Capítulo VIII

Comenzaba a caer la tarde. Wabi y Mukoki regresaban a la cabaña, cargados con la carne del caribú. Apresuraron los preparativos de la cena, porque al día siguiente, y los demás, se levantarían antes del alba y caminarían hasta la noche, y era conveniente acostarse muy temprano para descansar lo suficiente.

Los tres cazadores sentían gran impaciencia por comenzar la caza. Hasta Wolf estirábase nervioso y husmeaba el aire, como si deseara que se aproximasen los dramas en los que había de tomar parte…

—Si tienes bastante resistencia —dijo Wabi a Roderick, mientras cenaban—, no perderemos, de ahora en adelante, ni un solo minuto. Mañana nos toca hacer, por lo menos, veinticinco o treinta millas. Es posible que al mediodía estemos ya en un terreno favorable a la caza, pero también puede ser que tardemos dos o tres días en llegar a él. Sea como fuere, no tenemos tiempo que perder… ¡Hurra! ¡Ya se acerca el día de la gran caza!

Cuando le despertaron parecióle a Roderick que apenas había tenido tiempo de conciliar el sueño. Al abrir los ojos, vio la cara alegre de Wabi, iluminada por la luz de la hoguera.

—¡Arriba, Roderick! ¡Es la hora! —dijo el amigo—. El desayuno está hecho, y todos los paquetes han sido colocados en el trineo. ¡Y tú aún soñando! ¿En quién o en qué?

—¡Con Minetaki! —contestó Roderick con franqueza.

Se levantó rápidamente, estiró un poco sus vestidos y alisó su desgreñada cabellera con la mano. Era aún de noche, pero Wabi le aseguró que, según su reloj, ya habían dado las cinco de la mañana.

Mukoki dispuso el desayuno sobre una piedra plana, cerca del fuego.

Comieron deprisa, y poco después, la pequeña caravana se puso en marcha. Roderick expresó su disgusto por haber perdido el fusil. Iba a entrar en parajes donde la caza abundara y no tenía fusil. Oyéndole quejarse de su mala suerte, le ofreció Wabi una solución aceptable. Harían turno en el uso del suyo. Cada uno lo tendría a su disposición un día. Y lo mismo harían con el revólver de gran calibre que poseía Wabi, con lo cual el que no tuviera una cosa, tendría otra. Esta solución de la dificultad consoló un poco al atribulado joven, y cuando los tres comenzaron a descender de la montaña, Roderick llevaba el fusil, porque Wabi había insistido comenzara por él el turno.

Una vez fuera del terreno rocoso de la cima, los dos muchachos unieron sus fuerzas para tirar del toboggán, mientras Mukoki iba delante de ellos pura trazar el camino. Asistió Roderick, por primera vez en su vida, a lo que se llama trazar un camino en las selvas. Era Mukoki uno de los más hábiles trazadores, o, mejor dicho, «buscadores de sendas», y en la despejada campiña por la que caminaban, se hallaba en su elemento. Daba grandes trancos y, a cada uno de ellos, lanzaba a lo alto gran cantidad de nieve, dejando así tras él un camino ancho y liso, en el que la nieve quedaba aplastada por el peso de su cuerpo, de modo que Wabi y Roderick pudieran seguirle sin hundirse en ella.

Después de recorrer media milla, Mukoki se detuvo y esperó a que sus compañeros llegasen.

—¡Anta! —exclamó señalando unas huellas que advertíanse en la nieve.

Roderick se inclinó ávidamente sobre ellas.

—La nieve aún se desprende dentro de las huellas —dijo Wabi—. Observa ese pedazo, Roderick. ¿Ves cómo va cayendo poco a poco? Es un anta vieja, de gran tamaño, y no hace una hora que pasó por aquí.

A medida que los cazadores avanzaban, hallaban con más frecuencia huellas de animales que revelaban sus andanzas nocturnas. Cruzaron repetidas veces la pista de un zorro y descubrieron al fin que el astuto merodeador nocturno había cazado una gran liebre. La nieve hallábase cubierta de sangre y despojos. Wabi se había quedado pensativo y examinaba las huellas con atención.

—Lo interesante sería saber de qué clase de zorro se trata. Todas las luchas de estos animales se parecen. Desde el punto de vista pecuniario la cuestión tiene suma importancia. El zorro que por aquí pasó puede representar una fortunita…

Mukoki hizo un gesto de alegría.

—Explicate, Wabi —rogó Roderick.

—Pues bien —dijo Wabi—. Si este zorro es de los de pelo rojo, no vale más allá de quince dólares. Si se trata de un zorro negro, nos darían por su piel de cincuenta a sesenta dólares, y de setenta y cinco a cien, si es lo que se llama un cruzado, es decir, mezcla de negro y de plata. Y si fuese…

—… Gris plata —le interrumpió Mukoki.

—Entonces —continuó diciendo Wabi—, su piel valdría doscientos dólares sí es pequeño, y de quinientos a mil dólares si es de buen tamaño. Supongo que ahora ya te harás cargo de que sea tan interesante saber qué clase de zorro es el que pasó por aquí. Pues si fuese un cruzado o un gris plata, valdría la pena de perseguirle. Lo más probable es, sin embargo, que no sea más que uno de pelo rojizo, y su persecución nos haría perder el tiempo.

Los conocimientos de Roderick iban aumentando constantemente. Pudo observar las huellas de los lobos, que parecían ser de perros grandes. Luego vio las leves de un ciervo, y las largas y espaciadas de un lince errante. Pero ninguna le llamó tanto la atención como las formidables del anta. ¡Qué enorme debía de ser aquel animal que dejara tales huellas!

Seis veces hicieron alto los cazadores durante la mañana, para descansar un poco. Al mediodía calculó Wabi que habrían recorrido unas veinte millas. Roderick afirmó, a pesar de sentirse ya un poco fatigado, que aún haría diez millas más. Cuando, después de comer, emprendieron de nuevo la marcha, el aspecto del paisaje cambió: la campiña era más escarpada. Un pequeño río, por cuya orilla marcharon durante un buen rato, se transformó en torrente y sus aguas fluían raudamente por entre las heladas riberas. Volvieron a aparecer bloques erráticos y grandes masas de piedras, junto a grandes colinas cubiertas de bosque. Mostrábase más pintoresco el paisaje. Hacia el Este destacábase una cadena de montañas escarpadas y abruptas. Aumentaba el número de pequeños lagos, y a cada instante veíanse obligados a cruzar riachuelos helados.

Lo que más alegraba a los cazadores era la frecuencia con que encontraban huellas de animales. Casi todos los lugares parecíanles propicios para establecer el campamento de invierno. Resolvieron, sin embargo, elegir el más conveniente, más despacio, y siguieron caminando.

Después de subir, guiados por Mukoki, a una alta colina que les interceptaba el paso, hicieron otro alto, maravillados por el espectáculo sorprendente que se ofrecía a su vista.

Habían descubierto el sitio ideal en una hermosa hondonada que se hallaba al otro lado de la colina, formada por el majestuoso anfiteatro de un bosque de cedros, bálsamos y abedules en medio del cual dormía un lago minúsculo y de bello aspecto. A un extremo del lago había una extensión de terreno liso que debía de ser pradera en verano.

Mukoki echó su carga al suelo sin decir nada. Wabi desató las correas con las que tiraba del trineo. Roderick siguió el ejemplo de sus amigos y dejó en el suelo su pequeña carga. Wolf, estirando un poco la cuerda que lo sujetaba, miraba hacia la hondonada, como si también supiera que allí pasaría el invierno.

Wabi fue el que rompió el silencio.

—¿Qué te parece el sitio, Muki? —preguntó.

El rostro del indio resplandecía de satisfacción. Mucha madera para fuego. Mucha agua.

Dejando a Wolf con el trineo y los paquetes, se dirigieron los tres hacia el lago. Apenas se hallaron ante él, Wabi se detuvo y lanzó una exclamación de sorpresa, señalando al mismo tiempo hacia el bosque del lado opuesto.

—¡Mirad lo que hay allí!

A unos cincuenta metros de distancia, y casi oculta por los árboles, había una cabaña. Pese a lo lejos que estaban, vieron los tres cazadores que la cabaña no se hallaba habitada. La nieve amontonábase abundantemente a su alrededor. No sobresalía del techo ninguna chimenea. No había en ella señal de vida.

Poco a poco, fueron acercándose los cazadores a la cabaña y mucho antes de llegar a ella advirtieron el mal estado en que se hallaba. Los troncos de árbol con que había sido construida, mostraban señales de podredumbre; en el techo habían echado raíces las semillas de arbustos que trajera el viento. Seguramente, su construcción databa de muchos años atrás. La puerta, de troncos también, daba sobre el lago y se hallaba también la única ventana.

Mukoki trató inútilmente de abrir la puerta. Ésta no cedía, a pesar de que él descargó sobre ella todo el peso de su cuerpo. Era evidente que se hallaba atrancada fuertemente por dentro.

A la sorpresa que experimentaran los tres amigos, siguió entonces la curiosidad. ¿Cómo era posible que la puerta estuviese cerrada por dentro, y la ventana también, si no había nadie en el interior de la cabaña?

Durante algunos instantes, los tres permanecieron silenciosos.

—Parece muy extraño; ¿verdad, Mukoki? —preguntó por fin Wabi.

Mukoki se había arrodillado al lado de la puerta, pero nada logró oír. Entonces, decidido, se desató las raquetas de los pies, cogió el hacha y se dirigió a la ventana.

Después de dar doce hachazos, logró hacer una pequeña abertura, por la cual volvió a escuchar con un poco de recelo. Un vaho de humedad y de moho llegó hasta él, pero no oyó ruido ninguno. Cogió de nuevo el hacha, echó toda la ventana abajo e introdujo su cabeza en la abertura. Poco a poco, fueron sus ojos acostumbrándose a la oscuridad del interior. Introdujo parte del cuerpo y se detuvo.

—¡Anda, hombre! —le apremió Wabi, quien se hallaba muy cerca del indio.

Éste no contestó. Durante un minuto estuvo inmóvil y silencioso.

Luego, muy poco a poco como si temiera despertar a una persona dormida, se deslizó al suelo. Cuando se volvió hacia sus compañeros. Roderick vio en la cara del indio una expresión nueva en él.

—¿Qué pasa, Mukoki?

El viejo emitió unos sonidos entrecortados, como si le faltara el aliento.

—¡Cabaña… estar llena de veinte mil hombres muertos! —pudo decir por fin.