Capítulo IX

Roderick y Wabi, sorprendidos, se quedaron un buen rato mirando a su compañero, como si se resistiesen a creer la afirmación que había hecho. En el rostro del indio seguía reflejándose, sin embargo, una emoción extraña en él.

—Veinte mil hombres muertos, sí —repitió Mukoki. Y cuando elevaba la mano para dar más fuerza a sus palabras y para quitarse las telarañas del pelo, los dos jóvenes vieron que aquélla estaba agitada por un temblor inusitado.

Resueltamente se dirigió Wabi a la ventana y metió por ella la cabeza y medio cuerpo, como hiciera Mukoki, y después de permanecer un rato en esta posición, saltó de nuevo al suelo. Miró a Roderick y soltó una carcajada. También se mostraba sorprendido, pero no tan emocionado como Mukoki, puesto que se hallaba preparado para la contemplación del espectáculo.

—¡Mira tú también, Roderick!

Conteniendo la respiración, se aproximó Roderick a la oscura ventana. Palpitábale el corazón, no de miedo, sino de una emoción misteriosa, de algo así como un deseo de no haber sido invitado a mirar hacia el interior de la cabaña. Con cautela, introdujo la cabeza. Al principio no veía nada, tal era la oscuridad del recinto, pero poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a las tinieblas y comenzó a ver la pared de enfrente. Distinguió luego una mesa en medio de la cabaña, y, junto a ella, algo que no pudo precisar. Sobre aquel algo había una silla al revés, cubierta a medias con una especie de pingajo.

Los ojos de Roderick continuaron recorriendo el interior de la cabaña.

Fuera, Wabi y Mukoki le oyeron dar un grito ahogado y vieron que sus manos se crispaban sobre el alféizar de la ventana.

Roderick miraba como fascinado. Casi al alcance de la mano, apoyándose contra la pared, había lo que cincuenta o más años atrás habría sido una persona. Ahora tan sólo quedaba de ella el esqueleto, visión grotesca y espantosa a la vez, cuyas órbitas vacías se iluminaban tristemente con los rayos de luz que se filtraba en la cabaña, y cuya boca dijérase que hablaba a Roderick a través de las sombras.

El joven se dejó caer fuera de la cabaña. Hallábase pálido y tembloroso.

—¡No he visto más que uno…! —dijo con débil voz, aludiendo a la exclamación de Mukoki.

Wabi, que había concluido de dominar su emoción, le golpeó cariñosamente la espalda y le dijo riendo, mientras Mukoki daba una especie de gruñido:

—¡No has mirado bien, Roderick! Apenas has visto el primer esqueleto te has cansado, y el espectáculo, ¡vive Dios!, no es para que se quede uno impasible… Voy a abrir la puerta.

Sin vacilar se metió Wabi por la ventana, y Roderick, cuya nerviosidad se calmó enseguida, le siguió valerosamente mientras que Mukoki empujaba de nuevo la puerta. Bastaron unos cuantos hachazos de Wabi, contra la madera transversal que la cerraba, para que ésta se abriera, y con tal violencia, debido al ímpetu con que Mukoki se abalanzó contra ella, que el indio rodó por el suelo.

Inundóse la cabaña de luz e instintivamente miró Roderick hacia el esqueleto que se apoyaba contra la pared. Tenía la posición de un hombre que hubiese muerto, muchos años atrás, mientras dormía. Muy cerca de este horrible habitante de la cabaña, y extendido cuan largo era en el suelo, había un segundo esqueleto, y, junto a la silla volcada, un pequeño montón de huesos que, al parecer, eran los de un perro. Roderick y Wabi se aproximaron al esqueleto de la pared y se inclinaron un poco para examinarlo más de cerca. Una exclamación del indio atrajo de pronto la atención de ambos. Mukoki se hallaba arrodillado al lado del segundo esqueleto. Cuando los dos muchachos se acercaron a su compañero, vieron que sus ojos revelaban profunda sorpresa y que, al mismo tiempo, señalaba con el índice un objeto que aparecía entre los huesos.

—¡Cuchillo… lucha… este asesinado!

Con el mango roído por el tiempo y la hoja enmohecida por la humedad, pero aun en el sitio donde el asesino lo había clavado, en el pecho de lo que un día fue un ser humano, veíase un enorme cuchillo.

Roderick, que había caído de rodillas, miraba sin ver, abrió la boca, y después de un rato, he aquí lo primero que se le ocurrió preguntar:

—¿Quién… lo hizo?

Mukoki señaló al horrible esqueleto que estaba apoyado contra la pared y dijo con acento de seguridad:

—¡Ése!

Movidos por un instinto común, los tres se acercaron al otro esqueleto para examinarlo. Uno de los largos brazos descansaba sobre lo que un día fue un cubo, pero que entonces no era más que un montón de maderas podridas, prendidas aún unas a otras por los flejes de hierro. Las falanges de la mano de aquel brazo estaban aún cerrados y asían un trozo de corteza de abedul arrollada. Los huesos del otro brazo se hallaban en el suelo, al lado del esqueleto. Por aquel lado fue por donde buscó el sagaz Mukoki con más detenimiento, siendo su curiosidad inmediatamente satisfecha por el descubrimiento de un corte en una de las costillas.

—¡Este morir aquí! —explicó—. Cuchillo clavado entre costillas. Mala muerte. Mucho dolor… no morir pronto, tardar tiempo.

Después de esta explicación de la extraña muerte de aquellos dos hombres en la cabaña, se fue Mukoki hacia el montón de huesos que había cerca de la mesa y recogió algunos para examinarlos.

—¡Perro! —murmuró—. Puerta cerrada… ventana también… hombres luchar… morir todos. Perro morir de hambre.

—¡Es desagradable! —dijo Roderick, estremeciéndose—. ¡Salgamos, que aquí se asfixia uno! Diríase que esta cabaña no ha sido ventilada desde hace un siglo.

Mientras los tres cazadores caminaban hacia el sitio donde habían dejado a Wolf guardando el trineo, Roderick dejaba vagar su imaginación. Para Mukoki y Wabi, el descubrimiento de los esqueletos no fue más que uno de los frecuentes incidentes que trae consigo la vida aventurera de los parajes selváticos, un suceso algo interesante, pero de poca importancia. Para Roderick, el hecho tuvo una significación muy distinta. Educado en las regiones civilizadas, acostumbrado a la pacífica vida de la ciudad, no había ni pensado en tales dramas y para él constituyó aquélla la mayor emoción de su vida, excepción hecha de la agresión de que fue objeto Minetaki en Wabinosh. No podía, pues, sustraerse a la impresión que le causara el descubrimiento macabro. Y reconstituyó el terrible drama que muchos años atrás habríase desarrollado en la cabaña. Vio a los dos hombres en el momento de la lucha salvaje. Creyó tenerlos en su presencia, oír cómo se increpaban a cada golpe. Parecióle que asistía al espectáculo horrendo del instante en que mutua y simultáneamente se dieron el golpe fatal que causó la muerte a uno de ellos y envió al otro, el vencedor, cual bólido humano, contra la pared donde quedó agonizante. ¿Y el perro? ¿Cuál habría sido su papel en el drama? El pobre animal pasaría luego horribles días de sufrimiento hasta que, de sed y de hambre, expirara también. La atroz escena ardía en el cerebro de Roderick. Incesantemente, se hacía la misma pregunta. ¿Qué causa habría impulsado a aquellos dos hombres a librar en la noche lucha tan sangrienta? Por instinto, aceptaba que todo habría ocurrido de noche, porque así lo hacía sospechar el hecho de que la puerta y la ventana estuviesen cerradas. Hubiera dado cualquier cosa por ver el misterio aclarado.

Llegaron a lo alto de la colina, y entonces salió Roderick de su abstracción. Wabi, que se había colocado ya los arreos del toboggán, estaba muy animado.

—Aquella cabaña nos viene de perlas —exclamó, cuando su amigo estuvo más cerca—. Tardaríamos, lo menos, dos semanas en construir otra igual. Hemos tenido suerte.

—¿Vamos a habitarla? —preguntó Roderick muy sorprendido.

—Naturalmente. Es tres veces mayor que la choza que nosotros pensábamos construir. Lo que no comprendo es para qué querrían aquellos dos hombres una cabaña tan enorme. ¿Qué te parece, Muki?

Mukoki movió la cabeza. Evidentemente, el misterio, fuera del hecho de que los dos habitantes de la cabaña habían muerto luchando, no tenía explicación. Ante la imposibilidad de aclararlo, dejaron los tres de ocuparse de él para dedicarse a trasladar el equipaje a la cabaña, cerca de cuya puerta no tardaron mucho tiempo en reunirlo.

—Ahora vamos a limpiarla —anunció Wabi alegremente—. Tú, Mukoki, me ayudarás a trasladar los restos de esos infelices. Roderick puede echar una mirada al resto de la cabaña.

Fue muy del agrado del joven este reparto del trabajo, pues deseaba satisfacer su curiosidad sobre las circunstancias del misterioso hecho. ¿No seria posible que descubriese algo que le diera la solución?

Seguía mortificándole la idea fija de querer saber por qué lucharan aquellos dos desgraciados.

En voz baja repetíase la pregunta, mientras iba de un lado a otro. Examinó la silla hecha de ramas de árbol, escudriñó un montón de escombros que se convirtieron en polvo al tocarlos, y dio un grito de triunfo al encontrar dos fusiles que se hallaban en un rincón, apoyados en la pared. Las culatas estaban deshechas, los gatillos encallados por el orín y sus cañones cubiertos de gruesa capa de moho. Con sumo cuidado, casi con cariño, cogió una de aquellas reliquias de tiempos pasados. Tratábase de un fusil de modelo antiguo, cuyo tamaño era casi de la altura de Roderick.

—Son fusiles de la Compañía Hudson Bay —dijo Wabi, viendo el ejemplar que su amigo le mostró—. Recuerdo que mi padre me enseñó uno igual y que me dijo que eran armas que se habían usado antes de que él naciera.

Roderick prosiguió la busca después de esta explicación y halló en una de las paredes restos de un traje y parte de un sombrero que se deshizo entre sus manos. En la mesa había algunas cacerolas roñosas, un cubo de hierro estañado, una cafetera de hierro y restos de cuchillos, tenedores y cucharas; cerca del borde vio un objeto que le llamó la atención. No se deshizo como las demás cosas, cuando lo cogió. Al parecer, era un saquito de cuero, atado por un extremo, y pesaba mucho más de lo que hiciera sospechar su tamaño. Tembláronle las manos de emoción cuando desató la correa, roída por el tiempo, y echó sobre la mesa un pequeño montón de una especie de pepitas de un color verde negruzco. Lanzó un grito agudo que hizo que acudiesen sus compañeros.

Wabi y Mukoki acababan de sacar de la cabaña una parte de los huesos de los esqueletos y corrieron al lado de Roderick para saber qué era lo que le hizo gritar.

Wabi, que había cogido una de las pepitas la sospesaba.

—Diríase que es plomo… a no ser que fuera…

—¡Oro! —exclamó Roderick muy emocionado.

Wabi se fue con la pepita a la luz que entraba por la puerta y allí abrió su navaja para hundir la punta en el objeto enigmático. Antes de dar tiempo a que Roderick examinara el corte que su amigo hizo en aquella especie de bola, elevóse la voz de Wabi en un grito.

—¡Es una pepita de oro! —exclamó.

—¡He aquí el motivo de la lucha! —dijo Roderick muy satisfecho de saber por fin la causa de la tragedia.

El placer de haber descifrado el misterio era para él, de momento, más importante que el oro. En cambio, Mukoki y Wabi hallábanse poseídos de gran nerviosidad; parecían locos. Volvieron el saquito al revés; examinaron todos los objetos que había encima de la mesa, y después investigaron todos los rincones de la cabaña. Roderick, aguijoneado por el ejemplo, tomó finalmente parte en la busca, y buscando estuvieron los tres un buen rato sin proferir palabra, ora de rodillas, ora echados en el suelo, por una parte y por otra, siempre con un ardor delirante. ¡Tal es la atracción del oro virgen! ¡Tales son las chispas que la vista del oro virgen arranca del fuego latente y febril que guardan en el pecho todos los hombres! Cada brizna, cada partícula de polvo, cada inmundo pingajo fue examinado, tamizado, triturado. No se detuvieron hasta que hubo transcurrido una hora, sin que encontrasen nada, lo cual les produjo amargo desengaño.

—Me parece que no hay más —exclamó Wabi, desplegando por fin los labios, después de una hora de silencio. Y después de una nueva pausa, volvió a decir:

—Vamos a despojar de estos trastos la cabaña. Mañana levantaremos el entarimado. No se sabe lo que puede haber debajo, y, de todos modos, hace falta que lo renovemos. Ahora, como se hace pronto de noche, si queremos dormir bien, es necesario que nos demos prisa en adecentar esto un poco.

Comenzaron a sacar rápidamente los escombros, y cuando llegó la noche, ya tenían dispuestas las mantas, y los diversos paquetes, provisiones, etc., colocados en un rincón, bien ordenado todo, como se hace en los barcos, según observó Roderick.

A unos pasos de la puerta, que dejaron abierta, encendieron una buena hoguera y su resplandor iluminaba el interior de la cabaña, a la vez que el calor que se desprendía del fuego hacía agradable la estancia en ella. Los cazadores aumentaron la luz con unas bujías, y todos convinieron en que, desde la salida de Wabinosh, no habían gozado de un momento como aquél. Pronto tuvo Mukoki preparada la cena, que consistía en carne de anta asada, alubias frías que el indio había cocido en el último campamento, pasteles de harina y café caliente. Lo tres cazadores comieron como si no hubiesen probado bocado en ocho días.

La jornada había sido tan emocionante que no se acostaron inmediatamente después de cenar, como hasta entonces tuvieran por costumbre. Sabían que habían llegado al término de su viaje y que lo más duro de la empresa se había realizado. Ya no se acostarían pensando en la larga caminata de la mañana siguiente. Empezaba para ellos la nueva vida, la vida que su imaginación les presentaba llena de felicidad. Tenían el cuartel de invierno establecido. Iba a comenzar la caza, y en estas circunstancias, ya podían entretenerse un rato por la noche.

Roderick, Wabi y Mukoki estuvieron durante largas horas sentados en el umbral de la choza, ante el fuego crepitante que de vez en vez atizaba. A cada instante, recaía la conversación sobre la tragedia que se desarrollara en la cabaña, y a cada instante también, volvían a sospesar con la mano abierta, las pequeñas pepitas que en junto debían de pesar cerca de media libra. Con el descubrimiento del oro, les fue fácil reconstruir el drama. Aquellos dos seres, cuyos esqueletos habían encontrado, debían ser buscadores de oro que se aventuraron por las soledades del Gran Desierto Blanco en una época lejana en la que apenas se conocería su existencia, habrían encontrado aquellas pepitas y las guardaron en el saquito, porque, en aquel entonces, representaban para ellos una pequeña fortuna. Después riñeron por la posesión del oro. Se suscitó una disputa durante el reparto seguramente, y, en el calor de la discusión, sobrevino la lucha fatal. Pero ¿dónde habrían descubierto el oro? La cuestión era muy difícil de resolver, y como para los tres cazadores tenía capital importancia, estuvieron hablando hasta una hora avanzada de la noche. Convinieron, al fin, en que aquellos dos desgraciados debieron ser cazadores, ya que en la cabaña no se encontraron palas ni cribas de las que usan los buscadores de oro. Las pepitas por cuya posesión riñeron, debieron de ser halladas casualmente.

Poco durmieron los tres amigos aquella noche. Al alba ya se hallaban en pie para continuar sus trabajos. Desayunaron con rapidez, para proceder sin pérdida de tiempo a levantar el suelo hecho de troncos que la acción del tiempo había podrido. Una tras otra, saltaron las rústicas tablas, que fueron arrojadas como leña a la hoguera. Revolvieron la tierra con la ayuda de una pequeña pala, y tan a conciencia lo hicieron, que, al mediodía, no quedaba partícula de tierra sin remover. Pero no hallaron más oro.

En cierto modo era un bien para ellos. Tanto Wabi como Roderick se tranquilizaron gradualmente y desapareció su nerviosidad. La fiebre del oro menguaba poco a poco; dejaron de pensar en el desengaño, y volvieron a entregarse al gozo que les producía las perspectivas de la caza. Mukoki comenzó a cortar ramas de cedro para poner un suelo nuevo en la cabaña; los dos jóvenes lavaban los troncos con agua sacada del lago, y después recogieron algunas brazadas de musgo para rellenar los huecos, a fin de que el suelo estuviese suave y liso. Aquella noche guisaron la cena en la estufa de hierro, que, desmontada, habían traído desde Wabinosh en el trineo. Montáronla encima de la antigua estufa de piedra que se había derrumbado. A la luz de las velas continuaron el arreglo del interior de la cabaña, durante cuya labor Wabi entonaba de vez en cuando algún canto indio. Roderick silbaba hasta que la garganta se le secaba y Mukoki gruñía y hablaba con creciente volubilidad. Con frecuencia se congratulaban de la buena suerte que habían tenido hasta entonces, puesto que contaban con ocho cabezas de lobo, una hermosa piel de lince y casi doscientos dólares en oro. Fue tan grande el entusiasmo que sintieron por lo mucho que habían conseguido, que hicieron pocos esfuerzos para reprimir la alegría.

Mukoki puso a hervir aquella noche en una gran cacerola buena cantidad de huesos de anta que soltaron mucha grasa, y como Roderick le preguntara qué clase de sopa era la que estaba haciendo, respondió cogiendo un manojo de trampas de acero que sumergió en el líquido:

—Trampas oler bien así —dijo—, para zorros, lobos, martas. Todos venir… gustar olor.

—Si Mukoki no hiciera eso —explicó Wabi—, raro sería el lobo, zorro o marta que acudiría al cebo, porque huelen la mano del hombre que tocó el acero. Así la grasa los atrae, pues es el único olor que perciben.

Cuando los cazadores se dispusieron a acostarse aquella noche, la cabaña no dejaba nada que desear en cuanto a comodidad, y lo único que les faltaba eran tres tarimas donde dormir mejor. Habían convenido que este trabajo lo hiciese en algún rato libre cualquiera de ellos. Al acostarse acordaron que al día siguiente se pondrían en camino a la hora del alba para colocar las trampas en diversos sitios y para ver si hallaban alguna pista de lobos, caza en que era Mukoki uno de los hombres más hábiles del Norte.