Exhausto y con todo el cuerpo dolorido por el excesivo esfuerzo que realizara aquel día, la noche fue para Roderick Drew una sucesión de agitados sueños. Mientras que Wabi y el indio, como buenos veteranos del Gran Desierto Blanco, durmieron en perfecto sosiego, el joven ciudadano se despertó varias veces sobresaltado, a la vez que lanzaba un gran suspiro o un agudo grito, atemorizado por peligros imaginarios. Entonces, aterrado, incorporábase en su lecho de bálsamo para cerciorarse de que soñaba.
En uno de aquellos sobresaltos, y cuando por décima vez se incorporó, parecióle oír pasos. Roderick se desperezó un poco, frotóse los ojos y echó una mirada sobre sus compañeros. Viéndoles durmiendo tranquilamente, volvió a echarse. Momentos después levantó la cabeza rápidamente. Hubiera jurado que había oído pasos cerca del campamento, pasos cautelosos en la nieve que crujía. Conteniendo la respiración, escuchó con atención. Ni un solo ruido, aparte el chisporroteo de la hoguera interrumpía el silencio de la noche. ¡Un sueño más! Tranquilizado, nuevamente se arrebujó en las mantas y trató de dormirse. De súbito se le paralizaron los latidos del corazón.
¿Qué ruido era aquél?
Hallábase muy despierto y había oído un crujido de pasos en la nieve. Lentamente y con precaución, se incorporó primero, y como los pasos se oían cada vez más claramente, se levantó, sin dejar de escuchar. Alguien andaba cerca, alejándose unas veces, aproximándose otras. La luz vacilante de la hoguera, medio apagada, reflejábase aún con destellos rojos en la superficie de la gran roca. A esta luz incierta vio Roderick moverse algo junto a la roca. Una forma oscura avanzaba cautelosamente hacia el refugio.
El extraordinario descubrimiento paralizó un instante los miembros del joven. No obstante, pronto se sobrepuso al terror que le invadiera y se dio cuenta de la situación. ¡Los Woongas les habían seguido! ¡Iban a caer sobre el campamento indefenso! Casualmente, tocó con la mano el cañón del fusil de Wabi. El contacto con el frío acero le sugirió una idea. No había tiempo que perder para despertar a su amigo. Al mismo tiempo que cogía con cautela el fusil de Wabi, vio que la forma sospechosa se aproximaba agrandándose. Después se detuvo como preparándose para el asalto.
Una profunda aspiración… una detonación que retumbó como un trueno… y sus compañeros se hallaron en pie.
—¡Nos atacan! —exclamó Roderick—. Pronto… Wabi… Mukoki…
El joven se hallaba arrodillado; en las manos tenía el fusil, humeante aún. Entre las sombras, un poco más allá de la hoguera, revolvíase un cuerpo en las convulsiones de la agonía.
El viejo indio se había arrodillado al lado de Roderick y tenía también su fusil al hombro; entre los dos se hallaba Wabi, con el brazo extendido y en la mano su enorme revólver.
Al cabo de unos minutos, dijo Wabi en voz baja:
—Se han marchado.
—Pues yo he visto uno —respondió Roderick con voz apagada por la emoción que le embargaba.
Mukoki, apartando unas ramas de las que formaban el refugio, se aventuró a salir, con las naturales precauciones. Viéronle los dos jóvenes acercarse al sitio donde yacía la víctima de Roderick. Cuándo estuvo al lado de ella, se inclinó y luego volvió a levantarse con una exclamación, tirando a la vez los despojos mortales de su enemigo hacia la luz de la hoguera.
—¡Woongas! ¡Ah! ¡Ah! —exclamó—. ¡Roderick matar bonito lince muy gordo!
Roderick, se retiró un poco avergonzado y entró en la cabaña, mientras que Wabi, dando un gran grito que levantó ecos en la noche, se marchó hacia el sitio donde se hallaba Mukoki.
—¡Woongas! ¡Ah! ¡Ah! —volvió a exclamar el indio—. ¡Bonito gran lince! Roderick tirar bien a la cabeza.
Cuando Roderick salió de nuevo de la cabaña y se unió a sus compañeros, Wabi comparó el gesto de su amigo con el de un cordero que bala.
—Podéis burlaros de mí —dijo—, pero… ¿y si hubiesen sido los Woongas?… ¡Vive Dios! Si alguna vez sufrimos un ataque, yo os prometo que no me he de mover. Allá os las compongáis vosotros.
A pesar de que se burlaban de él, Roderick estaba muy orgulloso de haber matado por primera vez a un lince y de la talla de aquél. La fiera se sintió atraída hacia el campamento por el hambre que la acosaba, esperando seguramente hallar allí restos de comida. Wolf se había mantenido quieto prudentemente, sabiendo que no le convenía habérselas a solas con el enemigo hereditario de los de su raza.
Mukoki, sin dejar que el animal se enfriase, comenzó a despellejarlo con su peculiar destreza.
—Vosotros ir otra vez a dormir —dijo—. Yo hacer otro gran fuego… después dormir también.
El incidente tragicómico libró a Roderick de nuevas pesadillas. Durmió tranquilo hasta muy entrada la mañana y cuando despertó por fin, sorprendióle un hermoso día de sol. Wabi y el indio estaban preparando el almuerzo, y el alegre silbar del primero dio a Roderick la seguridad de que no habla por qué temer a los Woongas. Rápidamente, se levantó el joven y salió de la cabaña.
Alrededor del campamento, que se hallaba en la parte más alta de la montaña, extendíase un inmenso y maravilloso panorama. Los árboles, las rocas, toda la montaña, estaba cubierta por una espesa capa de nieve, cuya blancura resplandecía bajo los rayos del sol. El páramo selvático se le mostraba en su máxima grandeza. Tan lejos como alcanzaba la vista, extendíase la blanca manta de nieve hacia el Norte y hasta la bahía del Hudson. Enmudecido por el espectáculo sorprendente contempló Roderick los enormes bosques negros que divisábanse a sus pies, los valles y las colinas que se sucedían hasta lo invisible, interrumpidos por gran número de pequeños lagos de brillante superficie y por un ancho río que, con sus aguas congeladas, semejaba una cinta de plata. Aquél no era el páramo siniestro, desierto, que se había figurado inspirado por las descripciones de las novelas. Al contrario, la Naturaleza allí, por su variedad y por su blancura inmaculada, semejaba algo irreal y maravilloso. Palpitábale el corazón de gozo ante tanta belleza.
Mukoki se había colocado silenciosamente a su lado y le habló con su voz gutural, contemplando también el panorama:
—¡Muchos caribús allá bajo, muchos caribús! No haber hombres. No haber casas.
Roderick hundió su mirada en los ojos del viejo, que parecía también muy emocionado. Diríase que éste trataba de ver más allá de donde la vista alcanzaba, para poder percibir hasta lo más lejano de la bahía del Hudson.
Wabi, que se reuniera también con sus amigos, puso la mano en el hombro de Roderick.
—Muki —dijo— ha nacido allá lejos, en un punto tan lejano, que nuestra vista no alcanza a él desde aquí. Allí, siendo joven, hizo el aprendizaje de cazador.
Después llamó la atención de Roderick sobre la extraordinaria transparencia de la atmósfera, la cual acortaba aparentemente las distancias.
—¿Ves aquella montaña que parece una gran nube y que uno cree poder tocar con la mano? Pues está a treinta millas de distancia. ¿Y aquel lago que parece hallarse al alcance de la bala de nuestro fusil? Cinco millas nos separan de él. Y no obstante, si un anta, un caribú o un lobo atravesasen su superficie helada, los distinguiríamos claramente.
Durante algunos minutos siguieron los tres mirando en silencio. Luego, Wabi y el indio regresaron junto a la hoguera para preparar el almuerzo, dejando a Roderick solo con su admiración. ¡Cuántos misterios, cuántas tragedias no descritas, cuánto romanticismo no soñado, qué tesoros de dólares y de oro debían encerrar aquellas vastas regiones! En el transcurso de miles y miles de años había sido así; pocos hombres blancos hollaron sus soledades, y sus razas indígenas aún vivían como en tiempos prehistóricos.
Roderick abandonó con sentimiento la contemplación del panorama cuando sus compañeros le llamaron para que almorzase, lo que no impidió que hiciese honor a la comida. Wabi y Mukoki habían convenido ya que no continuarían aquel día la marcha, sino que, por varias razones, permanecerían en el campamento hasta el día siguiente.
—Después de la nieve que ha caído —explicó Wabi a Roderick—, no podemos caminar sin raquetas, y necesitamos el día de hoy para enseñarte a andar con ellas. Además, la nieve ha borrado todas las huellas de los animales que pensamos cazar, y ni antas, ni renos, y menos aún los lobos, saldrán de sus escondrijos hasta la tarde. Por tanto, sería inútil continuar ahora. Mañana, por el contrario, veremos toda clase de huellas y sabremos a qué atenernos, y podremos ver si este país parece ser propio para la caza, en cuyo caso nos quedaríamos aquí y estableceríamos nuestro cuartel de invierno.
—¿Crees, pues, que estamos bastante alejados de los Woongas? —preguntó Roderick.
Mukoki emitió una especie de gruñido.
—Woongas no subir montaña. Atrás mucho buen país para cazar. Quedarse en él.
Mientras almorzaban, el joven hizo muchas preguntas acerca de las blancas soledades hacia las cuales se dirigían. Y las contestaciones no hicieron sino aumentar el entusiasmo que ya sentía. Terminado el almuerzo, Roderick manifestó su deseo de ensayarse inmediatamente en el uso de las raquetas de nieve. Estuvo haciéndolo por espacio de una hora, guiado por Wabi y Mukoki, a lo largo de la cima de la montaña. Sus amigos le aplaudían cuando lo hacia bien, y se echaban a reír cuando daba algún tumbo en la blanda nieve. Al mediodía tuvo Roderick la convicción secreta de haber adelantado mucho en el aprendizaje.
El resto del día, pasó agradablemente. Sin embargo, Roderick no dejó de notar que Wabi parecía estar preocupado. Por dos veces lo halló solo en la cabaña, muy pensativo, y como la actitud de su amigo le inquietara, decidióse a preguntarle:
—Quiero que me digas lo que te pasa, amigo Wabi. ¿Te ha sucedido algo?
Wabi se serenó y se echó a reír.
—¿Has tenido alguna vez un sueño que no pudiste olvidar? —preguntó a su vez—. Pues bien: yo tuve uno anoche, y desde entonces, no sé por qué, no puedo menos de estar intranquilo por mi gente, especialmente por Minetaki. Ya sé que es una tontería, ¿verdad? ¡Escucha! ¿No acaba de silbar Mukoki?
Salieron de la cabaña para ver lo que pasaba, y vieron venir corriendo a Mukoki.
—¡Ver cosa divertida! —exclamó al hallarse cerca—. ¡Pero pronto! ¡Venir!
Volvió a dirigirse de nuevo hacia el borde abrupto de la cima, seguido de cerca por los dos muchachos.
—¡Caribú! —dijo en voz muy baja, cuando los dos estuvieron a su lado—. ¡Caribú hacer gran fuego!
Señaló un punto que se columbraba en la inmensa y blanca llanura. A unos tres cuartos de milla, sobre un pequeño terraplén de la parte baja de la montaña, había media docena de animales que se conducían de un modo muy extraño. Eran caribús, ese animal maravilloso del Norte, que pasado el grado sesenta de latitud se conoce por el nombre de reno. De ellos había leído Roderick en sus libros asombrosas descripciones. Por primera vez pudo admirarlos en la vida real. Precisamente en aquel momento los animales entregábanse a su juego favorito, conocido en los parajes de la Bahía del Hudson con el nombre de Danza del Caribú.
—¿Pero qué diablos hacen? —preguntó espoleado por la curiosidad.
—¡Hacer gran diversión! —dijo Mukoki, y empujó a Roderick para que se ocultara mejor detrás de la roca.
Wabi humedeció un dedo con saliva y lo levantó cuanto le permitió la longitud del brazo, procedimiento que usan los indios para descubrir la dirección del viento. El lado opuesto a la dirección del aire, permanece húmedo, mientras que el otro se seca rápidamente.
—El viento nos es favorable, Muki. No pueden descubrirnos por el olfato —dijo—. Tenemos, pues, una magnífica ocasión para disparar sobre ellos. Vete y hazlo tú, que Roderick y yo permaneceremos aquí para ver cómo te portas.
Mientras Mukoki regresó a la cabaña para buscar su fusil, Roderick siguió gozando del distante y divertido espectáculo. Dos ejemplares más habíanse unido al grupo de caribús. Reflejábase el sol en sus grandes astas cuando movían las cabezas al hacer sus evoluciones de payaso. Tres o cuatro de ellos se separaban del resto de la manada y echaban a correr con la rapidez del viento, como si les persiguiese su mayor enemigo. A una distancia de dos o trescientos metros, se paraban de pronto y se agrupaban formando un circulo como si de todas partes viniese la amenaza; después se desbandaban y regresaban al punto de origen con la misma rapidez. Otro juego atrajo también la atención de Roderick, y tan extraño e imprevisto resultó para él, que quedó boquiabierto, mientras que Wabi, que conocía el espectáculo, se reía entre dientes. Uno de aquellos ágiles animales se destacó de la manada y se puso a dar vueltas alrededor del mismo punto, saltando y coceando al mismo tiempo, para dejarse caer al fin como una bailarina que hubiese terminado su número. Después el caribú simulaba una nueva huida y los demás le perseguían en loca carrera.
—Son los animales más curiosos, más astutos y más veloces del Norte Si el viento les es favorable, notan la presencia de un hombre desde lo más alto de una montaña, y tienen el oído tan fino, que te oyen hablar o andar a la distancia de una milla… Pero mira por este otro lado.
Señaló por encima del hombro de Roderick. Mukoki había llegado al llano donde jugaban los caribús y avanzaba cautelosamente hacia ellos. Roderick reprimió con dificultad un grito de sorpresa.
—¡Le van a ver! ¿Verdad?
—Mukoki sabe lo que hace —contestó Wabi—. Acuérdate de que nosotros lo vemos desde aquí todo clarísimo, mientras que desde abajo se ve mucho menos. Muki mismo no podrá distinguir nada a treinta metros de distancia. Sabe el camino que ha de recorrer y lo hará como si anduviese por una calle recta, pero no verá a los caribús hasta que llegue a aquel ángulo que se distingue desde aquí.
La emoción de Roderick crecía por momentos, en tanto que el indio se acercaba cada vez más a su presa. «Rara vez, pensó Roderick, habrá tenido un hombre de la ciudad la suerte de contemplar este espectáculo». Y recordó la escena desde su principio: los saltos y huidas juguetones de los animales, él cauteloso proceder del indio, cada una de las rocas y de los árboles que formaban parte del escenario… todo, absolutamente todo. Ni la menor fase de este drama de la selva escapó a su percepción. Pasaron cinco minutos, diez, quince. Vieron que Mukoki se paraba levantando una mano para averiguar la dirección del viento y que luego se echaba al suelo y avanzaba arrastrándose, poco a poco, tan lentamente que parecía estar inmóvil.
—Ahora los oye pero no los ve —dijo Wabi—. ¡Mira! Escucha, oído en tierra. Ya cogió otra vez la dirección. ¡Bravo, Muki!
El indio seguía avanzando a gatas. Roderick contenía emocionado la respiración. ¿Aún no disparaba Muki? ¿Es que no iba a disparar nunca?
—¿Cuánta distancia le falta aún, Wabi?
—Unos cien metros, tal vez más —contestó éste—. Está aún demasiado lejos para disparar, todavía no los ve bien.
Roderick apretó el brazo de su compañero. Mukoki se había detenido, encogiéndose hasta tal extremo, que sólo parecía un punto negro en la nieve.
—¡Ahora!
Hízose un gran silencio. Los animales hablan interrumpido sus juegos como paralizados por el conocimiento del peligro que se les avecinaba. En aquel instante, los dos amigos oyeron la detonación del disparo.
—¡Falló! —exclamó Wabi.
Y la nerviosidad le hizo ponerse en pie. Vieron que los ocho caribús huían velozmente por el llano. Oyeron otro disparo y después otro. Cayó uno de los animales, pero volvió a levantarse y siguió huyendo. Otro disparo de Muki, la quinta y última bala de la cámara de su fusil. Esta vez no volvió a levantarse el animal herido.
—¡Buen tiro! ¡A ciento cincuenta metros cuando menos! —exclamó Wabigoon, riendo alborozadamente—. ¡Ya tenemos carne fresca para la cena, Roderick!
Mukoki, después de haber disparado, avanzó hacia el lugar donde poco antes jugueteaban los caribús y cuyo suelo aparecía ahora enrojecido por la sangre.
Sacó el cuchillo de la vaina y se arrodilló al lado de la pieza cobrada.
—Voy a ayudarle —dijo Wabi—. Tú quédate aquí. Aún no estás muy fuerte y te costaría mucho volver a subir la montaña. Ve a avivar un poco el fuego, mientras Mukoki y yo traemos la carne.
Durante más de una hora se entretuvo Roderick en recoger leña para la noche y en seguir sus prácticas con las raquetas de nieve. Sorprendióse al caminar con ellas con gran agilidad, y no dudó de que, aun siendo neófito, podría hacer en un día cuando menos veinte millas.