie que le acompañe. Como hoy, camina solo durante horas y horas, y cuando vuelve, está tan en sus cabales como tú y yo en este momento, y si se le pregunta, contesta sencillamente que ha ido a dar una vuelta para ver si se ponía alguna pieza a tiro.
Roderick había escuchado con gran atención el relato de Wabi. A medida que éste iba desenvolviendo el hilo de la historia dramática de Mukoki, le invadió una inmensa piedad por el viejo indio. Éste ya no era para él un ser medio salvaje, apenas barnizado un poco por la civilización, como hasta entonces creyera. En aquel momento sintió por él una gran simpatía, y a la vacilante luz de las velas, brilló en sus ojos una lágrima de compasión que no trató de ocultar.
—La habilidad de Mukoki en la caza del lobo —continuó Wabi—, parece cosa de brujería. Durante cerca de veinte años ha estudiado sus costumbres y sabe más de ellos que todos los demás cazadores juntos. Es capaz de cazarlos con las trampas más inverosímiles. Te contará cien cosas diferentes sobre tal o cual lobo con sólo ver sus huellas. El mismo sabe cuando llega una «noche de lobos»; sus grandes conocimientos sobre ellos le convierten en un ser sobrehumano. Esta noche, algo en el aire, o en la luna, o en el aspecto de la selva, le dice que los lobos se están reuniendo y que mañana, que hará un buen sol, se encontrarán en las laderas soleadas de las montañas. Si, como siempre, Mukoki regresa pronto, verás como mañana nos iremos de caza y verás también cómo se pone Wolf.
Hubo un silencio que duró algunos minutos, durante el cual los dos jóvenes escuchaban el crepitar del fuego. Roderick consultó el reloj. Faltaba poco para medianoche, y, sin embargo, ninguno de los dos sentía deseos de continuar el sueño interrumpido.
—Wolf es un animal muy curioso —dijo Wabi, por fin—. Sin duda, tú te figuras que es un degenerado, un traidor a su raza, cuando se vuelve contra sus antiguos hermanos o los atrae para que mueran a nuestras manos. Pero no es así, y no merece reproches. Él, como Mukoki, tiene sus motivos para hacer lo que hace. Los animales tienen, como los hombres, sus rencores y sus instintos de venganza. ¿Has observado que a Wolf le falta casi la oreja izquierda? Si le miras la garganta, verás las huellas de una profunda y larga herida. Y si le pasas la mano por el lomo, encontrarás cerca de la pata izquierda otra enorme cicatriz. Mukoki y yo cogimos a Wolf en una trampa de lince; entonces era aún pequeño, apenas tendría seis meses. Mientras se hallaba en la trampa, indefenso, tres o cuatro de sus «hermanos» se abalanzaron sobre él para comérselo Llegamos a tiempo para espantar a los caníbales. Libramos a Wolf de la trampa, le curamos las grandes heridas que le habían causado, y lo domesticamos. Mañana verás cómo le ha enseñado Mukoki a vengarse de los de su raza.
Dos horas más tarde, Roderick y Wabi apagaron las luces y volvieron a acostarse. El primero no tardó en conciliar el sueño. Preguntábase dónde podría andar Mukoki, qué estaría haciendo y cómo, en su extraña locura, podía orientarse en aquellos parajes desconocidos. Finalmente, se durmió, y soñó en la madre india y en su hijito, el cual, tomó al poco la forma de Minetaki, y los voraces lobos la de los terribles Woongas. De este desagradable sueño, le despertó Wabi, quien llamó su atención sobre algo que había en la cabaña. Roderick vio a Mukoki tranquilamente sentado al lado del fuego y pelando patatas.
—¡Hola, Mukoki! —exclamó.
El indio levantó la cabeza, contrajo su rostro en una sonrisa y continuó alegremente la preparación del almuerzo, como si se hubiera pasado la noche durmiendo.
—Mejor levantarse —dijo—. Mucho sol hoy. Nosotros encontrar lobos cerca montaña. Muchos lobos.
Los dos muchachos se levantaron y empezaron a arreglarse.
—¿Cuándo volviste? —preguntó Wabi.
—Ahora —contestó Mukoki, señalando al mismo tiempo a la hoguera encendida y a las patatas peladas—. Ahora, para hacer buen fuego.
Wabi guiñó un ojo a Roderick, y preguntó:
—¿Qué hiciste durante toda la noche?
—Gran luna. Buscar caza —gruñó el viejo, mientras se inclinaba sobre la hoguera—. Visto linces sobre colina. Visto también huellas lobos. Pero no disparar.
Esto fue todo lo que los dos amigos pudieron sacar en claro de sus andanzas durante la noche. Mientras almorzaban, Wabi volvió a llamar la atención de Roderick, y cuando Mukoki se marchó por un instante, murmuró a su oído:
—Verás como tengo razón. Se irá a la montaña.
Y cuando el indio regresó, le dijo:
—¿No te parece, Muki, que debemos dividirnos esta mañana? Creo que hay dos direcciones a cual mejor para poner las trampas; una es al Este, por el valle, y otra, la del Norte, a través de las ondulaciones del terreno ¿Qué dices a esto?
—Que está bien —gruñó el viejo cazador—. Vosotros ir Norte. Yo ir por valle.
—No; tú y yo iremos por el valle y Wabi al Norte —dijo rápidamente Roderick—. Yo quiero ir contigo, Mukoki.
Mukoki, que se sintió un poco confuso por la preferencia del joven, echóse a reír y comenzó a hablar con volubilidad sobre los planes que había formado. Convinieron los tres en que a primera hora de la tarde regresarían todos a la cabaña, porque el indio aseguró que aquella noche podría dedicarse a la caza de lobos.
Roderick notó que el lobo cautivo no recibió su ración de comida aquella madrugada, y fácilmente adivinó la razón.
Se repartieron las trampas que habían traído de Wabinosh. Las había de tres tamaños distintos: cincuenta pequeñas, para visones, martas y otros animales pequeños; quince para zorros, y otras tantas para linces y lobos. Wabi cogió quince trampas pequeñas, cuatro para zorros y cuatro para linces, mientras que Roderick y el indio se llevaron cuarenta entre unas y otras. Después se repartieron los restos de la carne de anta, que usarían como cebo.
Antes de que saliera el sol, estaban terminados todos los preparativos para la caza. Hasta que se hallaron en el camino, no asomó el astro rey por el horizonte.
Tal como lo había previsto Mukoki, el día se presentaba espléndido, uno de esos días diáfanos, sin nubes, pero de intenso frío, en que, según creencia de los indios, el Creador priva al resto del mundo del sol para que éste brille con todo su esplendor sobre los territorios selváticos.
Desde lo alto de la colina que cobijaba a la cabaña, admiró Roderick, extasiado, la inmensa extensión cubierta de bosques y lagos que se hallaba ante él. Los tres se detuvieron en aquel lugar durante unos momentos para tomar después diferentes direcciones.
Al pie de la colina, Mukoki y Roderick se dirigieron por el camino del valle, y no habían andado aún cinco minutos, cuando el indio se paró y señaló un árbol que se hallaba caído a través del pequeño torrente que cruzaba el valle. En la nieve que había acumulada sobre el tronco, notábanse pequeñas y tenues huellas que Mukoki examinó por un momento. Luego tiró al suelo el paquete que llevaba.
—¡Visón! —explicó a Roderick.
Y cruzó con ligereza el torrente, sin tocar el tronco. Al otro lado había más huellas, que llegaban hasta un grupo de árboles abatidos por el viento.
—Aquí vivir familia de visones —continuó explicando Mukoki—. Haber tres…, tal vez cuatro o cinco. Aquí poner trampas.
Roderick no había visto aún disponer las trampas como sabía hacerlo el indio. Sobre las huellas, un poco más allá del torrente, construyó, con ayuda de pequeñas ramas, una especie de cobertizo, dentro del cual colocó un trozo de carne, y delante, a poca distancia, la trampa que ocultó cuidadosamente con la nieve y más ramitas. En poco tiempo construyó dos cobertizos y colocó dos trampas.
—¿Por qué haces estos pequeños refugios? —le preguntó Roderick, cuando volvieron a ponerse en marcha.
—En invierno nevar mucho —explicó el indio—. Hacer casita para que nieve no cubrir trampas. Si no hacer casita, desenterrar trampas todo invierno. Visón oler carne y entrar casita para animales pequeños. Pero no buena para lince. Lince ver casita, dar vueltas y después marcharse. Muy listo… lince. Lobo y zorro, también.
—¿Vale mucho un visón?
—Cinco dólares lo menos. Siete…, ocho dólares si tamaño grande.
En el espacio de una milla colocaron otras seis trampas para visones. El torrente corría por aquellos lugares cerca de una abrupta colina rocosa. El interés de Mukoki iba en aumento, pues no continuaba ya absorto tan sólo en el descubrimiento de huellas de visones y zorros. Sus ojos escudriñaban constantemente la ladera soleada de la colina y caminaba despacio y con cautela. Cuando hablaba con Roderick lo hacía en voz baja, y éste siguió su ejemplo. Con frecuencia se paraban ambos para ver si descubrían algún indicio de lo que buscaban. Por dos veces colocaron trampas de zorro allí donde vieron huellas de ellos; en un desfiladero lleno de árboles tumbados y grandes piedras, hallaron las huellas de un lince y pusieron dos trampas, una en cada entrada del desfiladero, pero aun durante estas operaciones la atención de Mukoki no estaba toda en lo que hacia. Los dos cazadores avanzaron después paso a paso. Mukoki delante de Roderick, y a unos quince metros de distancia… por cierto que el joven la guardaba con gran cuidado. De pronto oyó una llamada en voz baja y vio que su compañero gesticulaba animadamente para que acudiese.
—¡Lobos! —murmuró al oído de Roderick, en cuanto éste estuvo a su lado.
En la nieve había un gran número de impresiones que recordaron a Roderick las de los perros.
—¡Tres lobos! —dijo el indio con mucha alegría—. Salir muy temprano, y ahora tomar sol en montaña.
Continuaron la marcha sobre la pista de los lobos. A poca distancia hallaron restos de una liebre, alrededor de los cuales se notaban huellas de zorros, y Mukoki colocó allí otra trampa. Más tarde dieron con las pisadas de una marta y ello motivó la colocación de otra trampa. A pesar de que a uno y otro lado del torrente vieron huellas de anta y ciervos, Mukoki prestó poca atención a ellas; no alzó la vista de la pista de los lobos. A las huellas de los tres que advirtieron al principio, uniéronse más tarde las de otros dos, y luego, las de tres más. Todas juntas seguían el camino de los extensos y espesos bosques. La cara de Mukoki resplandecía de satisfacción.
—Muchos lobos cerca —exclamó—. Muchos lobos. Buen sitio para cazar de noche.
El torrente cuyo curso seguían los dos cazadores, alejábase de la abrupta colina y cruzaba un pequeño pantano donde encontraron muchas señales de la vida selvática, lo que hizo latir con más celeridad el corazón de Roderick. En aquellos sitios la nieve se hallaba materialmente sembrada de huellas de ciervos y antas, y en todas direcciones advertíanse pistas de animales. Los árboles mostraban en su corteza señales de haber sido roídos por las fieras y a cada paso los cazadores estaban más seguros de que la caza andaba cerca. Mukoki avanzaba a su paso, y como Roderick tropezara, haciendo chocar una de sus raquetas de nieve contra un árbol pequeño, el indio le invitó con enérgico ademán a que tuviera cuidado. Diez minutos, quince, veinte en ese cauteloso avanzar por el pantano. De pronto, Mukoki se detuvo y elevó la mano en señal de silencio. Volvió un instante la cabeza, y Roderick vio en sus ojos que había descubierto alguna pieza de caza. Poco a poco, fue agachándose, a la vez que invitaba con la mano a Roderick a que se acercara. Cuando el joven estuvo cerca, Mukoki le entregó el rifle y dijo muy bajito:
—¡Dispara!
Con un temblor de nerviosidad cogió Roderick el arma y miró hacia donde le indicó el indio, quien se hallaba casi echado en el suelo. Lo que vio, cambió su nerviosismo en una febril ansiedad. A menos de treinta metros de distancia, hallábase un magnífico ciervo que se comía las puntas de las ramas de un avellanero silvestre, y un poco más allá, dos ciervas. Con un poderoso esfuerzo, procuró el joven dominar su agitación. El ciervo estaba de lado y con la cabeza levantada, posición inmejorable para darle un balazo detrás de la pata delantera, región donde la muerte se produciría forzosamente. A ella apuntó Roderick, y disparó. El animal dio un salta espasmódico, y cayó en tierra.
Sin dar apenas tiempo a Roderick para que advirtiera el efecto de su disparo, corrió Mukoki velozmente hacia el lugar donde cayera el ciervo, quitándose al mismo tiempo la carga que llevaba. Roderick echó a correr también, y cuando llegó, Mukoki tenía ya en la mano una botella vacía, de un litro de cabida. Sin dar ninguna explicación abrió con su cuchillo la yugular del animal y llenó la botella de sangre. Una vez terminada la tarea, levantó la botella con aire de satisfacción.
—¡Sangre para lobos! Gustar mucho sangre. Oler sangre y nosotros cazar esta noche muchos lobos.
Mukoki había abandonado su actitud cautelosa tantas horas mantenida, y Roderick juzgó que su compañero consideraba terminada la misión del día. Sacaron al ciervo el corazón y el hígado, cortaron un trozo de carne de la cadera y lo envolvieron para llevárselo. Después ataron la pieza cobrada a una larga cuerda, pasaron un extremo por una alta rama, y, entre los dos, subieron el cuerpo del ciervo hasta que se halló fuera del alcance de las fieras.
—Si no poder volver esta noche, estar seguro de lobos —explicó Mukoki.
Una última exploración del pantano llevó a los dos cazadores hacia el sitio donde el suelo volvía a elevarse en una pendiente cubierta de grandes bloques de piedra y sembrado de pinos y de abedules. Vieron una enorme roca que llamó la atención de Mukoki, y hacia ella se encaminaron. Parecía imposible subirse a ella; pero por uno de los lados lograron encaramarse ayudados por las ramas de un pino que estaba junto a ella. Arriba ya, observaron que la roca formaba una pequeña meseta, que desde abajo no pudieron ver. Mukoki exclamó muy contento:
—Buen sitio para acecho. Esta noche atraer lobos aquí.
El reloj de Roderick señalaba cerca de las doce del mediodía, y los dos aprovecharon la excelencia del lugar para sentarse a comer. Después emprendieron el regreso por el mismo camino que habían seguido a la ida.
Más allá del pantano, se desviaron por un atajo que conducía en línea recta a la cabaña. El terreno que atravesaron era sumamente escarpado y peligroso. A la derecha se alzaba una muralla abrupta, parecida a un baluarte, que daba a un precipicio de una altura que producía vértigo. Abajo, en lo más hondo de la profunda quebradura, corría un torrente. Varias veces se detuvo Mukoki y se inclinó sobre el precipicio, escudriñándolo con mucha atención. Tras una de estas contemplaciones, explicó a Roderick el interés que en él despertaba aquel lugar.
—Muchos osos allá abajo, en primavera.
Roderick, en cambio, no pensaba en osos. De nuevo el recuerdo del oro embargaba su atención. Tal vez aquel precipicio contenía el impenetrable secreto que murió con aquellos dos infelices medio siglo atrás. El triste y oscuro silencio que flotaba entre aquellos dos muros de rocas, la angustiosa desolación, las violentas revueltas del torrente… todo en aquel mundo misterioso, en que no vibraba ningún ruido y no penetraba el sol invernal, parecía encadenarse con la tragedia que acaeció en la cabaña.
¿Encerraba el precipicio, efectivamente, el secreto de los dos muertos?
Una y otra vez se hizo Roderick esta pregunta mientras caminaba detrás de Mukoki y cuanto más se interrogaba a si mismo, más se inclinaba a convertir la pregunta en respuesta. Al fin, con una seguridad sólo turbada por la emoción, cogió a Mukoki del brazo, y, señalando atrás, exclamó:
—Mukoki… ¡el oro fue encontrado ahí!