El frío se había hecho muy intenso. Los lagos y los ríos estaban cubiertos por una densa capa de hielo y la nieve velaba el suelo.
Los jóvenes cazadores, que ya llevaban dos semanas de retraso, ganaron a marchas forzadas, acompañados por el fiel Mukoki, el extremo norte del lago Nipigon, y al cabo de seis días, llegaron al río Ombakika. Allí fueron detenidos por una violenta tempestad de nieve. Establecieron un campamento provisional, y, durante esta operación, Mukoki descubrió las primeras huellas de los lobos. Decidieron, por este motivo, permanecer algunos días en aquel sitio para estudiar el terreno. El segundo día de su estancia en el campamento, Roderick y Wabi se separaron de Mukoki, quien se decidió a hacer una gran excursión que duraría hasta la noche, a fin de explorar los alrededores concienzudamente, antes de que comenzasen las grandes nevadas.
Mukoki, quedó, así, solo en el campamento. Durante seis días, los cazadores habían caminado sin cesar, sin comer otra cosa que jamón ahumado y carne en conserva. El viejo indio, cuyo prodigioso apetito sólo podía igualarse a la habilidad que sabía desplegar para satisfacerlo, determinó hacer todo lo posible para abastecer la despensa durante la ausencia de sus amigos.
Con este objeto, abandonó el campamento, creyendo que no estaría fuera más de dos horas. Además del fusil, cargó sobre sus hombros dos trampas de lobos. Deslizóse con precaución a lo largo del río congelado, alerta por si se presentaba alguna caza a tiro.
De pronto se encontró ante el cadáver helado de un ciervo ya medio devorado. Era evidente que el animal había sido muerto por los lobos aquel día o la noche anterior. Las huellas de las patas, marcadas en la nieve, revelaron al indio que eran cuatro los lobos que habían tomado parte en el festín. No dudó, dada su gran experiencia de cazador, de que los lobos volverían a la noche siguiente a concluir el banquete. Aprovechóse de esta circunstancia para colocar las trampas y las cubrió de nieve.
Después volvió a ponerse en camino y descubrió las huellas recientes de un reno. Supuso que el animal no podría marchar muy aprisa por aquella nieve tan blanda, por lo cual echó a andar tras él con rapidez. Media milla más lejos se detuvo súbitamente mientras lanzaba un sordo grito de sorpresa. ¡Había otro cazador que también seguía la pista del animal!
Aumentando su precaución, Mukoki continuó avanzando. Cien metros más allá, otro par de mocasines se unieron a los primeros y, poco después, se unió a ellos el tercer par. Llevado más por la curiosidad que por la esperanza de hallar el animal, el indio seguía avanzando muy silenciosamente por entre los árboles. Cuando salió del bosque de pinos, sufrió otra sorpresa, y poco le faltó para caer encima del cuerpo del reno cuya pista seguía.
Un breve examen le bastó para cerciorarse de que el animal había sido muerto dos horas antes, poco más o menos. Los tres cazadores indios lo habían abierto, y después de sacarle el corazón, el hígado y la lengua, sólo se llevaron la parte trasera, dejando allí el resto del cuerpo y la piel. ¿Por qué habrían abandonado una parte tan valiosa de la caza? Con acrecido interés, Mukoki examinó detenidamente las huellas de los mocasines y vio claramente que las pisadas dilataban gran apresuramiento. Sin duda, los desconocidos cazadores, en cuanto cortaron lo más selecto del reno, echaron a correr para ganar el tiempo perdido.
Con nuevas exclamaciones de sorpresa, volvió el indio al lado del animal muerto, despellejó rápidamente la parte delantera y, cargado con lo mejor de aquella carne que los otros cazadores habían dejado, regresó al campamento.
Roderick y Wabi no habían llegado aún. Mukoki encendió un gran fuego, colgó sobre él, clavándolas a un palo, las costillas del reno, y aguardó con impaciencia el regreso de los dos jóvenes.
Media hora más tarde oyó el grito de Wabi y corrió a su encuentro. Halló a Roderick desmayado en los brazos de su amigo. El herido fue trasladado al campamento en seguida e instalado cómodamente en el refugio, cerca de la lumbre. Wabi comenzó entonces a dar algunas explicaciones a Mukoki.
—Temo que se le haya roto el brazo —dijo—. ¿Tienes agua caliente, Muki?
—¿La herida es de bala? —preguntó el indio, sin responder a la pregunta.
Al mismo tiempo se arrodilló al lado de Roderick y tendió sus largos dedos hacia el joven.
—¿Un tiro de fusil? —volvió a preguntar.
—No, fue herido de un palo. Nos encontramos con tres indios que se hallaban acampados y nos invitaron a comer con ellos. Cuando comíamos tranquilamente, nos atacaron por la espalda. Roderick recibió un golpe tremendo y perdió además su fusil.
Mukoki desnudó rápidamente a Roderick y examinó la herida. El brazo izquierdo estaba hinchado y casi negro. En el mismo lado, un poco más abajo del sobaco, veíase una gran contusión. El viejo guía era médico por necesidad, uno de esos médicos que sólo suelen encontrarse en el Norte, donde no puede haber más enseñanza que la observación de la Naturaleza.
El indio estableció su diagnóstico apretando y hendiendo la carne, apoyándose sobre los huesos, cosa que hizo con tanta fuerza, que Roderick empezó a gritar por el dolor que le causaba. Pero el examen había sido favorable.
—¡Ningún hueso roto! —exclamó triunfante Mukoki—. Aquí (y señaló el sitio de la contusión), más grande herida. Costilla casi rota, pero no completo. El golpe cortó respiración. Por eso muy enfermo. Roderick tomar buena sopa, beber café caliente y frotarle con grasa de oso, después mucho mejor.
Roderick, los ojos medio cerrados aún, sonrió débilmente y Wabi dio un suspiro de alivio.
—Ya ves, Roderick —le dijo—, el daño no es tan grande como temíamos. No querrás que Muki quede mal. Si él afirma que el brazo, no está roto, es que no lo está. Déjame que te envuelva en tus mantas y después nos daremos prisa para cenar. Será el mejor remedio para ti. Ya he percibido un agradable olor a carne, ¡a carne fresca!
Mukoki se puso en pie de un salto y riendo entre dientes, dirigióse al fuego. La carne había tomado un hermoso color dorado y el jugo que se desprendía de ella, despedía un apetitoso olor. Wabi, siguiendo las instrucciones del indio, se entretuvo en vendar la parte herida del cuerpo de su amigo. Cuando terminó, la comida estaba lista. Llevó a Roderick una buena tajada de carne asada, acompañada de un pastel de harina y una taza de café humeante. Roderick se echó alegremente a reír.
—¡Me da vergüenza que me sirvan así! —dijo—. ¡Cuánta molestia os causo! ¡Y decir que para hacerme perdonar no tengo siquiera la excusa de un brazo roto! Palabra que tengo que gran apetito. ¿Verdad, Wabi, que yo he dado muestras de falta de valor? ¡He tenido miedo como si fuese a morirme! Casi siento que él brazo no esté roto de veras.
Mukoki, apoderándose de un enorme trozo de carne grasienta, hincó en ella los dientes.
Al oír a Roderick dejó de comer y exclamó con la boca llena aún:
—Sí, falta mucho enfermo. Más enfermo, mucho enfermo. Más que no creer…
—No exageres —le interrumpió Wabi—. ¡Vaya unas cosas que dices!
De pronto el joven se puso a escuchar, escudriñando las tinieblas que se amasaban fuera del círculo de la luz del fuego.
—¿Acaso crees —preguntó Roderick— que sean capaces de perseguirnos hasta aquí?
En vez de contestar, Wabi le impuso silencio llevándose el índice a los labios. Continuaron hablando en voz baja. El hermano de Minetaki contó rápidamente a Mukoki los acontecimientos del día; cómo en pleno bosque, a la distancia de varias millas del lago, habían encontrado a los cazadores indios, de los que aceptaron la hospitalidad que, al parecer, les ofrecían lealmente, y cómo durante la comida habían sido atacados por ellos. La agresión fue tan brusca e inesperada que uno de los indios pudo robar tranquilamente a Roderick el fusil, el revólver y el cinturón de municiones. Wabi rodaba por el suelo, luchando con los otros indios, cuando Roderick pudo acudir en su ayuda, y entonces recibió los dos terribles golpes, mientras que Wabi defendía sus armas con tanta tenacidad, que los indios se marcharon, contentándose con apoderarse de las de Roderick.
—Sin duda —terminó diciendo Wabi—, eran partidarios de Woonga. Lo que me extraña es que no hayan empezado por matarnos. Tuvieron más de una ocasión para pegarnos un tiro. Si no lo han hecho es señal de que no querían hacernos daño. Una de dos: o las medidas tomadas en la factoría les han obligado a enmendarse o…
Enmudeció y en sus ojos revelóse la duda. Mukoki contó entonces cómo había encontrado las huellas del reno y la misteriosa prisa que demostraron los tres indios que dieron muerte al animal.
—Es ciertamente curioso —dijo Wabi, interviniendo en el relato—. No pueden haber sido los mismos que encontramos nosotros, pero apuesto cualquier cosa que pertenecen a la misma banda. No me sorprendería que hubiésemos topado con una de las guaridas de Woonga. Hemos pensado muchas veces que andarían por el oeste de la Bahía de los Truenos, y es allí donde mi padre ha mandado que se vigilen sus pasos. En cambio aquí es donde hemos dado con el nido de avispas y lo único que podemos hacer, es abandonar estas tierras con la mayor rapidez.
—Precisamente, tal como estamos sentados, nos parecemos a las pipas del tiro al blanco —exclamó Roderick mirando hacia el otro lado del río, donde reinaba profunda oscuridad, porque los rayos de la luna, que entonces iluminaban el campo, no llegaban hasta allí.
Los tres notaron un leve ruido a espaldas del campamento, semejante al de un cuerpo que se deslizara por entre los arbustos. Siguió un resoplido extraño, y a continuación un gimoteo sordo.
—¡Escuchad!
La orden de Wabi fue pronunciada en voz muy baja. Se acercó a los arbustos, apartó las ramas y hundió medio cuerpo en la abertura.
—¿Qué hay, Wolf? —murmuró—. ¿Qué pasa?
A algunos pasos de la cabaña, cerca de un abeto, un animal que se parecía a un perro, escuchaba atentamente, con las orejas tiesas. Examinándolo bien, se veía que no se trataba de un perro, sino de un lobo. Capturado muy joven, Wabi lo amaestró, tratándolo como a un perro; sin embargo, el animal no había olvidado sus instintos salvajes. Si se hubiera roto la cadena que lo sujetaba, o se hubiese aflojado el collar, Wolf hubiera corrido alegremente hacia los bosques para reunirse con los de su raza. Pero la cadena era fuerte y Wolf no hacía más que levantar la nariz hacia el cielo y enderezar las orejas. De su garganta salía de vez en vez un gruñido apagado.
—Algo o alguien debe de rondar cerca de nuestro campamento —anunció Wabi, retirándose rápidamente de los arbustos—, Muki.
Un largo y quejumbroso aullido del lobo cautivo le interrumpió.
Muki se había puesto en pie con la agilidad de un gato y, con el fusil en la mano, sé alejó de la cabaña. Roderick permaneció quieto a causa de sus heridas, mientras que Wabi, cogiendo también su fusil, se dispuso a seguir el ejemplo del indio.
—Colócate allí, en la oscuridad, donde la luz del fuego no llegue —dijo antes de marcharse—. Seguramente no se trata más que de un animal que anda cerca, pero vamos a cerciorarnos.
Díez minutos más tarde regresó el joven cazador.
—Ha sido una falsa alarma —dijo riendo alegremente—. Hay por ahí el cuerpo de un ciervo que ha sido cazado por los lobos, y nuestro Wolf ha notado que andaban cerca sus hermanos, lo que ha motivado su agitación. Muki ha colocado las trampas y es posible que mañana podamos recoger nuestra primera pieza.
—¿Dónde está Mukoki?
—Para más seguridad quiere montar allí la guardia. Él estará hasta medianoche y entonces le relevaré yo. Todas las precauciones son pocas cuando rondan los Woongas por estos contornos.
Roderick dio con dificultad una vuelta en el lecho de ramas.
—¿Y mañana? —preguntó.
—Mañana nos marcharemos de aquí, querido amigo, suponiendo que te encuentres bien. Durante dos o tres días seguiremos río arriba y en el primer descanso que hagamos construiremos un campamento menos provisional que éste. Tú y Muki podéis partir tan pronto como se haga de día.
—Y tú… —comenzó a decir Roderick.
—¡Oh!, yo volveré a los sitios donde estuvimos hoy para recoger las cabezas de los lobos que hemos matado. ¡Ten en cuenta, Roderick, que allí encontraré el sueldo de un mes para ti! Y ahora, ¡a dormir! ¡Buenas noches! Y que te despiertes mañana temprano.
Los dos adolescentes, rendidos por los acontecimientos del día, no tardaron en dormirse profundamente. Y cuando llegó la medianoche, el viejo Mukoki se guardó muy bien de despertar a Wabi para que le sustituyese en la guardia. Veló el resto de la noche con la misma atención que antes, y, con el alba, regresó al campamento, removió las cenizas del fuego, añadió más leña y se puso a hacer el desayuno. Wabi lo descubrió en esta labor al despertarse.
—Nunca hubiese creído —dijo sonrojándose— que tú me hicieras tal jugarreta. Claro que tu acción ha sido muy buena; pero ¿cuándo dejarás de tratarme como a un niño?
Puso la mano afectuosamente sobre un hombro de Mukoki y el indio, volviéndose hacia él, le miró con alegría. Un gesto de satisfacción se dibujó en la cara ruda, curtida por cerca de cincuenta años de vida en las selvas. Mukoki había llevado a Wabi, cuando niño, sobre sus hombros a los bosques; había jugado con él, lo había cuidado y mimado, enseñándole las costumbres del Gran Desierto Blanco. Mukoki había sentido tanto como Minetaki, la ausencia de Wabi cuando estuvo en Detroit. Todo el cariño de que era capaz el viejo pielroja era para Wabi y su hermana. Mukoki era para ellos un segundo padre, un silencioso y atento guardián y un fiel compañero. El contacto de la mano de Wabi era para él la mejor recompensa por la larga velada y dos o tres gruñidos cavernosos expresaron el placer que sentía.
—Has tenido mal día —dijo—. Mucho cansado. Yo estar bien, yo querer más velar que dormir.
Se levantó y entregó a Wabi el largo tenedor con el que revolvía la carne en el asador.
—Coge esto —añadió—. Yo ir a ver las trampas.
Roderick se despertó. Había oído las últimas palabras de la conversación y llamó desde la cabaña:
—Espérame un momento, Mukoki. Yo te acompañaré. Si has cogido un lobo quiero verlo.
—¡Claro haber cogido uno! —dijo riendo Mukoki.
Roderick no tardó en salir de la cabaña, completamente vestido y con mucho mejor semblante que el que tenía la noche anterior. Se paró delante del fuego, estiró un brazo, luego el otro, hizo un gesto de sufrimiento, y dijo a sus amigos que se encontraba muy bien, salvo el dolor en el brazo izquierdo, que aún le duraba.
Caminando despacio, para que Roderick se desentumeciese como dijo Wabi, los dos se dirigieron río arriba. La mañana era gris, y, de cuando en cuando, caían gruesos copos de nieve, indicando claramente que antes de que terminase el día, estallaría otra tempestad. Las trampas que colocara Mukoki, se hallaban en un lugar poco distante. Doblaron un recodo del río y el viejo cazador se detuvo de pronto lanzando una exclamación de alegría. Roderick miró en la dirección que Mukoki le señalaba y vio una masa oscura que, a pocos pasos de ellos, se destacaba sobre la nieve.
—¡Es él! —exclamó el indio.
Al acercarse, la masa negra se animó y comenzó a tirar de los hierros que la tenían sujeta y a escarbar la nieve como si estuviese agonizando. Mukoki examinó a la fiera.
—¡Loba! —explicó con su habitual laconismo.
Cogió después el hacha que llevaba consigo y se aproximó más al animal. Roderick vio que una de las fuertes trampas de acero había aprisionado una de las patas delanteras de la loba, y que otra trampa hincaba sus dientes en una de las de atrás. Sujeta en esta forma, la fiera no podía defenderse y se hallaba acurrucada en triste inmovilidad, enseñando sus terribles dientes, silenciosa y atemorizada. Sus ojos brillaban de febril sufrimiento y de furor impotente, y cuando el indio levantó el brazo para herir, un temblor de angustia corrió por su cuerpo.
Era un espectáculo cruel y Roderick hubiese sentido piedad si no hubiera recordado a tiempo el peligro que corriera el día anterior en la precipitada fuga ante la manada de lobos.
Mukoki acabó con la vida de la fiera con dos o tres golpes. Luego, con la habilidad peculiar de su raza, dibujó rápidamente con su navaja un lindo circulo alrededor de la cabeza, precisamente por debajo de las orejas. Dio después un pequeño tirón de arriba abajo, luego otro de derecha a izquierda y el scalp[3] se desprendió. Para cobrar los quince dólares por cabeza de lobo muerto no era necesario presentar la cabeza entera, sino únicamente la piel que cubre el cráneo.
Hizo Mukoki la operación con tanta destreza, que Roderick no pudo menos de exclamar, sin medir el alcance de sus palabras:
—¿Así despellejas también a las personas?
El viejo indio elevó los ojos hacia él, lo estuvo mirando unos instantes y abrió su enorme boca. Un sonido raro salió de ella, algo que Roderick había oído ya en Mukoki y que era lo que más se acercaba a la risa. Efectivamente, siempre que Mukoki quería reír, emitía un sonido inarticulado que no hubiesen podido imitar ni Wabi ni Roderick, aunque se ensayasen durante un mes.
—¡Nunca despellejo personas! — respondió después—. Mi padre hacerlo cuando joven. ¡Mucho!
La singular risa de Mukoki no había cesado aún cuando llegaron al campamento.
No tardaron más de diez minutos en terminar la colación matutina. Nevaba ya copiosamente, y de ponerse entonces en camino, sus huellas quedarían sin duda completamente borradas en pocas horas, lo que, al fin y al cabo, era lo mejor que les podía pasar en el territorio de los Woongas. Pero, por otro lado, Wabi quería a todo trance volver al sitio donde dispararon sobre los lobos, antes de que la cerrazón fuese completa. No cabía el peligro de que no se volvieran a encontrar, porque convinieron que Mukoki y Roderick caminarían siempre por el río helado. Wabi los alcanzaría antes de la noche.
Armado de fusil, revólver, navaja y un hacha bien afilada, el muchacho abandonó rápidamente el campamento.
Quince minutos más tarde se asomó Wabi con precaución a la orilla del lago, donde aconteció la desigual lucha entre el anta y los lobos. Bastóle una mirada para saber el resultado de la lucha. Veinte pasos más allá, sobre la superficie helada del agua, vio parte de un gran esqueleto y un par de astas enormes.
Al hallarse en el campo de batalla, Wabi hubiese querido que Roderick pudiese contemplarlo. Todo lo que quedaba de la heroica anta era aquel esqueleto. ¡Cuán magníficas la cabeza y las grandes astas! Era la mayor cabeza de anta que Wabi había visto y se le ocurrió pensar que si se pudiese disecar, podríase obtener por ella en las regiones civilizadas cuando menos cien dólares. Saltaba a la vista que el anta había luchado valientemente, porque a pocos pasos hallábase el esqueleto de un lobo, y debajo del anta, otro. Quedaban las cabezas de los dos lobos, y Wabi se apoderó de los scalps, siguiendo luego el camino con apresuramiento.
En el centro del lago donde disparó el día anterior los últimos cartuchos, encontró los huesos de otros dos lobos, y cerca del bosque de pinos, un tercero. Este animal había sido herido sin duda antes de llegar allí y fue muerto al descubrirlo alguno de los de la manada. A media milla, en el interior del bosque, halló el sitio desde el cual había disparado cinco tiros sobre los lobos. Encontró otros dos esqueletos. Tenía siete scalps cuando tomó el camino de regreso.
Cerca de ¡os restos del anta, Wabi se detuvo de nuevo. Sabía que los indios suelen conservar las cabezas de antas y renos durante el invierno, manteniéndolas en estado de congelación, y la cabeza que se hallaba a sus pies bien valía la pena de cavilar un poco. ¿Cómo conservarla durante los meses que tardarían en emprender el regreso? No podría suspenderla de una rama de árbol, como era costumbre cerca de la factoría, porque se exponía a que se la robara cualquier cazador que pasase o que se echara a perder en los primeros días de la primavera. De súbito se le ocurrió una idea. ¿No podía conservarla en lo que los cazadores solían llamar “nevera india”? A la inspiración siguió rápidamente la acción.
Costóle bastante trabajo arrastrar la enorme cabeza hasta el abrigo de los alerces, donde, sin exponerse a ser visto, la examinó detenidamente.
La cabeza había sufrido algunos desperfectos, pero Wabi recordó que los indios de Wabinosh sabían reparar cabezas de animales en peor estado que aquélla.
Debajo de un abeto de mucho ramaje, donde el sol raras veces penetra, empezó el muchacho a atacar la dura tierra con su hacha. Trabajó durante una hora para practicar en la tierra helada un agujero de tres pies de profundidad por cuatro de ancho. Echó al fondo del agujero una capa de nieve y la apisonó lo mejor que pudo con la culata del fusil. Encima colocó la cabeza del anta, llenó los huesos con nieve, y lo cubrió todo con tierra que aplastó con fuertes pisadas. Quitó todo vestigio de su labor cubriendo el suelo con una densa capa de nieve, hizo señales en dos árboles con el hacha, y continuó su camino.
—Cuando menos salimos a treinta dólares cada uno —murmuró, mientras caminaba hacia el Ombakika—. Con la nieve, la cabeza se mantendrá hasta el mes de julio. Una de anta y ocho de lobo, éstas a quince dólares cada una es una bonita ganancia para un día.
Tres horas hacía que se ausentó del campamento. Desde entonces había estado nevando sin interrupción, y cuando llegó al sitio donde dejó a sus compañeros, las huellas de Roderick y de Mukoki estaban ya parcialmente borradas, lo que le demostró que habían partido muy pronto.
Doblando la cabeza bajo los blancos copos, el joven seguía con rapidez a sus amigos. La tormenta era tan densa que le resultaba imposible distinguir nada más allá de diez metros. La orilla opuesta del río no se hallaba al alcance de la vista. Todo lo cual le pareció excelente para que pudiesen salir del territorio de los Woongas. Al llegar la noche ya habrían recorrido muchas millas por el río, y la nieve impediría que quedase señal alguna de su estancia allí o que se advirtiese por las huellas el camino que habían tomado.
Durante dos horas siguió incansablemente las de sus compañeros, que se aclaraban conforme avanzaba. Iba, pues, ganando terreno. Pero aun siendo las huellas muy
recientes, tanto las había borrado la nieve, que un cazador hubiese pensado que eran las de un anta.
Una hora después, juzgando que habría recorrido lo menos diez millas, descansó Wabi un momento para restaurar sus fuerzas con las provisiones que había llevado consigo. Le sorprendió la resistencia de Roderick. No dudó que Mukoki y su amigo se hallasen aún a tres o cuatro millas de distancia, a no ser que ellos también hubiesen hecho un alto para comer. Pensándolo bien, le parecía lo más probable que así fuera.
A su alrededor, el silencio era absoluto. Ni siquiera el gorjeo del pájaro de la nieve (snow-bird) lo interrumpía. Largo rato permaneció Wabi tan inmóvil como el tronco en que se había sentado. Descansaba y escuchaba. El silencio ejerció sobre él una extraña fascinación. Dijérase que el mundo entero se había dormido y que ni aun las fieras del bosque osaban salir de sus escondrijos, en aquella hora en que el cielo, con mano infatigable, sembraba la tierra de blancos copos de nieve, los cuales pondrían sin duda una alfombra sobre todo el Gran Desierto Blanco, una alfombra que llegaría hasta la Bahía del Hudson.