Durante una hermosa tarde dé otoño, y estando sobre el puente del barco en el que habían tomado pasaje para cruzar el lago Nipigon, divisó Wabi, con su mirada de águila, las primeras casas de madera de Wabinosh agrupadas junto a un inmenso bosque del que no se veía el fin.
A medida que iban acercándose, explicaba a Roderick la situación de los almacenes de la factoría, el pequeño grupo de casas de los empleados, y, finalmente, le describía la casa del factor, en la que tan amable acogida les esperaba.
Cuando se hallaron más cerca de la orilla, abandonaron el barco y en una lancha continuaron a remo el camino de Wabinosh.
En aquel momento vieron destacarse sobre la superficie del agua una canoa, desde la cual alguien les saludaba con un pañuelo blanco. Wabi contestó con un grito de alegría y disparó al aire su fusil.
—¡Es Minetaki! —exclamó—. Me había prometido vigilar nuestra llegada y venir a nuestro encuentro.
¡Minetaki! Un pequeño estremecimiento nervioso acometió a Roderick. Wabi se la había descrito miles de veces en aquellas noches de invierno que pasó en su casa. Con orgullo y cariño de hermano, habíala mezclado en todas las conversaciones y así pudo Roderick ir tomándole cariño poco a poco y llegar a quererla de veras sin haberla visto nunca.
Las dos canoas pronto se reunieron. Con un grito de alegría inclinóse Minetaki hacia su hermano para besarle. Al mismo tiempo, sus ojos negros se fijaron con curiosidad en el joven del que tanto había oído hablar.
Minetaki tenía por aquel entonces quince años y, como todas las mujeres de su raza, era alta y esbelta, alcanzando casi la talla de una mujer. Y de mujer hecha y derecha tenía la gracia y donaire. Los negros cabellos, ligeramente ondulados, cercaban aquel rostro, que para Roderick era el más bello del mundo, y una larga trenza, entrelazada con hojas rojizas, caía sobre sus gentiles hombros.
Se puso de pie en la canoa y sonrió a Roderick. Éste se levantó también para corresponder a la atención y quitóse la gorra, como es costumbre en las ciudades. Una ráfaga de viento se la arrebató y la arrastró lago adentro. Los tres jóvenes se echaron a reír y el viejo Muki la imitó. El leve incidente sirvió para romper el hielo, y Minetaki, sin cesar de reír, dirigió su canoa hacia el sitio donde estaba la gorra y la sacó del agua.
No debía usted llevar gorra hasta que hiciese más frío —dijo a Roderick, cuando se la entregó—. Wabi la lleva, pero yo no.
—Entonces, yo tampoco la llevaré —respondió Roderick con gallardía, y como Wabi se echara a reír, los dos se sonrojaron.
Cuando llegaron aquella noche a Wabinosh, Roderick vio que su amigo ya lo había planeado todo para la caza del invierno. En la habitación que le destinaron en casa del factor, encontró un equipo completo: un fusil «Remington» de cinco tiros, de formidable aspecto; un revólver de gran calibre; raquetas de nieve y una docena de otros adminículos[2], necesarios para quien va a hacer una larga expedición por los parajes selváticos. Wabi había marcado también el itinerario sobre un mapa, y los terrenos donde irían a cazar. Los lobos, perseguidos incesantemente en las cercanías de la factoría, se habían alejado de aquellos lugares, y los pocos que había eran muy cautelosos. Pero a la distancia de un centenar de millas al Norte, en esas tierras poco habitadas, pululaban y causaban gran mortandad entre antas, renos y caribús.
Wabi tenía proyectado instalar allí su cuartel de invierno, y era preciso ponerse muy pronto en camino y en seguida sobre la pista de los lobos, a fin de poder construir la cabaña donde se recogerían durante lo más fuerte del frío, antes de que comenzasen las grandes nieves. Decidióse, pues, que los jóvenes cazadores partirían al cabo de una semana. Les acompañaría el viejo Mukoki, pariente del suegro de Newsome, al que Wabi había dado en llamar Muki, y que era su fiel compañero desde que Wabi era niño.
Roderick empleó lo mejor que pudo el tiempo que debía permanecer aún en Wabinosh, y mientras Wabi substituía a su padre en los asuntos comerciales durante una corta ausencia de éste, él recibió de Minetaki las primeras lecciones sobre la vida selvática.
En la canoa, con el fusil en la mano, o aprendiendo a descifrar, en compañía de ella los signos misteriosos de la vida de los bosques, el joven, sin separarse de su lado, sentía acrecentarse su admiración. Cuando la veía inclinarse sobre unas huellas recientes, con las mejillas encendidas, los ojos henchidos de entusiasmo, la hermosa cabellera bañada por la cálida luz del sol, crecía la pasión que un joven de su edad podía sentir ante aquel adorable cuadro, y cien veces tomaba al cielo por testigo de que, desde la punta de los menudos pies calzados con mocasines, hasta la cabeza, no había en el mundo otra criatura más bella.
Con mucha frecuencia solía manifestar sus sentimientos a Wabi y éste se hallaba siempre de acuerdo con su entusiasmo. No había transcurrido aún una semana y Minetaki y Rod eran ya inseparables compañeros. Por fin, el joven cazador vio acercarse, un poco apenado, el alba del día en que iban a adentrarse en el Gran Desierto Blanco.
Minetaki era de ordinario una de las personas de Wabinosh que más madrugaban, pero ahora Rod solía levantarse antes que ella. Cierta mañana, sin embargo, se retrasó un poco. Estaba arreglándose en su habitación y oyó que Minetaki silbaba fuera. Porque Minetaki solía silbar tan bien, que Roderick la envidiaba. Cuando bajó, ella ya había desaparecido camino del bosque. No encontró más que a Wabi, quien, en compañía de Mukoki, hacia paquetes para la expedición.
Era una mañana radiante, clara y fría, y Rod observó que una capa fina de hielo se había formado durante la noche en la superficie del lago. Por dos veces se dirigió Wabi hacia el bosque con su grito peculiar, pero sin obtener respuesta de Minetaki.
—No sé por qué no vuelve —dijo sin dar importancia al asunto, mientras ataba un paquete con una correa.
—Pronto estará listo el desayuno. Roderick, ¿quieres ir a buscarla?
Roderick no se lo hizo repetir dos veces. Rápidamente se encaminó hacia el bosque por el sendero que sabía era el favorito de Minetaki, y pronto llegó al lugar oculto y próximo al lago, donde ella solía guardar su canoa. Vio claramente que había estado allí pocos minutos antes, puesto que el hielo aparecía roto alrededor de la canoa, como si la muchacha hubiese querido probar la resistencia de él empujando un poco la embarcación. Las huellas de sus pies indicaban claramente que había dejado la costa, internándose en el bosque.
—¡Minetaki! ¡Minetaki!
Roderick llamó con toda la fuerza de sus pulmones, sin obtener ninguna respuesta. Impelido por un sentimiento que él mismo no se supo explicar, el muchacho se lanzó bosque adentro por el sendero que estaba seguro que Minetaki debió seguir. Pasaron cinco minutos…, diez minutos…, volvió a llamar. El silencio era absoluto. Pensó que era imposible que la muchacha se hubiese alejado tanto; tal vez habría tomado otro sendero. Continuó, no obstante, durante un rato por el mismo camino y no tardó en llegar a un sitio donde un enorme tronco de árbol, caído de través en el sendero, se había podrido lentamente, dejando en el suelo una capa de tierra húmeda, negra y espesa. Allí encontró impresas con gran precisión las huellas de los mocasines de Minetaki.
Roderick se detuvo perplejo. Escuchó sin hacer el más leve ruido, pero el viento no le trajo ningún rumor sospechoso. No hubiera podido explicar por qué guardaba silencio. Lo que sí sabía era que él se hallaba a una milla de distancia de Wabinosh, y que a la hora del desayuno no podrían estar allí ni él ni la hermana de Wabi. Durante el minuto que permaneció en silencio, estudió detenidamente las huellas. ¡Qué pequeños eran sus pies! Descubrió también que, discrepando de las costumbres indias, los mocasines de Minetaki tenían un pequeño tacón.
Sus reflexiones se interrumpieran de pronto. ¿No era un grito, aunque lejano, lo que había oído? Cesaron los latidos de su corazón, le ardió la sangre y echó a correr con la velocidad de un reno. No tardó en llegar a un claro del bosque producido por un pequeño incendio. El espectáculo que se ofreció a su vista en aquel claro, le heló la sangre en las venas. Allí estaba Minetaki, la larga cabellera esparcida sobre sus hombros, los ojos vendados, y la boca amordazada, marchando por el sendero entre dos indios que la empujaban con violencia.
Roderick se detuvo paralizado por el espanto. Inmediatamente se sobrepuso, irguió el cuerpo, y contrajo los músculos, disponiéndose a entrar en acción. Habíase practicado durante muchos días en el uso del revólver, que llevaba encima. ¿Lo usaría? Exponíase a herir a Minetaki y no quiso correr este riesgo. Vio a sus pies una gruesa rama, que cogió a modo de garrote, y rápidamente avanzó hacia su amiga prisionera. Cuando se hallaba a unos doce pasos de los indios, Minetaki cayó de rodillas, haciendo esfuerzos para libertarse. Al intentar levantarla, uno de sus raptores se volvió un poco y vio al joven precipitarse sobre ellos encolerizado como un demonio y garrote en alto. Un grito terrible de Roderick, una exclamación del indio y la lucha comenzó. Con ímpetu irrefrenable cayó el garrote del joven sobre el hombro del segundo indio, y antes de que Roderick pudiera volverlo a descargar, sintió que el otro adversario, en estrecho y mortal abrazo, le asía por la espalda.
El ataque imprevisto dejó en libertad a Minetaki, que se apresuró a arrancarse la venda que le cubría los ojos. Con la rapidez del relámpago se dio cuenta de la situación. Roderick y su adversario rodaban por tierra luchando en terrible cuerpo a cuerpo. El primer indio, vuelto en sí de su aturdimiento, empezaba a levantarse para dirigirse a los dos combatientes y prestar ayuda a su camarada.
Minetaki vio que su salvador no podía defenderse y que tal vez moriría al ser atacado por los dos al mismo tiempo. La muchacha se puso lívida y sus ojos se dilataron de un modo extraño. Con un sollozo, recogió el garrote abandonado por Roderick y asestó con todas sus fuerzas un golpe terrible en la cabeza del indio que luchaba con su amigo. Una, dos, tres veces descargó el palo, hasta que el piel-roja dejó a su víctima, y el muchacho, medio estrangulado, respiró profundamente.
Sin embargo, la lucha no había terminado. El otro indio había logrado ponerse en pie, y cuando la valerosa joven levantó el palo por cuarta vez, el bandido la detuvo con sus puños de hierro, que se cerraron después en su garganta.
La tregua que ella logró dar a Roderick no había sido inútil. El joven pudo sacar el revólver y disparó a quemarropa sobre su adversario. Oyóse una detonación sorda, un grito de dolor, y el indio cayó de bruces. Cuando el pielroja superviviente oyó el disparo y vio el efecto que le había causado a su compañero, soltó a Minetaki y huyó internándose en el bosque.
Minetaki, magullada y emocionada por el espanto y el esfuerzo sobrehumano que acababa de realizar, se dejó caer al suelo, llorando a lágrima viva. Roderick olvidó todo lo demás, corrió a su lado y procuró consolarla lo mejor que su adolescencia le dio a entender.
Así los encontraron Wabi y Mukoki cinco minutos más tarde. Los dos habían oído el terrible grito que Roderick diera al atacar a los indios y los dos habían echado a correr. Los gritos que profirió Minetaki después, durante el combate, les sirvieron de guía para encontrar el sitio. Detrás de ellos iban dos empleados de la factoría, que se habían dado cuenta de que pasaba algo anormal.
El indio muerto fue reconocido como perteneciente a la banda de los Woongas. Minetaki contó que ella se había alejado un poco de Wabinosh, y que sus gritos hubiesen podido ser oídos con facilidad, si los dos indios, que se le echaron de improviso encima, no la hubieran amordazado inmediatamente. Después la obligaron a caminar, marchando ellos por fuera del sendero, para que se creyese, por las huellas, que la joven iba sola.
Esta tentativa de rapto y la heroica intervención de Roderick con la muerte de uno de los bandidos, causaron en la factoría gran sensación. Era para todos evidente que Woonga en persona no debía andar lejos.
La docena de familias instaladas en Wabinosh decidieron organizar una batida en veinte millas a la redonda, pareciéndoles suficiente este radio para asegurar en lo futuro la tranquilidad de Minetaki y las demás jóvenes del lugar. Cuatro de los más hábiles «buscadores de sendas» de la colonia, fueron encargados de perseguir de cerca a los salvajes. Wabi, Roderick y veinte hombres más pasaron un día entero examinando detenidamente el bosque y el pantano, con lo que la salida de los cazadores se retrasó momentáneamente.
Pero los Woongas habían desaparecido tan rápidamente como aparecieron. Volvió a hablarse de emprender la expedición. Antes Minetaki tuvo que prometer a Wabi y a Roderick que, en adelante, sería más prudente y no volvería a aventurarse sola por el bosque.
Por fin, el cuatro de noviembre abandonaron la factoría Roderick, Wabi y su viejo guía Mukoki, dispuestos a afrontar las aventuras que les esperaban en el Gran Desierto Blanco.