Hallábase Wabi ensimismado, envuelto en un silencio universal, cuando, de pronto, un ruido seco le arrancó un grito de sorpresa. Había oído la detonación de un disparo de fusil, al que siguió inmediatamente otro, después un tercero y así contó hasta cinco.
¿Qué significaba aquello? De un salto se puso en pie; latíale con fuerza el corazón, porque las detonaciones pareciéronle del fusil de Mukoki. ¡Y, sin embargo, era imposible que el indio cazara entonces! Habíanlo convenido así para no delatar su presencia en aquellos parajes.
—¿Era posible que Roderick y Mukoki hubiesen sido atacados por alguien? El momento no era propicio para dedicarse a reflexiones superfluas y, comprendiéndolo así, Wabi se puso de nuevo en camino, avanzando con la mayor rapidez posible.
Si sus compañeros se hallaban en peligro, no debía perder un minuto, y aun así era indudable que llegaría tarde. Después de la quinta detonación, volvió a reinar el más profundo silencio, lo que aumentaba la angustia del joven. Si había habido una emboscada, ya debía haber terminado todo. Y, mientras corría, cegado por la nieve, el dedo en el gatillo del fusil, pronto a disparar, estaba atento a si oía otro ruido de lucha, tiros de fusil o de revólver o los gritos de triunfo de los vencedores.
Llegó pronto a un lugar donde el valle se estrechaba de tal modo, que el Ombakika, congelado, y que en aquel sitio no pasaba de ser un torrente, desaparecía por completo a causa de los grandes cedros cuyas ramas se juntaban por encima del cauce.
La estrechez de aquella hondonada rocosa, aumentaba el aspecto siniestro de los oscuros cedros y del crepúsculo grisáceo del cielo del Norte, donde el día en el mes de noviembre, muere a las primeras horas de la tarde.
Antes de penetrar en las sombras de los cedros, Wabi se detuvo un momento para escuchar mejor. No oyó otra cosa que los latidos de su corazón, que golpeaba su pecho con la fuerza de un martillo. No era el miedo el que detenía sus pasos, porque ningún peligro le amenazaba al parecer, pero…
¿Qué había allí, detrás de aquellos cedros que parecía atisbar entre la nieve?
Por instinto, tan irracional como el de los animales, Wabi cayó de rodillas. Nada había visto; nada había oído. Sin embargo, tanto se agachó, que semejaba un lobo en acecho. Con terrible resolución, dirigía el cañón del fusil hacia las compactas tinieblas formadas por los cedros. Algo se aproximaba, con precaución y extrema lentitud. Wabi lo sabía; pero, aunque su vida dependiera de ello, no hubiera podido explicar por qué. Agachóse más. Sus ojos despidieron destellos de emoción. Pasó un minuto tras otro, sin que se oyera ruido alguno. Luego resonó la gritería del pájaro de las antas[4] desde lo alto de los cedros. Largos años de experiencia habían enseñado a Wabi que el canto de aquel pájaro debía interpretarse como un aviso. Tal vez un zorro lo había asustado, tal vez el pájaro acechaba a un anta o a un ciervo, y también pudiera ser que fuera la presencia de un ser humano lo que atrajera la atención del animal.
Wabi se puso rápidamente en pie y se apresuró a esconderse en las sombras de los cedros que bordeaban el río. Protegido por ellos, avanzó a lo largo de la orilla. Luego detúvose de nuevo, buscando refugio detrás de un tronco caído. Desde allí dominaba la estrecha abertura formada por las ramas de los cedros sobre el cauce, y quienquiera que saliera de las sombras tendría que pasar a pocos pasos de él. Su emoción aumentaba por momentos. Creyó oír un ruido semejante al chocar casualmente con la rama muerta de un árbol.
De súbito, le pareció ver algo…, una sombra poco precisa que aparecía de cuando en cuando sobre la nieve y volvía a desaparecer. Quitóse la nieve de los ojos y escudriñó con más atención. La sombra volvía a aparecer, más grande y más precisa esta vez. No cabía duda. Lo que había despertado al pájaro de las antas se acercaba poco a poco, sin ruido. Wabi se afianzó el fusil al hombro, y, con el dedo en el gatillo, se dispuso a enviar la muerte en un balazo. Sin embargo, el joven conocía demasiado bien los usos de la selva para disparar antes de tiempo. Paso a paso, avanzó la sombra hasta que Wabi distinguió que se trataba de dos hombres. Aproximábanse en actitud cautelosa, como si esperasen ser sorprendidos por algún enemigo.
Wabi experimentaba una gran alegría. No podía haber señal más segura de que sus amigos vivían aún. Porque, ¿qué motivos podrían tener los Woongas para proceder de esta manera si, habiendo tendido una emboscada a sus compañeros, hubieran salido victoriosos? Con el mismo espanto que si sintiera el contacto de una mano helada en la garganta, surgió la contestación en la mente de Wabi: ¡sus amigos debieron caer en la emboscada y aquellos dos Woongas habían seguido sus huellas seguramente para matarle a él!
Muy suavemente, muy poco a poco, iba Wabi apretando el gatillo… Algunos pasos más y…
Las sombras se habían detenido y juntáronse como si se consultasen. No le separaba de ellos una distancia de más de seis metros y Wabi bajó por un instante el cañón del fusil. Llegaba a él el ininteligible murmullo de sus voces.
—All right!
¡Aquello no era el inglés de un Woonga! Semejaba más bien…
Wabi no vaciló en llamar con voz queda:
— ¡Mukoki…, Roderick!
En un instante se reunieron los tres amigos, estrechándose las manos en silencio. La palidez cadavérica del rostro de Roderick, las líneas duras de las facciones de Mukoki y de Wabi demostraron plenamente la enorme tensión de nervios que habían sufrido.
—¿Tú disparar? — preguntó Mukoki en voz baja.
— ¡No!—contestó Wabi, muy sorprendido—. ¿No disparaste tú?
— ¡No!
No dijo más el indio, pero la negativa encerraba un peligro. ¿Quién había disparado los cinco tiros? Los amigos se miraron sorprendidos, interrogándose con la mirada. Sin proferir una palabra, señaló el indio hacia la parte del río de la que viniera Wabi. Éste movió la cabeza.
—No vi ninguna huella — dijo—. Nadie ha cruzado el río.
—Yo creí que estaban allí — dijo Roderick, y señaló hacia el bosque. Pero Mukoki afirmó que no podía ser.
Durante largo rato permanecieron los tres en silencio, escuchando atentamente. A una distancia de media milla, oíase por la parte del bosque el aullido de un lobo. Luego hízose el silencio otra vez.
Mukoki continuó la marcha río arriba, y sus dos compañeros le siguieron. Un cuarto de milla más allá, el río era aún más estrecho y se hallaba encajado entre grandes masas de rocas que formaban altas y abruptas colinas. Los cazadores no pudieron seguir andando por la superficie del río, porque éste desaparecía por entre las gigantescas rocas.
Abandonando el fondo del valle, los tres amigos escalaron las rocas y llegaron al cabo de diez minutos a la cima, donde, al abrigo de una piedra, quedaban los rescoldos de una hoguera. Era el sitio donde el indio y Roderick habían acampado para esperar a Wabi, antes de oír los disparos, que también ellos atribuyeron a alguna emboscada.
Mukoki había dispuesto ya contra la roca un agrada- dable refugio lleno de tiernas ramas de bálsamo, y cerca del fuego, al lado del cual se hallaba echado el indio al sonar los disparos, veíase un gran trozo de carne ensartada. El sitio era ideal para acampar, y después de un día de arduo trabajo, los dos jóvenes pensaban con placer en el descanso, a pesar de que los enemigos podrían rondar cerca. Tanto Roderick como Wabi se habían hecho el ánimo de pasar allí la noche y empezaban a remover el fuego, cuando les llamó la atención la singular actitud del viejo Mukoki. Apoyábase el indio en su fusil, inmóvil, mirando con desaprobación el afán con que los dos jóvenes querían avivar el fuego. Wabi, que estaba de rodillas a su lado, lo interrogó con la mirada.
—No hacer fuego, no — dijo Mukoki moviendo la cabeza—. Imposible quedar aquí. Ir más allá…, otro lado montaña.
Se había erguido y señalaba con el brazo extendido al Norte.
—El río dar muchas vueltas en la montaña — dijo—. Después gran cascada, y después pantano. Buen refugio para antas. Después, otra vez río grande. Nosotros ir allí, pasar toda la montaña. Nevar toda la noche. Mañana no haber huellas para Woongas. Si quedar aquí, hacer mucho huella y Woongas seguir como diablos. Muy claro.
Wabi se levantó y en su rostro reflejóse un amargo desengaño. Desde las primeras horas de la mañana había recorrido muchas millas y sentía una fatiga tan grande que hubiese arrostrado el peligro de permanecer en aquel campamento con tal de poder comer y dormir.
Peor que el suyo era el caso de Roderick, aunque caminara menos que él durante el día. Miráronse los dos muchachos durante algunos instantes, silenciosos y tristes, esforzándose por disimular el disgusto que les causaba el consejo de Mukoki. Sin embargo, Wabi era demasiado razonable para oponerse deliberadamente a las indicaciones del viejo indio. Si éste afirmaba que sería peligroso pasar allí la noche, era preciso creerlo. Hacer otra cosa hubiera sido una locura.
Sacó Wabi, pues, fuerzas de flaqueza, animó con la mirada a Roderick, y volvió a cargarse la mochila que poco antes echara al suelo.
—Montaña no estar lejos. Dos o tres millas. Entonces acampar. Marchar despacio…, luego, gran cena.
Del trineo en que llevaban la parte más pesada del equipo habían sacado pocos objetos, y Mukoki no tardó en volverlos a poner en su sitio. Emprendieron, pues, muy pronto la marcha, trazando una nueva pista sobre la cima pintoresca y salvaje de la montaña. Wabi caminaba delante y escogía para el trineo tirado por Mukoki los caminos más a propósito. Con el hacha iba desembarazando la ruta de arbustos y ramas que estorbaban. Roderick cerraba la marcha; solamente llevaba un paquete pequeño. El muchacho se hallaba al fin de sus fuerzas y estaba completamente desanimado. Apenas podía ver de cuando en cuando a Wabi en las tinieblas. Mukoki, doblado por el esfuerzo que hacía al tirar del trineo, no era más visible. Sólo Wolf se hallaba lo bastante cerca de él para que pudiera sentirse un poco acompañado. El entusiasmo que Roderick mostraba al partir, había tardado en debilitarse, pero durante aquella noche tan triste no pudo menos de pensar en lo bien que se hallaría al lado de Minetaki en Wabinosh, escuchando las bellas leyendas que ella solía contar. ¡Cuánto más- agradable sería aquello en lugar de la situación por la que pasaba!
La soñada visión de la encantadora niña fue bruscamente interrumpida. Mukoki se había parado. Roderick no se dio cuenta y siguió avanzando. Tan decidido iba que tropezó con el trineo y se cayó de bruces en la nieve. En la caída quiso agarrarse a las cuerdas del trineo, y el indio, cogido de improviso, dio también con su cuerpo en tierra. Wabi oyó el ruido que ambos hicieron al caer y fue a ver lo que pasaba. Encontró a Roderick en el suelo y encima de él a Mukoki, con los pies enredados en las cuerdas.
Fue un accidente en cierto modo de agradables consecuencias, porque Wabi no pudo impedir una carcajada al ver a sus amigos en aquel estado, y Roderick, después de quitarse la nieve de los ojos, la nariz y la boca, tomó parte en la alegría de sus amigos, con lo que desapareció el pesimismo que le había invadido.
El cerro por el cual caminaban se estrechaba cada vez más. A la izquierda se oían, muy abajo, las aguas tumultuosas del torrente, cuya velocidad dificultaba la congelación. Comprendieron los tres cazadores que se hallaban cerca de un precipicio. El camino que recorrían estaba sembrado de bloques erráticos y de piedras quebradas por algún cataclismo prehistórico. Imponíase la mayor precaución al avanzar por entre tantos obstáculos. A medida que caminaban, aumentaba el rumor tumultuoso del torrente. Roderick vio aparecer a su derecha una sombra enorme, confusa, que subía hasta el cielo. Llegó el momento en que Mukoki y Wabi cambiaron de sitio.
—Mukoki ha estado ya antes aquí — explicó Wabi al oído de Roderick para que le entendiera bien —Nos guiará mejor que yo y este pasaje es muy peligroso. Debajo de nosotros corre el torrente en forma de una gran catarata.
Roderick olvidó sus fatigas ante la magnitud de la aventura. Cada paso parecía acercarlos al borde del precipicio por el que corría el torrente. Aguzó el oído por si el viejo indio les avisaba de algún peligro. Con una rapidez que le emocionó vio de pronto que la gran sombra se acercaba por el lado izquierdo y comenzó a comprender la situación en que se hallaban. A la izquierda estaba el precipicio; a la derecha, la muralla desnuda de la montaña, y ellos caminaban por una estrecha senda. Cogió una rama y la lanzó al aire. Escuchó con atención, pero no oyó el ruido de la caída. El precipicio estaba muy cerca. Un estremecimiento zigzagueó por su espina dorsal; ¡A fe que aquélla era una sensación jamás experimentada en las calles de la ciudad!
Aunque apenas podía ver, Roderick sabía que iban ascendiendo. Oyó que Wabi se fatigaba, y le ayudó a arrastrar el trineo empujando con ambas manos. La ascensión duró media hora. Entonces dejaron de oír el ruido del torrente. La muralla había desaparecido, y cinco minutos más tarde, Mukoki se detuvo.
—Estar cumbre montaña — dijo—. Acampar aquí.
Roderick no pudo reprimir una exclamación de alegría y Wabi manifestó también su satisfacción cuando tiró los tirantes del trineo. Mukoki, que parecía infatigable, empezó inmediatamente a buscar un lugar apropiado para acampar. Roderick y Wabi, después de permitirse unos momentos de descanso, le ayudaron. El sitio elegido era un rincón formado por una gran roca. Mientras Mukoki limpiaba el suelo de nieve, los dos jóvenes se dirigieron a los matorrales de balsamina y cortaron una buena cantidad de tiernas y perfumadas ramas. En menos de una hora terminóse de construir el refugio y quedó encendida ante él una gran hoguera cuyas llamas iluminaban el campamento.
Por primera vez desde que abandonaron el campamento anterior, se dieron cuenta los tres cazadores de lo exhaustos que se hallaban. Decidieron, pues, que Mukoki preparase inmediatamente la cena. Roderick y Wabi irían entre tanto a buscar leña para alimentar la hoguera durante la noche. Afortunadamente, los dos jóvenes descubrieron muy cerca del campamento varios álamos caídos, cuya madera es el mejor combustible para hogueras, y cuando la carne y el café estuvieron a punto, ellos ya habían cortado un buen montón de leña.
El indio dispuso la comida en la abertura del refugio, donde el calor de la hoguera, reflejado por la superficie de la roca, hacía la estancia agradable e iluminaba* los rostros de los cazadores. El calor y la abundante cena aumentaron la somnolencia de Roderick, de modo que apenas pudo mantenerse despierto hasta acabar de comer. Se retiró inmediatamente hacia el refugio, se envolvió en sus mantas, y hundiéndose todo lo que pudo en el lecho de ramas, durmióse rápidamente. Lo último que vio fue que Mukoki echaba leña a la hoguera y que las llamas se elevaban al cielo, iluminando por un instante a sus ojos soñolientos un caos de rocas, detrás de las cuales se hallaba la misteriosa e impenetrable obscuridad de la selva.